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Con el alma por delante

Foto: María José Aranguren
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María José Aranguren

Universidad del Rosario

Llamar al pan y que aparezca 

sobre el mantel el pan de cada día.

— Octavio Paz, “La vida sencilla”

Voluntarista y soñador, Gustavo Bohórquez quiere su propia panadería. No un local grande ni ostentoso, con vitrinas relucientes. Sueña con algo más modesto, con un espacio propio donde pueda producir lo suyo. A sus 54 años lo único que anhela es la certeza de que, al final del día, lo que venda sea suficiente para vivir tranquilo. Su vida ha dependido del azar de la calle, de los caprichos del semáforo, de la voluntad esquiva de los extraños. Su cuerpo, al que le faltan los brazos y le sobra el cansancio, carga no solo con las marcas de un accidente de la infancia, sino con las cicatrices de una vida expuesta a la intemperie y al desprecio.

Lleva cuarenta años deambulando entre los carros, pidiendo limosna en la calle 80, memorizando los gestos de quienes cierran la ventana solo para deshacerse de su presencia. Ha aprendido que la caridad es volátil y que a ciertas horas la gente es más generosa. Hay quienes lo miran con desconcierto antes de desviar la mirada, como temiendo contagiarse de su desgracia. Algunos le dejan caer unas monedas por lástima o compasión, como si así aligeraran el peso de su incomodidad, o quizás porque, por un momento, sus corazones se ablandan. Otros, en cambio, pasan de largo con la naturalidad de quien prefiere no ver, tal vez porque enfrentarse a su presencia les resulta irrelevante.

Alto y de piel bronceada, Gustavo se mueve por la vida con determinación y sin pretextos, pues no se resigna ni se detiene ante las adversidades. Lleva el peinado de Pedro el escamoso y un aire de despreocupación que lo distingue de los demás. Su brazo derecho a la mitad, y el izquierdo completamente amputado, son el producto de una historia que marcó un antes y un después en su realidad. Sin embargo, él no quiere que lo reduzcan a sus limitaciones. Por el contrario, corre maratones y juega fútbol; maneja bicicleta, moto, carro o el vehículo que le pongan; se viste solo, cocina, e incluso torea. No hay tarea que no intente ni obstáculo que no desafíe. Porque si algo ha aprendido en todos estos años es que la vida no se trata de lo que le hace falta, sino de lo que todavía le queda.

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Foto: María José Aranguren

Una infancia con olor a tierra caliente

"No se monte en el tren, mijo", le repetía su madre cada mañana, con voz de preocupación, cuando lo veía salir de la casa con el uniforme a medio abotonar y una impaciencia infantil que le revolvía el alma.

Girardot, su pueblo natal, olía a tierra caliente y al aliento tibio del río Magdalena. Las vías del ferrocarril lo atravesaban hasta Flandes, donde estaba ubicado el colegio. Gustavo y sus amigos conocían de memoria el sonido metálico de las ruedas sobre los rieles, el chirrido de los frenos, la vibración del suelo y de las casas aledañas a la vía cuando la máquina de hierro pasaba como un animal salvaje. Era la rutina de cada día: correr junto al tren, saltar a cualquier vagón y dejarse llevar unos metros antes de saltar de nuevo. Más que un simple juego, era la forma de acortar la distancia y llegar a clase antes de que sonara la campana.

Pero a sus nueve años la emoción pesó más que la prudencia. El tren llegó con su estruendo habitual, sacudiendo la tierra y llenando el aire de polvo. Gustavo corrió detrás de su amigo, estiró los brazos para sujetarse y, de repente, sintió un empujón. No supo si fue un accidente, un descuido o solo la fuerza del movimiento, pero perdió el equilibrio. Sintió que el suelo desaparecía bajo sus pies y que todo su cuerpo era arrastrado por la inercia del tren. Cayó sobre los rieles con los brazos extendidos y sufrió el peso del ferrocarril: unas 180 toneladas pasando sobre él.

Un ruido seco, un dolor fugaz y después la nada.

Los médicos le decían a su madre que no había esperanza, que era mejor prepararse para lo peor, pero ella se negaba. Rezaba hasta quedarse dormida y despertaba con la misma plegaria en los labios. “Hasta que mi Dios se acuerde de él”, les decía. Se quedaba junto a su hijo, hablándole, repitiéndole los nombres de sus hermanas, de su abuela, como si temiera que, al despertar, ya no recordara nada.

Las noches en el hospital eran interminables. A veces, cuando todos dormían, ella le hablaba como si él pudiera oírla. Le contaba de los días en la casa, de cómo su abuela le había guardado su plato favorito, de cómo el patio seguía esperando a que él corriera por ahí otra vez. Acariciaba su rostro con la punta de los dedos y le susurraba que no tenía permiso de irse todavía; que Dios no se lo podía llevar sin despedirse.

Pasó seis meses en coma, atrapado en un sueño vacío, hasta que un día, sin previo aviso, abrió los ojos. No había tren, no había sombra de los árboles, solo el blanco del techo del hospital y el peso de un cuerpo que ya no era el suyo. Intentó mover los brazos, pero no los encontró: en el espacio donde antes estaban solo quedaban vendajes apretados. En ese instante supo que la vida, tal como la conocía, había terminado. Quiso cerrar los ojos y despertar en otro lugar, en otro tiempo, pero eso no iba a ser posible.

Los días siguientes fueron los más duros. Lo trataban como a un recién nacido, con miradas de lástima y manos que querían hacer por él lo que antes hacía solo. Tenía que aprender a hacer todo de nuevo. Pero si hubo alguien que no creyó en condenas fue su abuela, quien, con firmeza, no admitió derrotas y tomó el control de la situación. Le enseñó a su nieto a comer, vestirse, peinarse y hacer todo tipo de actividades sin la ayuda de los demás. No podía permitir que se quedara en la sombra de lo que fue, sino que lo alentó, sin suavidades, a descubrir lo que aún podía ser.

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Foto: María José Aranguren

La “paisita”

A los catorce años ya era capaz de valerse por sí mismo. La casa se había convertido en una jaula. A donde fuera, encontraba la mirada preocupada de su madre, los suspiros de sus hermanas, la constante sensación de que todos lo veían como alguien que había dejado de ser niño, pero que tampoco podía convertirse en hombre. Así que, sin contarle a nadie, tomó la decisión de dejar atrás su casa y subirse a un bus que lo llevó hasta Medellín.

La ciudad lo recibió con un bullicio incesante. Durante los primeros días vagó por las avenidas sin rumbo fijo, durmiendo en plazas, estaciones o en cualquier rincón donde el frío no se sintiera tan despiadado. Su vida en Medellín empezó con hambre y soledad.

Las noches eran traicioneras, así que tuvo que aprender a moverse sin llamar demasiado la atención, a evitar ciertas esquinas en los barrios más peligrosos de la ciudad.  Medellín estaba en plena época de Pablo Escobar, por lo que a veces veía explosiones a lo lejos y escuchaba disparos e historias de violencia. La ciudad, en ese entonces, oscilaba entre el miedo y las oportunidades inciertas.

Con el tiempo empezó a trabajar en los semáforos. Observó a otros vendedores ambulantes y decidió intentarlo. No tenía brazos, pero tenía voz. Se paraba en los cruces, hablaba con la gente; no mostraba más que la necesidad justa para mover corazones sin provocar lástima excesiva. "Dios le pague", repetía con la misma convicción con la que su madre le había hablado desde pequeño.

Una tarde se cruzó con una muchacha paisa que no lo miró con lástima ni con esa compasión forzada de los demás, sino con una curiosidad sincera. La invitó a tomarse un "fresquito", sin prisas ni expectativas; solo una conversación entre dos desconocidos que, sin saberlo, estaban a punto de cambiar sus vidas. Primero fueron los encuentros casuales, luego las tardes en las bancas de los parques. Después vinieron los paseos sin rumbo entre las calles de Medellín. Y, cuando menos lo pensaron, ya no estaban solos, sino enamorados.

La "paisita", como él la llama hasta el día de hoy, fue su primer amor. No pasó mucho tiempo antes de que se casaran. Juntos tuvieron tres hijos, tres razones más para seguir adelante. Ya no trabajaba solo para sobrevivir, sino para sostener un hogar. Nunca contó con su padre, y quizás por eso sentía la necesidad de probarse a sí mismo que él sería distinto, que sus hijos jamás conocerían la ausencia que él sufrió. Fue así como aprendió que el amor también pesa, que cuidar de otros es más difícil que cuidarse a sí mismo.

Durante años Medellín fue su refugio y su campo de batalla, el lugar donde aprendió a ser padre, esposo y hombre sin que nadie lo viera como menos. Pero los años pasaron y la ciudad dejó de ser suficiente. Se cansó de la rutina, de la violencia que nunca cesaba, de la sensación de estar atrapado en un ciclo interminable. Un día, sin más, le propuso a su esposa dejarlo todo e irse a Bogotá. Ella se negó. No quería empezar nuevamente en otro lugar, no quería abandonar lo que habían construido. Pero la misma terquedad que lo había salvado antes volvió a imponerse: dejó todo atrás y partió solo hacia la capital.

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Foto: María José Aranguren

La “rolita”

Bogotá lo recibió con un frío áspero, de esos que se sienten en los huesos y en el alma. Venía del calor de Medellín, de las noches tibias y el aire espeso de Itagüí, pero aquí el viento le calaba los huesos y le empañaba el aliento. Bajó del bus con una maleta liviana y una determinación tan pesada como una piedra. Otra vez no conocía a nadie, no tenía techo, pero ya sabía que en ciudades como esta no sobreviven los que tienen más, sino los que nunca se rinden.

Los primeros meses fueron duros. Bogotá no era como Medellín: en los semáforos la gente iba de prisa, con menos calidez y siempre con la mirada clavada en el futuro. Aprendió a moverse entre las avenidas, a elegir las esquinas más concurridas, a identificar qué días la gente estaba más dispuesta a dar una moneda. Pasó hambre, frío y soledad. A veces añoraba los días en Antioquia con la paisita y los niños, y se preguntaba si había cometido un error al irse. Pero la ciudad, implacable, no le daba tiempo para la nostalgia.

El destino, sin embargo, tenía otro plan. En Bogotá Gustavo conoció a Lorena, la “rolita”. Fue una historia distinta a la de Medellín, pero con la misma sensación de hallarse en el lugar correcto. Con ella tuvo otros tres hijos, y aunque la vida no se hizo más fácil al menos dejó de ser solitaria. Entre los dos pagan el arriendo, se turnan las cuentas, se acompañan en los días buenos y en los días malos. A pesar de todo, Gustavo nunca dejó de responder por sus primeros hijos. Se aseguró de que nunca les faltara lo básico, de que supieran que él, a diferencia de su padre, siempre estaría allí.

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La panadería con la que sueña

Lo que más desea Gustavo es dejar de depender de la voluntad ajena, de las monedas que caen por lástima, de las miradas que lo recorren con desconcierto y luego se desvían con incomodidad. Quiere, por primera vez en mucho tiempo, construir algo que sea suyo y no tener que enfrentar la incertidumbre diaria. “Salir ya de esta situación, porque es que esto es muy duro. Mire no más cómo estoy de quemado”.

A él lo persigue el peso de un destino que nunca pidió que fuera suyo, sino que se le impuso sin aviso ni oportunidad de tregua. A veces la vida tiene una extraña forma de poner a prueba la resistencia de los hombres. Él sabe que su cuerpo ya no aguanta como antes. Las enfermedades lo acorralan, el aire le cuesta y cada jornada en la calle le pesa más. Por eso se aferra a su sueño con la misma obstinación con la que ha enfrentado la vida. Quiere montar una panadería pequeña, trabajar desde su casa con Lorena y no tener que seguir enfrentando el frío de la madrugada ni la indiferencia de los conductores. “Una sombrita, porque ya estoy enfermo. Tengo los pulmones como un chicharrón negro”.

Junto a su esposa aprendió panadería y repostería. Comenzaron con lo básico: leche asada, mantecadas, peras acarameladas. Venden en el barrio y, con lo poco que ganan, compran más ingredientes. Cada venta es un paso más hacia ese sueño que aún parece lejano, pero que construyen con esperanza. “Nosotros hacemos la masa con rodillo, pero eso toca muy duro. Si tuviéramos la cilindradora, el pan quedaría bien, con la textura que es”.

Sabe que el camino no es fácil, que todo está caro y que a veces los números no cuadran, pero la idea sigue en pie. “Uno juega el chance, juega el baloto, pero nada. Entonces le toca a uno hacerle con lo que tiene”. Con la ayuda de Dios, con el esfuerzo de su familia y con la determinación que lo ha sacado adelante toda la vida, Gustavo no piensa quedarse quieto. “Yo no quiero que me den nada. Solo quiero trabajar, hacer mis cosas y demostrar que sí se puede”.

ISSN: 3028-385X

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