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Balas, muertos y sangre

Foto: IA
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Salomón Salazar de la Rosa

Saint Leo University (Florida, USA)

Salió del baño con una lencería traslúcida, caminar artístico, pelo suelto, uñas de la mano largas, rojas, y se sentó en la cama para acicatear a su marido que de espaldas parecía dormir.

 

—Amorcito… leoncito —susurró—, estoy lista para ti. 

 

Apoyada sobre las rodillas, por el pantalón y la camisa, como una víbora tras su presa, deslizó en círculos, en diagonal, en línea recta, la mano dándole sobos genésicos. Sin perder el ritmo inclinó la cabeza; la inclinó hasta rozar con los labios la oreja. Musitó. Gimoteó. Mordisqueó y envolvió el lóbulo con la lengua. 

 

—De lo que te estás perdiendo —dijo melódicamente en sílabas, presta a quitarse el sostén. 

 

—Ahora no, Patricia —se defendió en un tono fulmíneo—. Estoy cansado —añadió aún sin voltearse. 

 

—¿Ahora no? Entonces cuándo, Luis Eduardo —su voz melosa se tornó ríspida. Quedó sentada de golpe—. Llevas cansado todo el mes. 

 

—Pues sí —respondió dándose la vuelta—, el trabajo me tiene así. 

 

Una pausa antártica. Dos bultos inertes sobre la cama. Patricia, apagada; la nariz expulsando los rescoldos de la calentura, los senos sin poder ver la luz. 

 

—Hay otra, ¿no? —asintió con la cabeza, exegética—. Es eso Luis Eduardo. 

 

—¿Ya vas a empezar? —protestó dando media vuelta—. No puedo descansar porque entonces tengo otra. 

 

Luego de haber entrado y por poco descerrajado la puerta, abotagado, cimbreante, subió las escaleras en dirección al cuarto. Entró y la luz estaba encendida. Sentada a un costado de la cama, impasible, con paciencia mariana, lo esperaba su esposa. Se le acercó aún extraviado. Pupilas efervescentes. Boca, nariz, poros secretando alcohol. De la mandíbula como a un perro que no suelta lo que tiene entre dientes, la agarró para besarla; pero ágil, acostumbrada, con un ladeo de cabeza logró liberarse. 

 

—Mírate cómo estás otra vez —le dijo derrotada, sin fuerzas para contender.

 

Y antes de que lograra ponerse de pie, fruto de una mutación luciferina, la prendió del cabello hasta arrojarla contra el suelo. En el suelo, su vientre recibió una patada espartana. La segunda. La tercera. La cuarta. La quinta, que se dirigía a la cara, fue amortiguada por los antebrazos en posición pugilística. Cada golpe iba sellado por gritos suplicantes y estentóreos que poco tardaron en despertar al niño que dormía en la habitación del frente. El chiquillo salió gallardo, de algún modo habituado a la escena: pasó por la habitación y vio a su padre asestándole puñetazos a un cuerpo inerte: su madre. Su madre en ese momento. Su madre hacía meses.

Bajó la escalera cuidando los pasos para no hacer ruido; siguió a la cocina y de las gavetas, intrépido, glacial, tomó un cuchillo. Con el arma en la mano como un juguete, comenzó a subir los escalones. Sin prisa. Uno, dos. Uno, dos. Uno, dos. 

Platos servidos y cubiertos ubicados, la señora se sentó a la mesa.

—Señor —cerró los ojos y comenzó a orar, cortándole el impulso al muchacho y forzándolo a soltar los cubiertos—, gracias por este nuevo día que nos diste; gracias por permitirnos conocer a Mateo y gracias por estos alimentos. Amén. 

 

—Amén —respondieron los tres en coro. 

Sonrieron los cuatro al mismo tiempo como títeres y se dispusieron a comer.

—Mateo —inquirió la suegra con los cubiertos dividiendo un pedazo de carne—, ¿tú crees en Dios? 

 

—La verdad… no —respondió a medio sonreír, tierno, manso—; al menos no en el Dios bíblico. 

 

—Comprendo —dijo balanceando la cabeza; las cejas arqueadas—. ¿Qué te llevó a tomar esa decisión? 

Maquinal, doméstico, ajeno a la riña teológica, el padre entretanto comía: mano izquierda sostiene y mano derecha corta; de la izquierda a la derecha salta el tenedor y a la boca el tenedor lleva la carne. 

 

—Yo antes era muy creyente —comenzó a explicar—, pero investigando un poco más de historia, de los orígenes de los evangelios, de los israelitas —hablaba sosteniendo los cubiertos sin comida—, me di cuenta de que había muchas inconsistencias y contradicciones: eso fue apagando poco a poco la llama religiosa.

 

—Para ti la Biblia es un libro como cualquier otro, entonces —concluyó esta vez más seria, olfateadora. 

 

—Sí señora —respondió luego de tragar un bocado de arroz. 

 

Como si dispararan proyectiles, la muchacha, mientras los oía, correteaba los ojos de lado a lado, atenta a que su novio no hablara de más y a que su madre hablara menos.

 

—No crees que haya sido inspirada por Dios —continuó la señora, incisiva. 

 

—Creo que es bastante improbable —se limpió la boca con una servilleta. 

 

—Sea lo que sea —se incorporó el padre, tratando de redimir del juicio al muchacho—, lo importante es el amor y el respeto hacia los otros, ¿cierto? 

 

—Así es —apoyó el joven. Las dos asintieron y siguieron comiendo. 

Pasado un rato, odas a la comida, platos vacíos, el enamorado, comandado por la urbanidad, llevó la loza a la cocina y, oídos sordos a las protestas de sus suegros, la lavó tan bien y tan rápido como pudo. 

 

Tras una serie de conversaciones triviales, chascarrillos, preguntas rutinarias, y antes de violar el horario de una casa familiar, decidió marcharse. Un ósculo en la frente para su novia y una despedida hierática para sus suegros. Sonaron los pasos. Sonó la puerta. 

En la misma mesa, al día siguiente, ambas tomaron el desayuno. 

—María Camila —dijo la señora, sentada, en piyama, los dedos en la oreja del pocillo—, ese muchacho no me termina de gustar —siguió en tono fúnebre—; eso de no creer en Dios no me parece bien. 

 

—Mamá —se acomodó. Mirada fija, sin parpadear—. Yo también dejé de creer en Dios desde hace tiempo … 

 

Insatisfecho con lo que había visto, pero sobre todo somnoliento, apagó el televisor. Aún faltaba, según el reloj de pared, media hora para que la enfermera viniera a pasearlo por el parque. Una mujer joven, no más de treinta y cinco años, cuyo rostro disonaba con su profesión. Cuando hablaban le hacía preguntas hasta cansarla, no interesado en lo que decía; interesado en su voz meliflua, salaz, en su servicio dadivoso, en su uniforme ceñido al busto y en su busto ceñido al uniforme. ¿Llevaría debajo una lencería como aquella de la novela?

 

Descartada la opción de tomar una siesta en lo que quedaba de tiempo, encendió de nuevo el televisor en busca de un canal que pasara películas de verdad, con balas, con muertos, con sangre, como le gustaban.

ISSN: 3028-385X

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