Sobre la idealización de algo que nunca existió

María José Valencia Cadena
Universidad del Rosario
Por fin he encontrado un tema que me resuena, con el que conecto, que me gusta. Siempre me encantó todo lo que tuviera que ver con el romance, esa idea del amor que nos vendían las comedias románticas —perfecto, color de rosa— donde de alguna u otra manera lograban inculcar esa idea de enamorarme de ese mismo amor y encontrar a mi otra mitad como mi objetivo más importante en la vida; aunque, fuera de la pantalla, esa ilusión tiende a volverse más confusa de lo que ya es, porque nos enseñan a enamorarnos del amor, pero no a manejar la parte que más duele, la que no encaja en ese guion romántico. Pero, ¿por qué no nos atrevemos a hablar del camino que tenemos que recorrer hasta ese fin? ¿De las infinitas decepciones e idealizaciones que nos hacen perder la esperanza en ese amor del que tanto hablamos? Inevitablemente, puedo decir que todos hemos pasado por ese momento en donde la vida nos pone frente a nosotros a esa persona que parece ser lo que siempre estuvimos esperando, ignorando sus defectos, su realidad, y viendo solo lo que queremos ver… O lo que nos quieren mostrar.
Y es que la idealización frente a cualquier vínculo es la condena directa a la decepción, pues nos encargamos de crear expectativas, escenarios (tal vez) improbables, todo esto buscando saciar nuestros deseos —o nuestros vacíos— a partir de algo que ni siquiera existe. Cuando sentimos tanto, con tanta intensidad desde el primer instante, somos capaces de poner en un pedestal a esa persona con tal de que no se vaya, con tal de que nos siga mostrando eso que queremos ver para entusiasmarnos con nuestra propia idealización. Y es ahí cuando entiendo que lo que duele no es perder a esa persona, sino aceptar que nunca existió esa parte que nos llenó de ilusión. Lo que me hace pensar que con el tiempo solo queda entender que idealizar a las personas, sus actitudes y sus esfuerzos mínimos también es una manera de escapar de la realidad, de nuestra propia realidad, de esa que no se siente tan mágica como las películas. Porque como seres sintientes tendemos a preferir sostener una ilusión —que en definitiva no existe— a enfrentarnos a una realidad del amor que más allá de ser sólo color de rosa, también trae consigo una escala de grises.
Pero madurar también es darnos cuenta que decepcionarnos nos sana y nos enseña, tal vez a largo plazo, pero jamás termina siendo en vano. Porque justo ahí, cuando se cae la fachada de la ilusión y decidimos abrir los ojos, todo parece ser más claro, el rosa y el gris se empiezan a mezclar y demuestran que el amor no se trata de la perfección, de aferrarse a lo ideal, sino enamorarse también de lo imperfecto, de todo aquello que sí es de este mundo, de lo real.
Después de todo lo dicho, sigo manteniendo mi posición; todos en algún momento hemos amado a un fantasma que siempre quisimos que fuera real y, aún así, eso también es belleza —o amor— porque es la fiel prueba de la intensidad con la que el ser humano puede llegar a sentir, a creer, a amar.
Pero por más que la idealización muestre nuestra vulnerabilidad, no es la solución más pura, mucho menos la más sana. Porque vivimos en un mundo que nos enseña el “arte” de la idealización como una costumbre, nos enseña a encontrar a nuestra otra mitad —como lo mencioné antes— pero lo muestra como un fin, más no como un proceso, como si todos tuviéramos que llegar a la misma meta y, por lo mismo, viéramos cosas donde no las hay, y sentimientos donde no existen.



