Pobres palabras

Juan Camilo Echandía
Universidad de los Andes
Cuando me puse a la tarea de escribir una columna de opinión y hacer aquello que tan desconsideradamente se hace con frecuencia, dar la opinión, no pude evitar pensar en lo que una amiga me dijera hace no mucho tiempo: las palabras, decía, deben ser valientes. Me entretuve pensando en esto, me parecía curioso decir que las palabras tienen valentía. No es que me sorprenda el hecho de que la valentía y las palabras estén asociadas, que haya valientes emisores, que abunden ejemplos de valientes por decir lo que dicen. Todo esto lo sé y, como reza la afortunada expresión castellana, se cae por su propio peso. Lo que me sorprendía, y aún sorprende, es el acto imaginativo implicado en la expresión, que las palabras, ellas, no el emisor, sean las valientes, que de pronto tuviéramos frente a nosotros, y no por nosotros, unos seres meramente audibles con la virtud de la valentía.
Creo que no habría razón para la escritura de esta columna si la cosa terminara allí. De pronto se me ocurrió pensar un mundo, claramente ideal, utópico, sin lugar en el mundo nuestro, en que las palabras fueran consideradas entidades… las únicas. En este mundo, por supuesto, no se podría sostener el hecho de que el hablante dice lo que quiere decir, que el decir sea un hacer libre, espontáneo. En este mundo la emisión de una palabra viene dada por lo que sea la palabra, hablar implicaría el nacimiento de un ser viviente, por efímera que sea su vida. El hablar sería una constante renovación del mundo, el decir y el germinar se identificarían absolutamente.
En este mundo, donde todo lo que hay es palabra, tendríamos que conservar el tiempo de emisión como el tiempo de los seres. Todo pasaría al vuelo en instantes tan vertiginosos que no tendríamos ninguna imagen fija de lo que acaso haya sido el mundo, lo que sea ahora o lo que podría ser después. Si excluimos el silencio, obtendríamos un fluir incesante. Si consideramos las tonalidades, un variopinto paisaje de especies sonoras. Si hacemos distinciones morfológicas, tendríamos una zoología de los seres audibles. Las posibilidades se extienden más allá de lo que conviene decir aquí.
Lo que en este punto me retenía en la fantasía eran las posibilidades del orden moral. Se me ocurrió que la verdad no sería un valor apropiado en este mundo, si las palabras son todo lo que hay, ninguna expresión puede ser falsa, es lo que es. A lo mejor la verdad tendría que ser sustituida por la sinceridad, que es más la intención de ser auténtico. En vez de emitir lo verdadero, decir con sinceridad sería el núcleo y suelo de estas vidas tan peregrinas. También pensé que el sufrimiento de estos seres consistiría en su desarreglo, en ser puestas caóticamente. Por eso el arte de la palabra, en el sentido más generoso que podemos dar a esta expresión, sería el origen y fin de la bondad en este mundo. Pensé entonces en el trato de estos seres entre ellos. Un trato gentil por su delicadeza, una solidaridad consistente en la atención, una religión fundada en la regeneración perpetua de la vida.
La fantasía paró, y como siempre sucede con lo fantástico, albergué el deseo de que el mundo se pareciera un poco más a ella. ¿Qué sería de nuestro mundo si las palabras se nos presentaran como seres? No lo sé, pero acaso sea mejor, antes de lanzarse a las palabras y, con ello, lanzarlas a ellas, tener el cuidado de ser sinceros con ellas, de tratarlas como si fueran algo más que nosotros, pensar los versos de Rilke como advertencia y norma: “Cuánto quiero a las pobres palabras, que tan míseras/ están a lo diario; a ellas, las invisibles/ palabras. De mis fiestas les regalo colores:/ sonríen, y se ponen alegres lentamente”.