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Aplausos para el verdugo

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María Fernanda Puentes

Corporación Universitaria Minuto de Dios

Hay quienes todavía se visten de gala para aplaudir la muerte. Pagan entradas, se sientan derechos, se abanican con elegancia mientras un animal tiembla de miedo en el centro de una arena que huele a sangre y nostalgia. Dicen que es arte, que es valentía, que es un legado. Pero no es más que un espectáculo de cobardía decorado con lentejuelas y pasodobles.

 

Se habla de toreros como si fueran poetas con capa, de los picadores como escultores de la emoción, de los tendidos como templos del alma. Pero no es poesía. Es un ritual primitivo que convirtió la crueldad en patrimonio y el dolor ajeno en tradición.

 

Hay quienes, con voz temblorosa y mirada empañada de romanticismo, narran su debut como alguacililla con una épica digna de novela medieval. Relata con nostalgia cómo se vistieron con la piel de la autoridad para rendir homenaje a una práctica que, en cualquier otra especie, sería motivo de escándalo y cárcel. Nos hablan de “el alma que lo exige” como si fuera el alma la que clava la espada. Como si ser sensible significara mirar a los ojos del sufrimiento y seguir con el show.

 

Porque, claro, en ese ruedo no hay sufrimiento: hay plasticidad, hay “filosofía de vida”. Una filosofía tan ilustrada que necesita de un animal agonizante para que el ser humano se sienta artista. Una filosofía tan elevada que no entiende el consentimiento, que romantiza la sangre y el silencio del que no puede hablar.

 

Y ahí estaban los 12.000 testigos de la primera tarde, celebrando el “cumplimiento de sueños”. El sueño de ver a un toro desplomarse en cámara lenta, el sueño de escuchar aplausos mientras un ser vivo se convierte en trofeo. El sueño de quienes aprendieron en la Escuela Taurina que matar también se puede aplaudir, si se hace con gracia.

 

No es arte. Es dominación con lentejuelas. No es cultura. Es un vestigio del patriarcado más rancio y colonial. No es filosofía. Es la justificación disfrazada de un ego herido que necesita sentirse superior a costa de la vida de otro.

 

Setenta años de vueltas al ruedo celebrando la barbarie. Pero también setenta años de resistencia. De quienes se paran afuera de las plazas con carteles, con gritos, con dolor. De quienes no necesitan ver morir para vivir su pasión. De quienes, en vez de soñar con pisar la arena, soñamos con verla vacía. Sin capotes. Sin sangre. Sin discursos edulcorados. Solo el silencio. El verdadero arte.

ISSN: 3028-385X

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