Agosto 2025
Edición N°11
ISSN: 3028-385X
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Iarley Stiben Rodríguez
Universidad del Valle
El doctor Caicedo estaba almorzando un plato de hígado cuando tocaron a su puerta. Fueron toques frenéticos, como de socorro. Era 24 de diciembre y no esperaba a nadie. Al lado de su casa, en el portón grande que en su cima tenía su apellido al lado de la palabra funeraria, yacía un anuncio pequeño que decía «CLOSE». En el pueblo nadie sabía inglés, pero desde la última vez que doña Constanza se quedó con el cuerpo de su hijo, parada frente a la puerta, con los nudillos colorados por tanto tocar, sin obtener respuesta del otro lado de la puerta, todos en el pueblo se dieron cuenta que el anuncio decía que nadie les iba a abrir. Fue un domingo, y a doña Constanza le tocó llevarse el cadáver de su hijo ensangrentado por los machetazos, de vuelta a su casa, cubrirlo con una sábana, y soportar el luto, al fantasma y el mal olor del cuerpo, toda esa noche en vilo después de que el último vecino cerró la puerta tras darle el pésame.
El doctor Caicedo, un negro alto y barrigón cuyo ceño fruncido todos los días daba la impresión de quien espera ineludiblemente a la muerte, pensó en no abrir. Tragaba el trozo de hígado, se relamía los labios mientras el guiso carmesí se deslizaba lentamente hasta su barba, clavó el tenedor en otro trozo de hígado. Le dio una calada al cigarrillo que siempre fumaba. El cigarrillo Rumba era su favorito no solo por su bajo costo y su olor ligero a chocolate, sino también por ser de contrabando. Solía decir que cualquier acto de desobediencia civil, hasta el más pequeño, que sirviera para contrariar al Estado, servía para acabar paulatinamente con este sistema.
Se iba a llevar el otro trozo a la boca, ya había sacado a relucir sus dientes amarillos carcomidos por el sarro, cuando tres secuencias de tres golpes habían extinguido nuevamente el silencio casi ceremonial de su casa. A los golpes los acompañaron unos gritos desoladores que evocaban el único motivo que llevaba a los pueblerinos al umbral de su puerta: tragedia. Pensó nuevamente en ignorar el llamado, pero los incesantes gritos no lo dejaban degustar su plato de hígado en paz.
Dejó el tenedor en el plato, se apoyó en la mesa y se levantó. Caminó hacia la puerta dándole una calada al cigarrillo y a pasos parsimoniosos como los de un cura en procesión.
Para agarrar el pomo de la puerta le tocó espantar a las moscas que, como el resto de la casa, ya habían hecho suyo. Al abrir la puerta estaba agachado junto a un cuerpo yerto, de mirada gélida como adentrándose en llanuras sin dejar nada atrás, su hija Rosaura. Ella sostenía la herida de bala en la mitad de su pecho, como intentando parar el sangrado, pero no era un intento legítimo por mantenerlo con vida, pues desde media hora antes que se lo llevaron a la puerta de su casa, agonizante, pronunciando palabras sin aliento, supo el hermano que ella conoció, ya se lo tragaba el monte de la mano de Eleguá hacia el reino de Oya. Estaba en shock.
—Raúl se murió, papá. Lo mataron los de allá. —El doctor la interrumpió levantando y en su rostro, después de 30 años, el ceño fruncido se desvaneció, para darle paso a un sosegado diapasón.
Raúl había tomado la decisión de irse al monte y portar con orgullo el uniforme y la bandera insurrecta 20 años antes. Caicedo, fiel defensor de la causa había hecho todo lo que estuvo en sus manos para impedirlo. Por aquel entonces, ya los círculos intelectuales de la gran ciudad hablaban de una degeneración en el movimiento guerrillero, y Caicedo, aunque lo notaba cada vez que bajaban más muertos subversivos militares, y cada vez que bajaban los frentes al pueblo a gastar las enormes cantidades de dinero que habían ganado con la coca se mantenía firme en la esperanza de que serían errores momentáneos, y que muchos de los rumores eran propaganda burguesa. Pero por muy revolucionario que fuese, la opción de ver morir a un hijo en una guerra sin garantías de victoria, para él estaba por completo descartada. No pudo hacer nada. Ante el ultimátum de irse con su bendición o sin ella, al viejo Caicedo no le quedó otra más que aceptar. Y desde ese día en que lo vio salir por su puerta con aquel camuflado y aquel fusil y aquella bandera insurrecta, esperó y esperó con una tristeza que lo carcomía por dentro poco a poco, al día en que llegara en brazos de alguien con el mismo camuflado, la misma bandera insurrecta, habiéndose detenido el latido de su corazón por algún otro fusil.
Por eso verlo ahí, en su puerta, en brazos de otra hija, no le sacó ni una sola lágrima; era el cumplimiento de una promesa que la vida le había hecho hace veinte años, el pago que le tocó dar por una partida de poker perdida contra el destino. Como si se tratara de cualquier otro paciente; lo subió a la camilla y lo llevó a la morgue. Rosaura se encargó de pedir la misa en la Iglesia del pueblo; misa que a pesar de la indisposición de las monjas, por tratarse de un guerrillero, el padre Leonel permitió con una mirada piadosa, y la organizó con la misma minuciosidad que hacía tanto con el más rico, como con el más pobre. Por esa razón el doctor, a pesar de su ateísmo de nacimiento, siempre trató con respeto y una condescendencia inusual a Leonel. “Este cura hace lo que pocos logran, y lo único que se necesita para ir al cielo, si es que existe: ser bueno".
—Eso no es tan así, pero lo respeto mucho, don Caicedo —respondía siempre el padre Leonel con una sonrisa.
Caicedo se había marginado del resto del pueblo desde 30 años antes cuando murió su esposa Rosaura. No fue de ipso facto, lentamente las calles polvorientas sentían cada vez menos sus pisadas, cada vez la taberna donde se reunía cada domingo dejó de reservarle la mesa y sus amigos dejaron de esperarlo, cada vez menos su nombre dejó de pronunciarse.
Pero no fue solo la pérdida de su esposa lo que motivó su aislamiento, el pueblo también influyó, lo orilló sutilmente, el mínimo suficiente para no perder sus servicios de embalsamador.
Fue un 20 de julio cuando Tomasa fue a la Funeraria Caicedo a ver cómo había quedado su hijo muerto. Estaba reluciente, casi parecía vivo, pero dormido. Todos los difuntos del doctor parecían habérseles sacado los ojos. La respuesta a esta pregunta tan particular se salió de la boca del doctor al día siguiente a ese 20 de julio, el domingo, cuando en una conversación casual, los pueblerinos conversaban sobre algo que habían oído en las noticias. La conversación trataba del reportaje sobre una división de las FARC llamada los Pisasuaves, de la que se decía que el extremo sigilo no era su única habilidad, sino también el canibalismo.
—Yo sí estoy de acuerdo con la lucha, sí creo que hay que darles por el culo y sin vaselina a todos esos burgueses de mierda; pero no me diga a mí que eso tiene que ver con comer carne humana, eso sí que no. ¿O qué, aparte de matarlos a esos soldados todos, ahora resulta que también nos los vamos a comer? No me crea tan marica —comentó don Ceferino aquel domingo. Todos se echaron a reír, menos Caicedo. Así que Ceferino, viendo a Caicedo, le dijo:— ¿Sí o no compadre?
—Pues si se come el hígado de la vaca… Eso con buen guiso queda rico —respondió don Caicedo, con una sonrisa que nadie correspondió.
La taberna quedó en un silencio fúnebre. Caicedo comprendió que no iba jamás a hallar complicidad en sus vecinos así que se levantó, puso los cinco mil pesos de la cerveza que debía en el bar, y salió siendo perseguido por las miradas inquisidoras de todos. En cuestión de minutos todo el pueblo se enteró de que tenían un vecino posiblemente caníbal. Algunos pensaron que era una broma, pero corroboraron que Caicedo hablaba en serio una noche en que varios vecinos revisaron la basura que dejaba afuera de la morgue para que el camión se la llevara. No había órganos blandos. Un solo hígado.
—Con razón este vergajo dice que nunca le hace falta la carne en su casa —dijo esa noche don Tulio, dueño de la taberna.
Esa madrugada todo el pueblo vomitó, pues don Caicedo tenía la costumbre de llevarles hígado guisado a sus amigos más cercanos, y también a los que solicitaban sus servicios, después de entregarles el cuerpo.
Al pueblo no le quedó de otra, no habían más embalsamadores así que les tocaba solicitar sus servicios conscientes de que una parte de su difunto quedaría en la nevera de Caicedo.
Durante la misa de Rubén, Caicedo sintió las mismas miradas que hacía tantos años en el bar, pero esta vez era una mezcla entre desprecio y pesar. Pese a eso, cada uno de los habitantes del pueblo le dio el pésame, un pésame irónico, sin mirarlo a los ojos, y le ofreció unas flores en la tumba de su hijo. Solo un imprudente se atrevió a decir lo que todo el pueblo pensaba.
—Pero eso de comer gente es tradición familiar para ustedes ¿no? Lo único que cambia es el oficio, el papá embalsamador y el hijo pisasuave.
Todos los presentes pensaban que se iba a formar el mierdero, pero la respuesta del doctor Caicedo fue inesperada.
—Claro, Ceferino, le aseguro que cuando usted se muera y venga a mi funeraria, me le voy a comer el hígado con gusto.
Para muchos, la sonrisa de Caicedo después de pronunciar esas palabras fue la prueba innegable de que quien enterraba a su hijo no era un hombre común, sino el mismísimo diablo. Para otros, fue una buena respuesta a una buena burla. Cualquiera que fuera la verdad, lo único cierto es que Caicedo ya tenía hígado para el plato fuerte de fin de año.