A veces... callar es morir

Foto: Cortesía de la familia

Juan Martin Cardona
Universidad Javeriana de Cali
Sonó el teléfono. El dolor de cabeza que había tenido desde la mañana desapareció por un segundo. Era su suegro: “Mija, a Enrique lo acaban de montar en una camioneta negra. Me dijo que iba a solucionar unos negocios y que no lo esperen para el almuerzo.” Viviana sintió que se le paralizaba el corazón. “¿No sabe para dónde iban, don Gustavo?” le preguntó. “No, mija, ni idea”.
El día anterior, habían escrito en el portón de la casa las iniciales AUC. Las piezas encajaban. Una frialdad de tragedia se adueñó de la casa. Viviana se sintió desfallecer.
Enrique
Era un hombre trabajador, de carácter fuerte y metódico, pero muy amable. Provenía de una de las familias más pudientes del municipio; sin embargo, su infancia fue como la de cualquier otro niño ginebrino, corriendo entre las fincas de sus familiares y jugando en el río con sus amigos. Los días eran largos, sencillos, marcados únicamente por el ritmo de la naturaleza.
Pasó el tiempo, dejó de ser un niño y decidió seguir los pasos de su papá estudiando administración de empresas en la Universidad de los Andes, en Bogotá. Viajó aunque sin mayores gracias. Tarde se daría cuenta que ese no era su lugar. El clima, la gente y demás vicisitudes impidieron que terminara sus estudios allí, así que, tras una sincera discusión, terminó estudiando en la Universidad Santiago de Cali, con la idea clara de regresar a su terruño, Ginebra, Valle, donde vivía toda su familia y donde, como siempre lo afirmó, quería vivir él.
Todos en el pueblo lo conocían por su seriedad y cumplimiento. No era de los que contaban sus problemas; tal vez por eso nadie supo sobre las amenazas hasta que fue demasiado tarde. Enrique se limitaba a trabajar administrando las fincas de su familia con rigidez, soportando incluso cuando hurtaron su camioneta recién comprada con el pretexto de "no apoyar a la causa", o cuando amenazaron a su familia. También, seguramente, cuando le dijeron que lo iban a matar.
Los grupos al margen de la ley
Convivía diariamente con lo que, para la época, era el riesgo más fuerte: “de los que había que correr, los paracos” como les decían en el pueblo a los grupos paramilitares. Las organizaciones al margen de la ley buscaban aprovecharse precisamente de familias agricultoras o ganaderas mediante secuestros, torturas, robos y asesinatos. Era la forma más efectiva de sacar provecho de su dinero y de expropiar sus tierras. “Hablando francamente, a esa gente no les interesaban los ideales sociales o sus discursos progresistas; lo que les gustaba era la plata”, dijo Viviana, con una rabia profundamente transmisible.
Así pasó el tiempo. Años en los que Enrique sobrevivió, solo, a todas las adversidades, encarnando las injusticias de una problemática aparentemente interminable para la mayoría de campesinos emprendedores del país.
Su familia
Hasta que un día conoció a una mujer llamada Viviana, oriunda de Cali. “Trabajadora y paciente, pero más que eso, bondadosa, era su complemento ideal. Así la definía él”, asegura Rodrigo Robles, hermano de Viviana. Al poco tiempo se casaron y exactamente tres años antes de su muerte nació su primera y única hija, a quien llamaré María Victoria, por su privacidad.
Se sentía realizado; ya no estaba solo en la vida. Compartía con su familia tiempo de calidad que lo hacía olvidar las amenazas y los tragos amargos, al menos temporalmente. Iban a desayunar a la galería, donde doña Anita, una señora de edad considerable que, según dicen, “hace los mejores desayunos del pueblo”. A veces iban a almorzar a un pueblo un poco más arriba de Ginebra, llamado Costa Rica, y, finalmente, en las noches, junto a su esposa y su hijita, leían cuentos infantiles en el sofá mostaza ligeramente desteñido que yacía en la sala principal; su favorito era El Principito.
No todo estaba bien
Así transcurrían días largos que, acompañados por pinceladas de tranquilidad, interponían una gran cortina de humo sobre lo que realmente estaba sucediendo. El hostigamiento aumentaba y, con él, un peso incalculable sobre los hombros de Enrique. “Él hablaba de no martirizarse, de no andar haciendo bulla, pero vea, ahora eso son puras palabras vacías”, dijo su esposa.
“Ese día que encontré sobre la fachada el nombre de las autodefensas, lo primero que hice fue llamarlo. No sabía qué hacer. En lo que él contestaba, vino un señor delgado con un morralito escolar y botas pantaneras que me dijo: ‘después no diga que no le avisamos’ y se fue riendo”, cuenta Viviana. Como era costumbre, Enrique contestó y la intentó calmar, diciéndole que era gente desocupada, que no se mortificara por cosas insignificantes. ¿Quién sabe qué hubiera pasado si le prestaban debida atención a ese mensaje?, se lamentan ahora las víctimas.
Tres días después de la desaparición, la incertidumbre los consumía y ante la falta de respuesta sobre Enrique, las familias decidieron empezar a esperar lo peor. Fueron a potreros lejanos, hablaron con hospitales, preguntaron en centros de policía, teniendo siempre la misma respuesta. Las horas de aspecto taciturno azotaban los jardines descuidados de lo que en algún momento había sido un hogar lleno felicidad y color.
Fue hasta el 16 de marzo de 2004, en la estación de medicina legal de Palmira, que el hermano de Viviana, Oscar Robles, reconoció el cuerpo de Enrique. “Es una imagen que nunca se me va a olvidar”, dijo.
“Al final, todos lo apreciábamos; era como otro hermano. Gracias a Dios la flaca (Viviana) no tuvo que ver eso y pudo llevarse un recuerdo vivo de él, tal vez uno alegre o calmado o angustiado; cualquier cosa era mejor que lo que vi ese día”, expresó Oscar.
A pesar de las pruebas, los indicios y los testigos, el asesinato de Enrique quedó archivado como incompleto y nadie supo con certeza quién o quiénes lo mataron.
Esta crónica es tan solo una de las más de 9.000.000 de historias que podrían ser contadas en relación con las víctimas del conflicto armado en Colombia, según el Ministerio de Salud; otra de tantas que, como es normal en nuestro país, ha quedado en la impunidad.
Fin.



