Aumento del salario mínimo: ¿avance social o riesgo económico?

Foto: Héctor Fabio Zamora

Juan Diego Fuentes Olaya
Universidad Minuto de Dios
El anuncio del aumento del salario mínimo en Colombia para el año 2025 ha generado múltiples opiniones en el país. Mientras el Gobierno Nacional lo presenta como una victoria para la clase trabajadora, los sectores empresariales y académicos advierten sobre sus posibles repercusiones en la economía nacional. El incremento del 9,54% del salario mínimo legal vigente (SMLV), decretado por el presidente Gustavo Petro, elevó el salario básico mensual a $1.423.500, más un auxilio de transporte estimado en $200.000. Esto generaría un total de $1.623.500, lo que representa un aumento significativo en comparación con el incremento del año pasado, que fue del 5,15%. Este tema adquiere relevancia no solo porque impacta de manera directa a millones de colombianos, sino también porque está ligado a la salud financiera del país y a la generación de empleo. No es un secreto que desde hace varios años existe una gran tensión en torno al salario mínimo. Se ha demostrado que es prácticamente un milagro sostener un hogar de cuatro personas con una sola fuente de ingresos. Los gastos en comida, servicios, transporte, educación, vestimenta, entre otros, reflejan la urgencia de un aumento necesario. La decisión de incrementar el salario mínimo es, por tanto, una acción con implicaciones legales, sociales y económicas.
En la navidad del año pasado se hizo oficial el anuncio, y desde el 1 de enero de 2025 la medida entró en vigor. Por un lado, las centrales obreras exigían un aumento del 18%, mientras que los gremios empresariales proponían una cifra inferior al 8%. Finalmente, el Gobierno optó por un incremento del 9,54%, que representa un alza real del 4,39%. La medida fue aplaudida por sectores sindicales y rechazada por los gremios empresariales. El Gobierno justificó esta decisión con el argumento de mejorar el poder adquisitivo de los trabajadores y combatir la pobreza. Gustavo Petro afirmó que el incremento tenía un componente de justicia social y se alineaba con su propuesta de una economía más equitativa.
Desde una perspectiva social, el aumento del salario mínimo puede considerarse una “victoria” para la clase trabajadora. Además, el Gobierno ha argumentado que incrementos anteriores del salario mínimo han tenido efectos positivos sobre la reducción de la pobreza. Según el DANE, en 2023 la tasa de pobreza monetaria en Colombia se ubicó en 33%, lo que representa una disminución de 3,6 puntos porcentuales respecto al 36,6% registrado en 2022. Esta reducción significó que aproximadamente 1,6 millones de personas salieron de la pobreza monetaria en ese período. Así, el aumento del salario puede entenderse como una medida que va más allá de lo simbólico y que tiene efectos estructurales en la vida de los colombianos. Otro aspecto a considerar es que, al mejorar el salario, se potencia el consumo interno.
Es decir, las personas con más ingresos tienden a gastar más, lo cual dinamiza ciertos sectores del comercio. Por ende, el aumento salarial podría funcionar como una herramienta que impulsa la reactivación económica.
Sin embargo, desde una perspectiva más realista, los beneficios del aumento salarial no deben analizarse de forma aislada. En primer lugar, es importante considerar el impacto sobre el empleo. Cuando el salario mínimo sube demasiado, muchas empresas, especialmente las pequeñas, no logran sostener el aumento y terminan recurriendo a la informalidad. Esto se debe a que se les dificulta cubrir las prestaciones sociales, los aportes a seguridad social, las primas y las cesantías. También es importante resaltar el papel de la inflación en este contexto. Fedesarrollo ha señalado que, si los aumentos salariales superan la capacidad productiva del país, podrían provocar un alza en los precios.
Es decir, si el salario sube, pero el costo de vida también se dispara, el avance se diluye. Comprar pan, pagar servicios o hacer mercado podría costar más, restándole valor real al aumento. Se genera, así, un círculo vicioso: se busca proteger al trabajador, pero si no se hace con responsabilidad, se le puede terminar perjudicando aún más.
El aumento del SMLV en Colombia para 2025 dejó de ser una necesidad para convertirse en una realidad cargada de esperanza y buenas intenciones. Este incremento, que por años fue una exigencia de múltiples sectores sociales y laborales, hoy representa una conquista que simboliza el deseo colectivo de avanzar hacia una sociedad más justa y equitativa. No obstante, sigue siendo una medida arriesgada que debe ser evaluada a corto, mediano y largo plazo, priorizando la viabilidad económica y la sostenibilidad para el colombiano promedio de clase media baja. Una decisión de esta magnitud no puede ser analizada de manera aislada, ya que sus efectos se irradian en todas las dimensiones del tejido social: desde los pequeños emprendimientos hasta las grandes industrias, pasando por las familias que dependen directamente de estos ingresos para su subsistencia diaria.
Resulta imprescindible que el Gobierno desarrolle un plan de gestión y ejecución concertado entre trabajadores y empleadores, donde se priorice el diálogo y se tengan en cuenta las diversas realidades productivas y formas de trabajo. Este plan no debe limitarse a simples reuniones o decretos, sino que debe constituir un espacio permanente de concertación en el que se reconozcan las asimetrías del mercado laboral colombiano. No es lo mismo el contexto de un trabajador en zona agrícola o en zonas rurales, que el de un empleado del sector servicios en Bogotá.
Finalmente, el aumento del salario mínimo no debe verse como una solución “mágica” que elimina la pobreza de forma inmediata. Es un compromiso social que nace como un deber colectivo, donde hombres y mujeres puedan cimentar las bases de una vida digna que valore el esfuerzo de su trabajo y les permita vivir con plenitud. En este sentido, el salario mínimo debe entenderse como una herramienta para garantizar derechos fundamentales y no simplemente como una cifra técnica negociada año tras año. También es una oportunidad para replantear el modelo económico actual, apostando por uno que ponga al colombiano en el centro, que escuche las voces de quienes históricamente han sido marginados y que reconozca el trabajo como un acto de dignidad. Solo de esa manera se podrá garantizar que este tipo de decisiones beneficien realmente a quienes más lo necesitan, anteponiendo los intereses de una Colombia más sensible a las urgencias de sus habitantes.