Agosto 2025
Edición N°11
ISSN: 3028-385X
Colombia en tiempos de "Paz Total"

Rosario Lozano
Universidad de los Andes
En un contexto tan violento como el que vivimos actualmente, hablar de paz se ha vuelto contradictorio, desesperanzador y agotador. No parecen existir soluciones ni futuro para aquellas guerras y conflictos que están en manos de pocos. En nuestro país, lejos de la tan prometida paz total, hay una violencia que trasciende todas las regiones y afecta a millones de colombianos todos los días.
Aunque la Ley 2272 de 2022 estableció que el Estado garantizará la seguridad humana con diversos enfoques para la construcción de la paz total, no parece haber ningún avance significativo. Basta con ver cualquier canal de noticias, leer cualquier periódico o, incluso, abrir cualquier red social para constatar la persistencia —y, en algunos casos, el agravamiento— de fenómenos como la violencia armada, el desplazamiento forzado y la violencia de género.
Si nos remitimos a situaciones puntuales, el Catatumbo, región ubicada en el noreste Colombiano, se encuentra condenado a un conflicto entre grupos al margen de la ley. La búsqueda de control territorial y económico ha causado que, de acuerdo con cifras de la ONU, entre enero y marzo de 2025, más de 50.000 personas hayan sido desplazadas. Asimismo, de acuerdo con informes de la Unidad para las Víctimas, se han cometido otros delitos como tortura, secuestro, reclutamiento de menores a grupos armados y delitos sexuales.
Por otro lado, en el Cauca, diversos grupos armados, motivados por las economías ilegales, han perpetuado la violencia. En los primeros dos meses y medio de 2025, la Oficina de Naciones Unidas para la Coordinación de Asuntos Humanitarios registró siete emergencias por desplazamientos y confinamientos, que afectaron a más de 22.600 personas en municipios como Argelia, López de Micay y Guapi. Posteriormente, tan solo entre el 25 y 26 de marzo de este año, las disidencias de las FARC hicieron 8 ataques en municipios como Piendamó, Patía, Caldono, Santander de Quilichao y Corinto.
Asimismo, en la capital, a lo largo de 2024 se registraron alarmantes cifras de inseguridad. En específico, se registró un aumento de delitos como la extorsión, hurto, violencia intrafamiliar, homicidios y delitos sexuales. Paralelamente, se registraron 236 casos de niños desaparecidos a lo largo del mismo año, y 13 casos en el primer bimestre del 2025.
A nivel nacional, las cifras tampoco son alentadoras. En los primeros dos meses del 2025, se registraron 126 feminicidios. En el mismo lapso temporal, se reportaron 695.000 personas afectadas por desplazamientos masivos, confinamientos, restricciones a la movilidad y desastres de origen natural. Igualmente, para el 14 de marzo del mismo año, se reportaron 14 masacres en departamentos como Norte de Santander, Santander, Valle del Cauca, Cauca, Antioquia, La Guajira y Bogotá D.C.
Estas son solo algunas estadísticas que reflejan la violencia que vivimos cotidianamente y que es transversal: no se trata de un solo delito, un solo grupo poblacional o una sola región. Por el contrario, lo que observamos es una multiplicidad de vulneraciones a los derechos humanos que, lejos de disminuir, parecen intensificarse con el tiempo, afectando indiscriminadamente a cualquier persona.
Claro, el conflicto en Colombia no es solo cuestión de un gobierno de turno, por el contrario, es un fenómeno estructural e histórico. Sin embargo, no podemos ignorar que en esta coyuntura se ha proclamado una búsqueda de paz estable y duradera —aparentemente inexistente. ¿Cómo se puede hablar de paz total, cuando en el transcurso de un par de años la violencia se ha agudizado fuertemente? ¿Cómo conciliar entonces el discurso de una paz total con la palpable agudización de la violencia en Colombia? ¿Cómo se puede tener esperanza en un país que no ofrece garantías mínimas y fundamentales, como la protección a la vida, la integridad, la autonomía y la salud?
Hay una evidente desconexión social entre la realidad y el discurso institucional actual. La paz no se reduce a un discurso de horas, un consejo televisado, una estrategia de comunicación o un acuerdo meramente simbólico que permanece en el papel. Limitarla a estos actos solo trivializa el sufrimiento de las víctimas, le resta credibilidad al proyecto de paz y acaba de socavar la poca confianza que tienen los colombianos en las instituciones estatales. Es más, la paz se convierte en una promesa vacía, una ilusión mediática irreal, que alimenta una sensación de agotamiento en la población.
Mientras el gobierno no comprenda esta idea, se seguirán acumulando los nombres de aquellas personas que son víctimas de un Estado ausente y de una impunidad interminable.