Colombia: eterna patria boba

Jesús Ortega Mogollón
Universidad de Sucre
A la sociedad colombiana desde su niñez se le enseña a “ser viva”, a “buscar la excepción de la regla”, a “salirse por la tangente”, a “buscar el esquive de las normas”. Se le inculca lo que se ha denominado “malicia indigena”, que entre otras cosas es algo que llevamos en la sangre (o, tal vez, eso también nos lo han inculcado); de tal forma que los colombianos somos vivos, o a la luz del formalismo, somos astutos y sagaces, partiendo desde algo tan cotidiano como un semáforo en rojo, que no es una orden de alto si no un “¿y si me arriesgo?”, hasta el conductor que se mete en el carril contrario para llegar más rápido, o los padres que en un inocente juego infantil incentivan a su hijo a hacer trampa para ganarle a otros niños. Son estas las pequeñas rebeliones del diario que definen nuestra esencia, nuestro pensamiento colombiano, este pensamiento natural que no es más que una mentalidad inmadura que nos empuja a buscar excepciones, tangentes y atajos en lugar de abrazar la regla como aliada. Suena como un reclamo nostálgico, pero es más una tesis incómoda: mientras culpamos a la política o a la sociedad, ignoramos que el verdadero obstáculo somos nosotros mismos, “con nuestra herencia de astucias mestiza, turca, española, árabe y demás, teñida con malicia indígena”.
Nuestra legislación regula hasta de quién es un racimo de plátanos que crece en mi patio pero echa frutos en el patio del vecino, pero seguimos fallando en lo esencial, y es que mientras no cambiemos las prácticas sociales, la cultura cotidiana de la excepción y la percepción de impunidad, Colombia seguirá siendo un país con leyes de papel, de muchas prohibiciones, de muchas normas, pero poco cumplimiento real. El avance no está en legislar más, sino en transformar lo que pensamos, lo que aceptamos como normal o más bien lo que sentimos como obligatorio. Debemos entender que la sobreregulación no es solución, sino síntoma. Colombia legisla bien, pero sociológicamente hoy sigue siendo una patria boba, un despropósito. El problema de Colombia no es más que el mismo pensamiento natural del Colombiano: no se trata de un problema político, sino sociológico y educativo.
Una sociedad que regula la propiedad de un racimo de plátanos, pero no su propia madurez; paradójico. De ser una sociedad madura, no habría un conflicto por un racimo de plátanos.
Colombia es eterna víctima de su pensamiento; no nos consumen los políticos, sino nosotros mismos con nuestra mente podrida de malicia barata y pereza disfrazada de astucia, nos consume ese "pensamiento natural del colombiano" que tanto romantizamos como si fuera un chiste criollo, pero es en realidad un veneno que nos pudre las entrañas. ¿Por qué buscar evadir la regla? Porque, claro, somos vivos, o cobardes más bien saliendo por la tangente como ratas de un barco que se hunde, inmaduros hasta la médula. Seamos honestos: nuestras herencias mestizas, turcas o indígenas no son más que el pretexto perfecto para no mirarnos al espejo y admitir que padecemos de malicia crónica, que pedimos que se legisle para aparentar decencia, pero que a diario la corrupción se duerme y despierta con cada uno de nuestros actos. Una sociedad atada a una inmadurez prehistórica, que a su vez la ata a ciclos de violencia y conflictos sin razón. Tal vez es momento de aceptar que somos el cáncer de nuestra propia nación, astutos para evadir y maliciosos, pero estultos a la hora de construir algo sólido, estultos para darnos cuenta que Colombia no se cambia con más millas de leyes, ni con lamentos. Se salva cambiando una mentalidad arraigada desde niños y que hoy como adultos hace parte de nosotros.
¿Colombia, entonces, puede salvarse?



