Congelada entre la muerte y la memoria

Foto: María José Ballén

María José Ballén
Universidad Externado
Adivina, adivinador: Es arte y ciencia a la vez. Parece vida, pero no lo es. ¿Qué es?
—Las guacamayas me encantan. Abren las alas, se cuelgan, se trepan y se alborotan bajo la lluvia.
Por eso y por mucho más, Juan Carlos Londoño las despelleja con sumo cuidado. Son tan cabezonas que a la hora de retraer la piel de todo el cuerpo hasta el pico, como se acostumbra en el caso de las aves, se debe realizar una incisión en la nuca para no rasgarla.
En la taxidermia, el arte y ciencia de preparar las pieles de animales muertos para así exhibirlos y facilitar su conservación, todo lo que se corte, se debe cocer.
Naturalizar a un animal, porque “disecar” es una manera errónea de llamarlo, es un arte y ciencia de pulcritud. Resulta que la muerte, fuerza irretractable y todopoderosa, es una dama quisquillosa a fin de cuentas, a la que la matan los detalles desafortunados. Su gracia, porque tiene, y mucha, se arruina con nada: un alfiler que se clava donde no es, un grado más de temperatura en un día soleado, uno menos cuando la lluvia se desgaja.
Juan Carlos Londoño hace parte de ese reducido séquito de colombianos que la saben engatusar. La acomoda, la modela, la decora y hasta la disfraza de vida.

Foto: María José Ballén
RÍO LORETOYACU, AMAZONAS. 20 DE ABRIL DE 1957
Un paujil culiblanco macho descansa sobre la rama de un árbol amazónico, camina entre sus raíces y picotea el suelo en busca de comida. No tiene nombre, es libre. Su pico es anaranjado intenso y sus ojos morados oscuros. Es hermoso y codiciado, pero no lo sabe. Como tampoco llega a enterarse de que hace parte de la colecta del Hermano Nicéforo María, un zoólogo francés. Ni siquiera cuando el tiro del cazador lo atraviesa y lo desploma.
Sigue siendo hermoso cuando golpea la tierra, largo y negro como un trozo de carbón. Aunque muerto, es una mina de oro para la ciencia.
Ahora es el ejemplar 524.
MUSEO DE HISTORIA NATURAL DE LA SALLE. 65 AÑOS DESPUÉS
El estante se desliza hacia la izquierda conforme José Warles, conservador y restaurador del Museo de Historia Natural de La Salle, gira la palanca. La mole se separa de otra semejante, y esa otra de una tercera.
Un pasillo se abre entre los estantes y nos adentramos entre los gigantes de acero. Son tres, cada uno con 64 gavetas. La primera en robarme el aliento es la gaveta 6.4 en el estante L5 de la sala de ornitología. Aunque la etiqueta que lleva atada a la pata lo denomina como un Crax alector, es un paujil culiblanco macho el que yace frente a mí dentro de la gaveta. Parece dormido, pero está aplastado y entumecido, con el cuello doblado en un ángulo imposible para que encaje dentro. Sus colores son un recuerdo de lo que solían ser, su pico ya no es tan anaranjado y a su cabeza apenas logro distinguirla en la oscuridad. Está aproximadamente a mil kilómetros de su río Loretoyacu y a medio siglo de su época.
—Esta es un ave preparada. No está para exhibición —aclara José Warles.
— ¿Tan solo se le inyecta formol?
Es difícil no sentirse observada bajo la mirada perdida de la legión de aves que se impone, congelada en el tiempo, sobre los estantes. Hay pavas, tucanes, águilas, lechuzas y cuervos.
—No. A estas hay que realizarles toda la primera parte de la taxidermia. Se retira todo lo que es el interior. Todos los órganos, todos los músculos y, dependiendo de la técnica del taxidermista—añade José en voz baja, como si temiera despertar al paujil—, se dejan estos huesitos de las extremidades inferiores y la falange. El cráneo se saca, se limpia, y vuelve y se mete en la mayoría de las ocasiones.
Entonces se gira y camina hacia el estante del frente.
—Esa no es tan…tétrica —afirma—. Te voy a mostrar otra.
Abre otra gaveta y aparece un escuadrón de Ara severus cataineifrons, en el argot científico. Para nosotros, usted y yo mortales, loritos verdes con alas de arcoíris: rojas, azules y naranjas. Uno data de 1930 de El Edén, en Cúcuta. Otra, del 29 de febrero de 1960, en Casanare.
—Acá no hay preocupación por poses.
Trae puestos unos guantes negros de silicona. Remueve sus cuerpecitos sin un ápice de aversión, pero con un respeto magnánimo que deja asomar una fascinación que todavía arde al vivo. Entonces murmura medio meditabundo:
—Algunos no tienen ojos. Otros están rellenos, pero no están cocidos. Ellos están aquí por su importancia científica.
Sus vecinos son unos Monasa nigrifrons metenses y unos Malacoptila mystacalis, oriundos del municipio de Remedios, en Antioquia. A los primeros se les llama monjas unicolor. Son oscuras en el dorso, pero canosas en la barriga. Los últimos se llaman buco bigotudo; son gordinflones y de cabeza agigantada. Aunque hacen parte del emplumado vecindario de la sala de ornitología, no llegan a ser ni la quinta parte de la colección de 100 mil ejemplares animales del Museo de Historia Natural de la Universidad de La Salle, inaugurado en 1910. La más antigua del país.
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Foto: María José Ballén
De no haber sido por la turba enloquecida que el 9 de abril de 1948 saqueó la colección en busca de armas para avivar el Bogotazo y luego la incendió, sería dos veces más grande de lo que es ahora.
José Warles no es uno más en el hábitat del museo. Como conservador, en el caso de los ejemplares naturalizados, su oficio gira alrededor de la preservación directa y la restauración de aquellos animales que han sufrido algún deterioro que exige una intervención.
A pesar de llevar por fuera del agua más tiempo de lo que José lleva vivo, uno de los pacientes de su taller es un pez globo al que se le quebró una aleta. Él se la reconstruirá con Filmoplast, una cinta de papel sensible al calor.
—El 95% de los ejemplares no están preparados a un nivel de naturalización, sino a un nivel de taxidermia científica.
A diferencia de los animales naturalizados que se exhiben en el museo, los ejemplares clasificados dentro de la taxidermia científica no son aptos para integrar las exposiciones. Son, en cambio, preservados por el valor de sus características, antigüedad o datos de colecta, que llevan anotados en la etiqueta que les cuelga de las patas, como lo son el lugar, la fecha y sus características físicas más importantes. Sin estos, el ejemplar no sería más que un cascarón.
Los cuerpos correspondientes a la taxidermia científica son un baluarte de información inalterable, por lo que nunca llegan a un nivel de restauración. Algunos, como las aves, están rellenos. Si son mamíferos, son solo pieles. También existen los ejemplares naturalizados que fueron preparados para exhibición, pero resultan convirtiéndose en ejemplares científicos. Este es el caso del osezno de anteojos que se encuentra en la exhibición del museo. Es imposible ignorarlo detrás del cristal: diminuto y agazapado, como si se encogiera bajo la sombra de su cazador.
Los cientos de visitantes del museo no lo saben, pero están frente al Tremactos ornatus u osito de anteojos más antiguo registrado en las colecciones de taxidermia de Colombia. La última tierra que andó este chiquitín, que de joven no tiene nada, fue la del Páramo de Guasca, en Cundinamarca, hace 107 años.
A esta cría no la precede su reputación, sino la historia que guarda en los genes de su cráneo y piel. Sin saberlo, su cazador y taxidermista aseguraron un eslabón clave en la reconstrucción de la historia de su especie, que terminó siendo parte de la investigación del biólogo de la Universidad de Antioquia y Doctor en Ciencia e Investigación del Museo de Historia Natural de Londres, Juan Camilo Chacón Duque. El objetivo de su investigación, efectuada en 2019 junto al equipo científico del programa de diversidad natural Grow Colombia, fue analizar los cambios en la diversidad genética de diferentes poblaciones del oso de anteojos que habían habitado el país a través del tiempo, para así dilucidar cuál de ellas se acercaba más rápido al abismo final de extinción. La estructura molecular de las muestras tomadas del cráneo y de la piel naturalizada del pequeño Tremactos ornatus y otros ejemplares de colecciones de taxidermia alrededor del país, fueron analizadas en el Museo de Historia Natural de Londres por el Doctor Chacón.
Es por ello que, a la hora de salvaguardar aquellos cuerpos inertes, de interés científico, encajonados en los depósitos o expuesto a las miradas de los visitantes, como en el caso del osezno, José emplea la conservación preventiva: monitorear la temperatura y la humedad relativa en el ambiente. Las lluvias que han acosado a la ciudad de Bogotá el segundo semestre de 2022 han rebasado la cúspide ideal de humedad, que ronda el 70% de vapor en el aire.

Foto: María José Ballén
El Museo de La Salle ya no realiza colectas, como se le llama a la caza de ejemplares para su conservación. En la actualidad se nutre de los proyectos del programa de Biología de la Universidad, los cuales efectúan las colectas amparados por el ‘Permiso de recolección de especímenes de la diversidad biológica con fines de investigación científica no comercial’, otorgado por la Autoridad Nacional de Licencias Ambientales (ANLA).
Aunque la bióloga María Fernanda Lozano es curadora del área de anfibios, ha montado (otra manera de llamarle al proceso de la taxidermia), junto a José Warles, una nasua, un oso perezoso y un gato. “Siempre nos toca con las uñas”, admite en el vacío grisáceo del herbario del Museo. La taxidermia actual es una apenas una sombra de lo que llegó a ser para la ciencia en el siglo XX, debido a resoluciones de protección al medio ambiente tales como el Decreto 1076 de 2015, que exige un permiso de estudio para todos los proyectos de investigación que involucren “alguna o todas las actividades de colecta”.
Eso sí, María Fernanda no podría estar más de acuerdo con su implementación. En muchas ocasiones, acepta que “las colectas de un ejemplar en específico, focalizadas en solo una zona, podían arrasar con la especie entera".
—Los niños preguntan que por qué mataron a los animales —me cuenta José. A sus espaldas se extiende el centro bogotano. Frente a él, está naturalizada una guacamaya—. Yo trato de explicarles que los museos de historia natural cumplieron una función muy importante para la documentación de la biodiversidad del planeta.
Evitar que el corazón dé un vuelco al entrar a la sala de mastozoología no es tarea fácil. Es un mausoleo de titanes, repleto hasta el techo de cuerpos feroces, hechizados en una pose eterna: osos grizzli descomunales, de anteojos, pumas y hasta leones.
—Las colecciones de historia natural son una fotografía de los estados previos de la biodiversidad. Cobran sentido cuando los investigadores logran un contraste con el pasado a través de la taxidermia, y así miden los impactos del cambio climático.
—Hay que ser pragmáticos.
—Exacto.
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Foto: María José Ballén
Juan Carlos Londoño recibió la taxidermia de las manos de su padre a los 12 años. Venía disfrazada de un pájaro carpintero moteado, con una cresta roja; ya embalsamado con formol. Durante los siguientes dos años, y con la inspiración puesta en los animales naturalizados del Museo de Historia Natural de Matecaña, por un grande de la taxidermia como Gilberto Toro García, Juan Carlos experimentó con aves pequeñas. Pero el suyo era un proceso rudimentario que las dejaba momificadas y no hacía más que mandarlas a un sueño irremediable.
A sus 36 años y certificado como taxidermista de aves en un curso que realizó bajo la instrucción de Christopher Milensky, curador de aves del Museo Smithsoniano de Washington D.C, este pereirano sueña con remontar el vuelo de un águila arpía. Se siente más que listo. Con la sagacidad de sus manos ya les ha devuelto el vigor, aunque no la vida, a decenas de mascotas. Desde colibríes que pueden descansar perfectamente en la palma de su mano y hasta a pavos reales.
El proceso de la taxidermia es para Juan Carlos un poema dadivoso que lleva en la memoria de las manos y que al final vale toda la pena. La verdad es que su taxidermia victoriana, como le llama al arte de reconstruir al animal en su ambiente natural, no puede estar más alejada de la sangre.
Si acaso llega a tener algo de visceral, es seguramente su pasión.
—Tomar medidas es lo primero. Luego pasas a retirar la piel del animal. Vas a hacer una incisión desde la base del pecho hasta un centímetro arriba de la cloaca, que es el ano de las aves —me lo indica como si estuviera a punto de sacarse una guacamaya del bolsillo, su ave preferida para naturalizar—. Comienzas a retirar la piel. Separas los muslos del cuerpo y empiezas a descarnar esos huesos…
El arte ocurrirá a la hora de montar la piel ya lavada y seca sobre el maniquí, que puede ser de fibra de vidrio, icopor o, incluso, estropajo. Solo después de pintar la peana, que es la base donde se colocan los animales, y cubrirla de flores artificiales, llegará su etapa favorita de la taxidermia: la entrega.
Entonces verá la sorpresa enjuagarles la incredulidad del rostro a sus clientes. Las suyas son replicas impecables, son un engaño de muerte que los deja boquiabiertos.
—¡Quedó mejor que cuando estaba vivo! —le volverá a decir el cliente.
Una mañana próxima Juan Carlos volverá a salir en busca de otra avecilla muerta en el camino. La recogerá y palpará. Verá que aún está rígida y tibia; si es así, acaba de morir. Se cerciorará de que no se le caigan las plumas y, a la hora de despellejarla, la tratará con mansedumbre porque su piel es como de “papel”.
Hacerle honor a la belleza de la vida silvestre requiere de un proceso previo de contemplación. La cereza del pastel, o más bien la base de una taxidermia fidedigna, es un ecologista ávido, que se sepa al derecho y al revés, después de tanto observarlas, esas mañas únicas de cada especie.
¿Cómo volaría si estuviera viva? ¿Cuán vivaces serían sus ojos? ¿Cuáles serían los árboles que acompañarían su vuelo? Se preguntará todo esto mientras la estudia bajo una consigna tan certera como la muerte misma:
—No puedes conservar algo que no conoces.