top of page

Del ministro al ciudadano

Samuel Sanabria.jpg

Juana Canela Peñuela

Universidad Externado

Se repite con frecuencia, y con un fastidio compartido, que la corrupción es el mayor mal de Colombia. La que explica casi todo: carreteras inconclusas, hospitales sin insumos, escuelas que se caen, sueños marchitos. Lo curioso es que, cuando lo decimos, solemos pensar en políticos, en alcaldes que se embolsillan comisiones o en congresistas que negocian contratos como quien intercambia estampas. Siempre son “ellos”, nunca “nosotros”.


Pero hay un detalle que incomoda, y que tal vez preferimos callar: el ciudadano común, el que viaja en TransMilenio, el que paga impuestos a regañadientes, el que se lamenta en la mesa del almuerzo, tampoco está libre de culpa. ¿Con qué autoridad puede reclamarle al político el dinero robado quien se cuela cada mañana por la puerta del bus, convencido de que “no pasa nada”, de que el Estado le roba primero y que por eso está justificado hacer la trampa? Ese gesto minúsculo, repetido miles de veces, no es muy distinto en esencia al del funcionario que se queda con el 35% del contrato de una carretera. La escala varía, sí; la coartada también. El principio, no tanto.


Decir que algo está mal porque está mal parece casi ingenuo en estos tiempos. Hemos sofisticado tanto la excusa que ya no aceptamos esa simpleza. Siempre habrá un pretexto: que el sistema es injusto, que los demás lo hacen, que nadie vigila, que “no se pierde nada”. Y sin embargo, ¿qué otra brújula queda, si no esa? Hacer lo correcto, no porque alguien mire, sino porque la alternativa es, aunque nos cueste admitirlo, corromperse uno mismo.


Lo terrible es que incluso el político honesto se ve sometido a la prueba. Cuando le ofrecen millones a cambio de firmar un documento, cuando le dicen que “así funciona”, que si no acepta será otro el que lo haga. ¿Qué diferencia sustancial hay entre ese momento y el instante en que el pasajero decide colarse en el bus? La tentación es idéntica: aprovecharse del hueco en el sistema, convencerse de que la pequeña infracción no dejará huella.


Tal vez por eso la corrupción no se detiene nunca, porque la hemos naturalizado de arriba abajo, del ministro al ciudadano, del contrato multimillonario al pasaje de dos mil pesos. Cambiar, si acaso es posible, comienza por las cosas nimias, por ese instante en que alguien dice: “No, yo pago, aunque no me vean”. No es un gesto heroico ni lo convertirá en santo. Es, simplemente, el único modo de que el reproche al poderoso no suene a farsa.

ISSN: 3028-385X

Copyright© 2025 VÍA PÚBLICA

  • Instagram
  • Facebook
  • X
bottom of page