_edited.jpg)

Juan Camilo Echandía
Universidad de los Andes
Lo encontraron muerto una mañana de abril. Había estado tendido durante tres días sobre el haz de viejos trapos, pedazos de cartón reciclado, latas y cobijas rotas, incoloras, que durante treinta años habían constituido su peregrino hogar. El cadáver frío y abandonado exhalaba una inmundicia insoportable. La virulencia se colaba con saña en los orificios sensibles que al poco percibir un olor se trastocan en monstruos de la náusea y el asco. Fue recogido sin mayor interés de los presentes, que si en vida habían tenido su presencia por un sueño que más valía olvidar, ahora que estaba muerto era algo inferior a los seres que recorren el mundo penando su alma sin redención. Invisible siempre. El único espectador atento al hecho fue un gato distante, de ojos grandes y glaucos, de pelaje plomizo interrumpido por manchas densamente negras, resultado de su andar callejero. Su atención era casi heráldica, como un anuncio que va ascendiendo desde el silencio y la indiferencia para tornarse en un grito de espanto y agonía.
El hombre llevaba consigo, en la hora de su muerte, un largo abrigo que casi envolvía su cuerpo hasta las pantorrillas. Una prominente joroba asomaba en su espalda cubierta. Su total calvicie contrastaba con una larga barba, humedecida por los fluidos que resbalaban de su boca, una secreción amarillenta que se colaba por entre la urdimbre inmunda. Era la muerte celebrando su fiesta. Se encargó a los servicios de limpieza de la ciudad la remoción de todos los objetos que constituían el entorno de este desdichado. Cuando, por la indiscreción con la que se administró el descubrimiento, se supo lo que este hombre era en realidad, se coló en las masas una fiebre por hallar sus pertenencias. Sin embargo, la basura es la Nada de nuestro tiempo, como monstruo devorador que es, se tragó en su entraña todo rastro. Lo único que quedó fue un papel emborronado por un alfabeto indiscernible. Parecía tener cierto parentesco con el sánscrito, pero la investigación filológica ha revelado que no es así. No se ha rastreado tampoco ninguna familiaridad con alguna lengua védica. Algunos signos que parecen pertenecer a lenguas cuneiformes hacen verosímil la hipótesis de que se trata de un sistema alfabético mucho más antiguo que el sumerio.
En todo caso, la fama de la que este hombre se haría merecedor, aunque fuera en la muerte, aún demoró. Tras ser recogido, fue puesto en un cajón metálico de la morgue y allí esperó tres días más hasta que las sucias ropas fueron retiradas y su secreto revelado. En esos tres días sucedieron los presagios más fatales en el lugar de su muerte, pero nadie se percató de ellos. En el primer día se avisoró un cuervo negro que engullía los ojos extraviados de un perro muerto. En el segundo, una prostituta fue apuñalada múltiples veces, murió sola. En el último día un sauce egregio fue profanado por la micción de un asesino borracho, vagaba errando sin lugar en el que dormir. Cuando finalmente el cuerpo fue desenvuelto, se descubrió la criatura más insólita. Lo que se tenía por una joroba prominente eran en realidad dos alas fracturadas. Debieron tener un gran tamaño, pero habían sido parcialmente mutiladas. Las piernas eran las de un animal grande, parecidas a las de un proto, pero envilecidas por un andar solitario y triste. Las pezuñas se veían gastadas, una de ellas tenía la infección pútrida de una herida grande y redonda. Sorprendió que tuviera el genital masculino y los pechos grandes de una mujer. No sorprendió, por contraste, encontrar una cola rala que terminaba con un puntiagudo copete de pelo.
Se ha dicho que al difundirse la noticia del descubrimiento se despertó una fiebre por encontrar los objetos pérdidos de esta criatura. No sólo fue eso. Dieron vuelo las especulaciones más inverosímiles sobre su naturaleza. Los más sensatos de la discusión trataron al principio de dar una explicación científica. Pero al hacerse patente el decidido fracaso que tendrían las ciencias de la naturaleza, la discusión pasó a manos de la prensa. Allí tomó fuerza la tesis de que se trataba de una invención, un mero simulacro calculado para distraer los intereses de las urgencias impostergables…como siempre, estas quedaron sin precisar. Más afortunadas fueron las explicaciones que las mitologías de todo tipo lograron dar. Algunas enseñaban que se trataba del anticristo vencido por la fuerza del bien, invisible para nosotros y que sólo se manifestaba para dejar testimonio de su presencia en el cuerpo lacerado y muerto de este pobre diablo. Otros creían que se trataba de un segundo mesías que, habiendo reparado en el fracaso del primero, se había hecho hombre y mujer, persona y animal, demonio y dios para conciliar todas las contradicciones en un sólo ser. Hubo quienes agregaron que se trataba de un mesías venido y pasado en silencio, sin nada que enseñar. Confundiéndose con el mal, murió abandonado de Dios.
No pretendo, no quiero, consignar aquí todo lo que se dijo. Nada me parece que deba ser dicho. Sólo dejo constancia de un evento que podría tener importancia, pero que aún no comprendo. Después de transcurrido un año, llegó hasta mí un hombre viejo que iba rumiando no sé qué palabras. Llevaba un abrigo corto, agujerado y sucio. Tenía una elegancia incomprensible, tal vez eran sus gestos o su lentitud al andar. Era cojo y se apoyaba en un tubo verde de construcción que hacía las veces de bastón. Me tomó la mano y pidió muy cortésmente que fuera con él a la banca que estaba justo detrás de nosotros. Era ciego y no había ninguna señal de que, en este respecto, me estuviera engañando, por lo que la precisión de su señalamiento fue sorpresiva. Nos sentamos.
-¿Sigues indagando el misterio de las palabras?, preguntó.
En ese entonces me dedicaba a descifrar los garabatos incomprensibles legados por la criatura.
-Sí, le dije, pero cómo sabe usted que yo…
Me interrumpió poniendo su dedo en mis labios.
-Lo haces en vano, dijo, es un lenguaje indescifrable para los hombres, pero te puedo revelar su contenido.
En ese momento sentí una exaltación que casi no pude refrenar. Sin saber por qué, mi confianza en ese viejo era ciega y me entregué a la dicha que prometía con la docilidad de un niño.
-No es muy complicado, a mi parecer es un pedazo de diario o algo así, ridículo. Bueno, aquí va: “ella ha venido solitaria para hacerse bestia hombre mujer y puta, pero nadie la ha visto y se ha ido muerta, en silencio”.
Quedé desconcertado, no decía mucho. Era casi vulgar, incluso vulgar. El hombre se disponía a seguir su camino, pero le detuve y pregunté:
-Si usted es hombre y ciego, ¿cómo pudo leer el papel?
-No lo leí, dijo- y señalando un punto detrás de mí- aquel me lo susurró la noche en que murió.
Cuando volteé vi un gato distante, de ojos grandes y glaucos, de pelaje plomizo interrumpido por manchas densamente negras, resultado de su andar callejero.