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Jesús fue amor, la iglesia a veces no

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Laura Sofía Suárez

Colegio León Magno

Jesús, ya sea que haya existido o no, representa más que una figura divina: encarna un modelo de humanidad que muchas veces sobrepasa incluso lo religioso. Fue —según los relatos— un hombre que no buscó dañar, no pecó, no vulneró a nadie, sino que dedicó su vida a ayudar, guiar y servir. Se convirtió, así, en un prototipo de hombre perfecto, digno de admiración, de respeto, incluso de amor. Su muerte, entendida como un sacrificio por los demás, lo hizo aún más cercano al corazón humano.

 

Hasta ahí, todo bien. Si se trata de tomarlo como un símbolo universal de bondad, su figura es tan válida como la de Buda, Quetzalcóatl o cualquier otro referente espiritual. El problema real nace cuando esta imagen se convierte en instrumento de poder, control o manipulación, y se erige sobre ella una estructura que en muchos casos deja de lado su esencia original, la iglesia.

 

Desde mi perspectiva, la iglesia —no hablo de la fe ni de la espiritualidad— ha terminado siendo, en muchos contextos (no todos), un espacio comercial. No solo mueve dinero, sino que también rige, guía e incluso impone ideologías, muchas veces rígidas, cerradas y profundamente alejadas del mundo real. Y lo más delicado, estas ideas son transmitidas por personas, no por divinidades. Personas que, como cualquiera de nosotros, cometen errores, tienen intereses y, en ocasiones, caen en hipocresías graves.

 

¿Cómo puede alguien transmitir el mensaje de un dios perfecto siendo humano, terrenal y pecador como todos? No se trata de exigir pureza total, pero sí de reconocer que no todo el que predica, practica. Hay sacerdotes, líderes y creyentes que usan la palabra de Dios como escudo, como arma o como excusa, y la aplican solo cuando les conviene. Y eso duele. Porque no solo tergiversa un mensaje noble, sino que hiere la fe genuina de millones que sí creen desde el corazón.

 

A eso se suma otro punto clave: la Biblia no fue escrita por Jesús ni por Dios. Fue escrita por hombres. Hombres con ideas, temores, contextos culturales propios de su época. Por eso no sorprende que dentro de sus páginas haya pasajes que hoy resultan incoherentes, contradictorios o incluso violentos. ¿Cómo pedirle a alguien que abra su mente, si todo lo que sabe del mundo está encerrado entre tapas de un libro milenario, sin cuestionamientos ni actualizaciones?

 

La fe no debería ser prisión, ni ceguera. La espiritualidad, en su esencia más pura, es libertad, búsqueda interior, compasión. Pero cuando se vuelve una estructura de poder, un negocio, o una voz que silencia otras voces, deja de ser sagrada.

 

No se trata aquí de atacar la fe de nadie. Al contrario. Se trata de invitar a pensar, a cuestionar, a entender que creer no es obedecer ciegamente, y que Dios —si existe— seguramente querría más humanos reflexivos, libres y justos, que fieles sumisos que repiten sin pensar.

 

Al final, la religión debería unirnos en lo humano, no separarnos en dogmas. Y quizá, si volvemos a mirar a Jesús como ese ejemplo de amor, entrega y humildad —más allá de lo divino—, podamos construir una espiritualidad más honesta, más consciente, y menos lucrativa.

ISSN: 3028-385X

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