Los sin nombre

Imagen de portada de Kentukis, de Samanta Schweblin. Editorial Random House, 2018

Ana Karina Canchila
Universidad del Quindío
También yo he sentido el deseo de habitar lo anónimo, de abusar de aquel sin nombre con ánimos perversos y dañinos que en mi identidad no hallan cabida. Samanta Schweblin —autora de Kentukis, Pájaros en la boca, Siete casas vacías y otras obras— apuesta a un futuro distópico en el que el ser deja de ser sí mismo para incursionar en distintas identidades. La tecnología se convierte en la aliada principal en esta fechoría; los sin nombre se ocultan tras kentukis con la voluntad de saciar su soledad, el sinsentido al que se encuentran sometidas sus propias vidas o, en su defecto, el morbo de vivir como cotidiano lo ajeno. No es extraño que la autora sorprenda con la transformación de la rutina como portal a mundos fantásticos; una vez más, nos demuestra cómo lo absurdo vive en el aquí, en el ahora y que lo verdaderamente extraño es la venda que por mucho tiempo ha obnubilado nuestros ojos de la realidad desconocida.
Decía Maquiavelo: «El hombre es malo por naturaleza, a menos que le precisen ser bueno». Está claro que la sociedad se encuentra regida por unas conductas del buen actuar. Estas leyes y normas determinan los derechos y deberes de los que gozamos como ciudadanos del mundo. Uno de los derechos más preponderantes es la identidad, pero ¿qué hay de nosotros sin esta magna? Nuestra identidad nos somete a la aceptación del poder sobre nuestros hombros, sin ella seremos esencia; sin ella seremos por completo nosotros. Seremos pues guiados por pulsaciones, deseos, instintos que, si bien pueden llegar a favorecer a las gentes, destilan también una gran carga nociva. Entonces, la maldad reclama rostros.
Como en Siete casas vacías, sé que no he sido la única caminante ingenua que atisba mirar lo poco que se puede observar a través de las ventanas de las casas. No a modo de panóptico, por el contrario, la idea de vivir una realidad ajena aliviana la pesadez de cargar con la identidad corriente del día a día. Aquella que nos subyuga a una coherencia entre lo que se piensa, se dice y se hace. No siempre deseo ser consecuente. Tal es la tensión que, al llegar Halloween, disfruto ocultar mi rostro tras un disfraz. Que aquel sin nombre se convierta en el genuino responsable de mis actos me amplía el horizonte, los alcances y, por supuesto, los más reprimidos deseos.
En Kentukis, el sin nombre reclama sentido, «quienquiera-que-fuera no podía ver bien. Le gustaba que el bicho se refugiara bajo la sombra de su cuerpo». La idea de los protagonistas de contemplar un ser doblegado a su sombra parecía generarles disfrute, orgullo, poder. En dicotomía entre «ser» o «tener», son diversas las motivaciones que movían a los personajes a adquirir un nuevo huésped o, de otra parte, a explorar lo desconocido. Esta realidad se filtra en la experiencia propia de poseer un dispositivo electrónico capaz de reconocer nuestro rostro, nuestra voz, seguir comandos sin necesidad de contacto; así, de a poco transitamos sobre el futuro distópico.
¿Se requiere valor para ser quien en realidad se siente? Pienso que son infinitas las alternativas de acción al estar cohesionados al sin nombre. La identidad políticamente correcta actúa en repulsión de nuestro yo. El riesgo de vivir cubierto por otra piel es que esta debe ser alimentada por un sentido de independencia; al no estar emancipados, aquella aventura llegará a su fin. «Un segundo después, el controlador de su computadora se cerró y un cartel rojo anunció «Conexión finalizada», seguido del tiempo total de conexión del K7833962: cuarenta y seis días, cinco horas, y treinta y cuatro minutos». Así, al haber perdido una vida, no hay más remedio que seguir sujetos a nuestra identidad otorgada.
De otra parte, una de las más poderosas virtudes de la humanidad es el contacto, la capacidad de afecto con el otro. Situados en la comprobable premisa de que todo es finito y acabable, transgrede la realidad el sentimiento de dependencia emocional vinculado a una cosa, después de todo, inerte. «Si su mirada se desviaba al osito los ojos volvían a llenársele de lágrimas». ¿Acaso es nuevo apreciar lo material? Nuestra mentalidad es tan pobre que pensamos que la riqueza se manifiesta en posesiones. Aquel vínculo existente entre el «ser» y el «tener» kentuki se materializa en emociones que se van construyendo gracias a compartir un espacio. Una mascota convertida en parte esencial del cotidiano sobre la cual el amo gobierna y considera las dosis de poder servida, ¿así funciona? ¿Poseemos en verdad la potestad sobre el poder que le damos a las cosas/ los seres?
Sin duda, Schweblin pone en acción su ingenio de proponer al lector un ejercicio de conciencia. ¿Cuál es en realidad nuestro rostro? Definir lo profundas que han sido las influencias sociales sobre nuestras ideologías, moralidad y conciencia colectiva ha de ser un arduo trabajo. El hito de que lo sobrenatural habite con nosotros no es nuevo; las tecnologías han rebasado por completo nuestra línea de pensamiento, reflexionar acerca de lo que sigue es ahora nuestro motor. Con lo rápido que avanza el reloj hay apenas tiempo para descubrirnos fuera del sistema panóptico que nos somete y adoctrina. Aún hoy diviso las casas ajenas, finalmente, es cómodo andar en dos ruedas.