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"Mátenme porque me muero"

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Sara Catalina Pedraza

Universidad Javeriana

Esa gran frase de Caifanes: “Matenme porque me muero, matenme porque no puedo”. Como si uno pudiese morir mientras está vivo, como quedarse sin aire teniendo oxígeno, o, por ejemplo, como la violencia en Colombia, que con tantas muertes parece viva.

Es esta una lectura sobre los muertos de la ciudad que aún no hemos matado, quizás porque olvidamos que existen. Hablar de las cosas, de los semáforos, de los animales, de los carros, de los árboles, de las piedras o de las sillas es casi imposible sin conectarlos con alguna problemática o utilidad. Se habla de las calles cuando tienen huecos, de los árboles cuando se caen, de los animales cuando están en vía de extinción, del carro cuando se daña. Esta realidad es muy antrópica, como describió Rosi Braidotti: “El estándar humano representa la regularidad, la regulación y la reglamentación. Funciona trasponiendo un particular modo de ser humano en un modelo generalizado, que es categórica y cualitativamente distinto de los otros sexualizados, racializados y naturalizados”. Para darnos cuenta de los otros que no son humanos.

Hablemos del agua en Bogotá, esa pobre que ha sido nombrada al lado de la palabra racionamiento. Ella, acostumbrada a estar con palabras más generosas, ha compartido oración  por un año con una palabra tacaña.

Su mamá, la lluvia, tampoco la pasa tan bien. Muy frecuentemente tiene la terrible compañía del signo de pregunta y admiración, nadie la grita, todos la preguntan para prepararse ante su presencia. Como si todos tuviesen que prevenirse de ella, se avisan de la lluvia, se llaman por teléfono para confirmar su presencia y, peor aún, han creado herramientas que desde días anteriores ya saben de su llegada. Han descubierto el truco y, para lamento de unos pocos, han revelado las dinámicas de su presencia convirtiéndola en una certeza y abstrayendo de ella su mayor virtud: la sorpresa.

Definitivamente Bogotá se escribe en las ventanas de los carros mojados, y el racionamiento que tuvimos fue el publicista del cambio climático, recordándonos que el agua no se compra. El río Bogotá muy probablemente canta desde hace muchos años: “Matenme porque me muero”, ya resignado de la vida, pero aún existiendo para recordarnos sus muertes constantes, sus colchones que flotan, los aceites negros que lo recorren o las botellas plásticas que nadan allí. Tan solo tiene un suspiro de vida al bajar por el Salto del Tequendama, donde la velocidad de la caída permite purificar un poco su agua hasta llegar a Girardot y desembocar en el río Magdalena.

Lo bueno en ser lluvia es que no te aplican racionamiento, no nadan botellas plásticas en ti y mucho menos colchones. Lo bueno de ser agua limpia es que te pones escasa y te hacen famosa; lo malo es que eres generosa y te olvidan. Agua y racionamiento fueron tan felices siendo titulares de muchos noticieros y artículos que ahora desaparecen como los rostros en el río, perdieron acceso a edificios y conjuntos donde frecuentemente eran pronunciados y leídos. Ahora, ¿quién escuchará la palabra “agua"? ¿Quién leerá esta palabra en la cartelera de anuncios? ¿Quién la guardará en baldes como algo preciado? ¿Qué es el agua en Bogotá sin el racionamiento?

Si Bogotá tuviera respuestas, podríamos nadar en el río Bogotá, no en los charcos de cemento; podríamos navegar por agua sin trancones de cuatro ruedas y podríamos ser los publicistas del agua cuidandola en sus tiempos de generosidad para que no se escape donde el racionamiento, primo del cambio climático, dando quejas de nuestro comportamiento.

ISSN: 3028-385X

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