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Tierra adentro

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Isabella Sánchez Bustos

Universidad Externado

En el campo, el día inicia con el canto del gallo que anuncia una nueva jornada de trabajo. La vida empieza antes que el sol. En los llanos, en las montañas, en los valles, alguien se amarra las botas, se pone el sombrero, toma el azadón y camina hacia la tierra. Allí, entre el silencio del viento, el rocío o el ruido de los animales, late el corazón más fiel de Colombia: el del campesino.


Ellos y ellas conocen la paciencia como nadie. Esperan la lluvia cuando el cielo se resiste, confían en la semilla aun sabiendo que el clima o los precios pueden traicionarlos. Sus manos agrietadas son libros abiertos donde se puede leer la historia del país. Son testigos de la dureza de la vida, pero también de su belleza.


En el campo colombiano se respira una mezcla de esperanza y cansancio. Los días pasan entre la cosecha y el olvido, entre la ilusión de una buena venta y la tristeza de los caminos que se derrumban. No hay mucho ruido, pero sí muchas voces que el país no ha querido oír. Voces que hablan de abandono, de promesas incumplidas, de niños y niñas que crecen viendo a sus padres sembrar con la fe de que algún día el Estado también mire hacia la tierra.


En los Llanos, el horizonte se estira hasta donde la vista no alcanza, y el sol cae como un fuego lento sobre el pasto, escondiéndose y dejando atrás un fondo naranja y rojo, característico del hermoso llano. En las montañas, el frío cala los huesos y nubla la vista, pero el trabajo no se detiene. En los valles, los niños corren entre los cultivos y aprenden desde temprano que el esfuerzo no se hereda: se vive.


Cada paisaje tiene un acento distinto, pero la misma historia de dignidad.


Los campesinos y campesinas colombianos no quieren lástima. No quieren más dolor ni frustración. Quieren ser parte del país que sostienen. Quieren que su trabajo tenga valor, que su voz pese, que la educación y la salud lleguen al campo con la misma fuerza con la que llegan a la ciudad. Quieren que el camino de tierra se convierta en carretera, que la palabra progreso también signifique algo para ellos.


El Estado los visita en elecciones, pero los olvida en los días de cosecha. Les habla de desarrollo, pero les niega las herramientas. Y, aun así, resisten. Se aferran a la tierra como quien se aferra a la vida. Saben que la tierra también sufre, pero nunca dejan de darle amor.

Porque el campo no solo da comida. Da raíces. Da identidad. Da sentido.


En esas manos que siembran y cuidan el ganado se escribe la historia que otros olvidaron leer: la de un país que respira gracias a quienes lo alimentan.


Hay una tristeza profunda en el campo colombiano, pero también una belleza que no muere. Está en la mirada de quien trabaja sin que nadie lo vea, en la fe de quien confía en la tierra a pesar de todo. Ellos son la prueba viva de que la esperanza no se pierde, solo se cultiva.


Colombia no puede seguir dándole la espalda al campo. No puede seguir creciendo sobre el cansancio de quienes la sostienen. Porque cuando el campesino calla, calla también la tierra; y cuando el campo se apaga, el país deja de respirar.


El campo no es un paisaje: es una herencia. Es la voz que viene de lejos, el eco que nos recuerda quiénes somos.


Y mientras haya alguien arando la tierra, habrá un país posible.


Porque en cada semilla que cae sobre el suelo colombiano, late un pedazo de patria.

ISSN: 3028-385X

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