¿Y ahora qué?
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Alejandra Acevedo
Universidad Externado
Cuando Gustavo Petro asumió la presidencia en 2022, muchos sentimos que algo había cambiado en el aire político del país. Por fin una “izquierda” elegida democráticamente llegaba al poder ya que, por fin, los discursos de justicia social y dignidad para los nadies no venían solo de las calles, sino también de la Casa de Nariño. Sin embargo, a pocos meses de que se convoquen nuevamente campañas electorales, la pregunta es inevitable: ¿Qué queda de ese proyecto político? ¿Cómo llegamos a este punto donde ni siquiera es claro si podrá haber una continuidad? ¿En qué momento lo que parecía un cambio histórico empezó a parecer otra página más del mismo libro?
No todo ha sido negativo. Hay que reconocer las batallas que el gobierno ha dado contra estructuras que han perpetuado la desigualdad: la reducción significativa de la pobreza multidimensional, la destinación de más recursos a la educación pública, el impulso a una reforma agraria que intenta, por primera vez en mucho tiempo, devolverle algo de dignidad al campesinado. Incluso, la insistencia en una transición energética, aunque torpe en su ejecución, ha abierto un debate urgente que no podemos seguir posponiendo.
Pero las sombras no tardaron en aparecer. El "Gobierno del cambio" terminó evidenciando que no basta con cambiar de bando para transformar una cultura política profundamente corroída. Muchas de las figuras que acompañaron a Petro, lejos de representar un nuevo paradigma, reprodujeron prácticas tradicionales: clientelismo, negligencia administrativa, favoritismos y soberbia. Vimos cómo se caían ministros y ministras no por falta de capacidad técnica, sino por errores éticos que ya conocíamos bien, pero que esta vez venían disfrazados de progresismo.
Así, lo que pudo ser un ciclo histórico de transformación social, hoy está lleno de fisuras. La ruptura con sectores aliados, la incapacidad de consolidar mayorías parlamentarias estables y el fracaso parcial de las reformas estructurales (salud, pensión, laboral) dejan la sensación de una oportunidad que se va escapando entre los dedos.
Como si fuera poco, el limbo en el que se encuentra la reforma al código electoral siembra una incertidumbre angustiante sobre el futuro democrático del país. Con un registrador cuestionado, un sistema electoral sin reformas profundas y una ciudadanía crecientemente desconfiada, nos enfrentamos a un escenario donde no está claro ni siquiera cómo se garantizará la transparencia en las próximas elecciones.
No se trata de caer en la trampa de la polarización ni de repetir que "todos son iguales", como si la historia no nos enseñara diferencias importantes entre unos y otros. Se trata, más bien, de hacernos cargo de que los problemas del país no son propiedad exclusiva de una ideología, sino el reflejo de una cultura política que normaliza la corrupción, el caudillismo y la ineficiencia como parte del paisaje.
Tal vez ahí está el verdadero reto: reconocer que no basta con elegir al "menos peor" o al que dice lo que queremos oír. Lo que se necesita es una ciudadanía crítica, activa, dispuesta a exigir rendición de cuentas sin caer en el fanatismo ni en la apatía porque mientras sigamos esperando que un líder nos salve, seguiremos decepcionándonos.
De cara a las próximas elecciones, el panorama es incierto. Las promesas de cambio que alguna vez emocionaron a millones hoy enfrentan una profunda desconfianza. La derecha, mientras tanto, se organiza con el oportunismo que la caracteriza a la vez que la izquierda se fractura, desacredita y corre el riesgo de volver a ser marginal.
¿Y ahora qué? Ahora, más que nunca, necesitamos reflexionar colectivamente. No para alimentar el cinismo, sino para aprender y no volver a idealizar sin exigir, para dejar de repetir los errores de siempre con nuevos nombres y, sobre todo, para pensar un país donde el cambio no dependa de un gobierno, sino de una ciudadanía que no se rinde, que cuestiona y se organiza pues el cambio no se decreta desde arriba, se construye desde abajo —con errores, sí— pero también con memoria y con una voluntad que no olvida por qué empezamos a caminar.