Con sueldo de mentira, hasta el bazuco suena a mejor negocio

Foto: León Dario Peláez / SEMANA
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Francisco Farfán Marín
Universidad Pedagógica Nacional
A veces pienso que una de las formas más absurdas y tristes en que podría perder la existencia sería a manos de un habitante de calle, o como el argot bogotano, tan cruel como ingenioso, los bautiza: “desechable” o “loco”.
No es mi primer round con estos personajes. A mis doce años intentaron robarme una arepa; más tarde, un borracho me regaló un escupitajo en pleno Transmilenio; y en otra ocasión sufrí un acoso sexual en donde una mano atrevida, se posó en mi glúteo izquierdo y, de paso, me dejo una “firma líquida” que no pedí. Bogotá tiene maneras extrañas de recordarnos que seguimos vivos.
La última escena ocurrió hace unas noches. En la casa me mandaron a la panadería de siempre —la que tiene pan con sabor a gol en el minuto 90— y, como la soledad últimamente me anda pesando, convencí a mi señora madre de acompañarme. Entre escoger panes y pagar, pasaron unos quince minutos.
Al salir, esperamos el semáforo como ciudadanos ejemplares, cuando apareció un “loco” que se me plantó al frente. Me sostuvo la mirada con esa mezcla de vacío y desafío, y con la derecha me amagó un puñetazo directo a la cara.
Yo quedé tan frío como cierta candidatura presidencial que ya tiene un nuevo sucesor con índole progenitora. Mi madre, con reflejos maternales, me jaló del saco. Nos quedamos quietos en el cuadrado de cemento que marca el semáforo, mientras él se alejaba a punta de insultos contra mi progenitora.
Indignado, recogí una piedra y saqué la llave de la casa, listo para responder al teatro callejero. Le grité:
—¿Qué le pasa? ¿Quiere caricias? ¿Muy salsa?
Él, desafiante, replicó:
—¡Hágale, pez! ¡Que pa’ morirme nací!
Y justo ahí, cuando la tragedia coqueteaba con nosotros, apareció la providencia motorizada: los famosos “aguacates”. Mi madre, rápida, les pidió ayuda.
Los agentes le cayeron encima con su estilo habitual de servidor público armado legalmente, sin sutilezas, apuntándole con el arma de dotación:
—¡Oiga, degenerado! ¿Se va o nos divertimos aquí?
El hombre, teatral, se defendió con descaro:
—¡Ellos me estaban buscando! ¡Ellos empezaron!
Lo apartaron de nosotros, mientras él lanzaba su retahíla final de insultos:
—¡Apúntenme esta! ¡Pirobo tombo! ¡Ya nos veremos, vieja premenopáusica!
Regresamos a la casa en silencio. Abrí la puerta, dejé el pan sobre la mesa, y el aire quedó cargado de un surrealismo espeso. Entonces lo rompí diciendo:
—Soy un imán de locos.
Mi madre, con la voz todavía temblorosa, me contestó:
—¡Se idiotizó! ¡Deje de decir burradas!
La verdad es que, de no haber estado ella conmigo, quizá estaría contando esta historia “desde un tétrico hospital”, con una “puñaleta” clavada en la jeta o en la espalda.
Esa noche me quedó claro que mi encuentro no es un caso aislado. Bogotá carga con más de 10.478 habitantes de calle. Son seres humanos que sobreviven en condiciones inhumanas: hambre, adicción, frío, violencia. La ciudad se aprovecha de ellos en silencio, como carne de cañón electoral, como espectáculo de marginalidad.
Y mientras tanto, la administración distrital anuncia con bombo y platillo programas de integración como “Empleo Incluyente” y el “Botón de la Inclusión”, prometiendo oportunidades laborales para 3.400 personas en este cuatrienio. Sin embargo, denuncias como la expuesta en el video: “¡INDIGNANTE! Alcaldía de Galán se estaría APROVECHANDO de hab. de CALLE y los estarían EXPLOTANDO” muestran la otra cara:
La situación de los habitantes de calle en Bogotá refleja un círculo perverso de explotación, abandono y silenciamiento. Los programas distritales que dizque prometen inclusión laboral se convierten en escenarios de mano de obra barata, disfrazados de integración social, lo que constituye una forma de explotación laboral.
A la par, la falta de apoyo real demuestra que estas políticas no trascienden el plano de la propaganda: no generan vivienda, salud ni acompañamiento sostenible, dejando intactas las condiciones que los empujan a la marginalidad. Todo esto ocurre en un contexto de condiciones críticas, donde la violencia contra esta población aumenta mientras las respuestas institucionales siguen siendo superficiales y paliativas.
Para agravar el panorama, los medios de comunicación guardan silencio: los habitantes de calle solo aparecen en las noticias cuando representan un “peligro” o una “cifra”, consolidando su invisibilidad social. En conjunto, esta dinámica configura una doble exclusión: se les niega una vida digna y, al mismo tiempo, se les priva de la voz para denunciarlo.
Mi relato personal es apenas un fragmento de un mosaico mucho más amplio: el abandono estructural de quienes habitan la calle. Esa noche, para mí, fue un amague de puño en la cara. Para ellos, es la vida entera, todos los días.
Hoy denuncio que Bogotá no puede seguir alimentándose del pan de la indiferencia ni del espectáculo de la miseria.
Porque la calle no es destino: es emergencia. Y mientras la ciudad no los reconozca como ciudadanos plenos, seguirá produciendo miedo en quienes compran pan y muerte en quienes no tienen ni pan ni techo.
Por ende, en mi calidad de docente y ciudadano que se preocupa más allá de su individualidad y su comodidad. Hago un llamado para que:
La Alcaldía de Bogotá garantice empleos dignos, con contrato y remuneración justa, en lugar de disfrazar explotación bajo discursos de inclusión. Que se hagan políticas integrales de vivienda, salud mental, tratamiento de adicciones y acompañamiento social, más allá de programas temporales. Que en verdad exista transparencia y veeduría ciudadana en cada iniciativa, evitando que los habitantes de calle sean usados como cifra o propaganda y que los medios de comunicación visibilicen sus luchas y derechos, no solo sus tragedias o conflictos.