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Ríos de paz y tierras de justicia

Foto: Picture Alliance (Getty)
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Marlon Andrés Castañeda

Politécnico Grancolombiano

Los ríos de Colombia han arrastrado durante décadas sangre, petróleo y memorias rotas. Son víctimas silenciosas de un conflicto que también contamina el agua. El Atrato, que recorre 750 kilómetros desde el Chocó hasta el mar Caribe, ha sido testigo de bombardeos, minería ilegal y una muerte progresiva. El Magdalena, con sus 1.540 kilómetros de historia fluvial, nace en el Macizo Colombiano y atraviesa departamentos como Tolima, Caldas y Santander. A él le ha tocado cargar los cuerpos de las víctimas de una guerra que aún no termina. Ambos ríos no solo han sido rutas de vida, sino también escenarios de violencia.

 

El desplazamiento forzado, el reclutamiento de menores, la desaparición, el homicidio y el secuestro son piedras que reposan en las aguas del río Atrato. En su cuenca, comunidades afrodescendientes e indígenas han sido víctimas históricas del conflicto armado. Según la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP), entre 1964 y 2016 se documentaron más de 14.000 víctimas de violencia sexual con pertenencia étnica y otras 67.000 cuyos orígenes aún se desconocen. Mientras tanto, el 91,6% de los reportes de daño ambiental en estos territorios se relacionan con la minería ilegal y la explotación indiscriminada de recursos. Durante décadas, estas comunidades han recibido como respuesta fumigaciones a su esperanza, bombardeos a sus memorias y campamentos armados sobre sus territorios sagrados.

 

En una situación similar se encuentra el río Magdalena, cuya corriente, desde los años sesenta, arrastra el olor del petróleo, la sangre y la injusticia. El canal del Dique, una obra hidráulica construida hace siglos para facilitar el transporte fluvial y el riego agrícola, conecta este gran río con el mar Caribe. Sin embargo, según denuncian comunidades ribereñas, ese canal ha sido más bien un conducto para la exclusión de poblaciones negras, afrocolombianas, palenqueras, indígenas y campesinas, que históricamente han quedado por fuera de las políticas estatales de redistribución. A finales de los años sesenta y comienzos de los setenta, la costa Caribe fue escenario de los primeros cimientos del tráfico de marihuana. Los grupos criminales se valieron del conocimiento ancestral de las comunidades sobre el río para trazar las rutas del narcotráfico. Más tarde, en los ochenta, los narcotraficantes se aliaron con grupos armados para ejercer control sobre el territorio, la economía local y la vida misma, dejando una profunda huella de violencia que aún hoy deteriora el tejido social de la región.

 

Tenemos un agua subterránea que no es apta para consumo humano, pero como no todos tenemos la oportunidad de comprar el agua potable, tenemos que consumirla; no tenemos un buen puesto de salud, no tenemos unas buenas calles, como ustedes las miran, no tenemos alcantarillado (CNMH, DCMH, poblador de Arjona, Bolívar, julio de 2023).

 

Tras la firma del Acuerdo de Paz en 2016, la JEP ha reconocido que el conflicto armado en Colombia no solo causó daños humanos, sino también afectaciones profundas a los animales, las plantas, los ríos y la identidad cultural de las comunidades. Ese mismo año, la Corte Constitucional emitió la histórica Sentencia T-622, en la que por primera vez en Colombia y una de las primeras en el mundo se reconoce a un río como sujeto de derechos. En ella se declara al río Atrato como un ente viviente, con derechos a ser protegido, conservado y restaurado. Además, se ordena la creación de una figura de guardianes del río designados entre representantes de las comunidades étnicas y el Estado —con el propósito de vigilar la erradicación de la minería ilegal y garantizar la restitución de los derechos colectivos. Sin embargo, a pesar de lo que dicta la ley, muchos de estos compromisos aún no se cumplen sobre el terreno.

 

En un panorama similar se encuentra el río Magdalena, al cual la JEP acreditó el pasado 9 de mayo de 2025 como víctima y sujeto de derechos en el marco del Subcaso Magdalena Medio del Caso 08, que investiga crímenes cometidos por miembros de la fuerza pública y grupos paramilitares durante el conflicto armado. Esta decisión responde a la contaminación ambiental por hidrocarburos y al debilitamiento del tejido social de las comunidades ribereñas. Los próximos pasos incluyen la elaboración de un plan de acción para el río Magdalena, condicionado a la aprobación del Proyecto de Ley No. 038 de 2023, y la verificación del cumplimiento de estas medidas por parte de la Procuraduría General de la Nación.

 

El enfrentamiento de grupos armados ilegales provoca derrames de crudo en los ríos, afectando la tierra de cultivos de maíz, frijol y caña, que son el sustento de muchas comunidades. Para que haya justicia fluvial y territorial, el Estado debe estar presente. El Chocó se encuentra en el epicentro de la violencia entre el ELN y el Clan del Golfo, un paraíso natural, económico e ilegal en el que las comunidades denuncian la ausencia de las entidades estatales en las mesas de diálogo. Allá, en el fresco Chocó, las armas determinan el rumbo. Conservar la paz en los ríos es fundamental, porque han sido el sustento de comunidades que, a partir de sus cultivos y visiones, se han hecho visibles y se han reconocido en el territorio nacional. Estos hechos no pueden ser aislados del Estado, de los medios y de la sociedad civil. El Chocó no es solo Nuquí, y Antioquia no solo es la arepa de maíz. En los ríos de paz tienen que fluir memorias, para sembrar justicia en la tierra.

ISSN: 3028-385X

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