La palabra
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Nicolás Echeverri
Universidad de Antioquia
Qué dama caprichosa es la palabra. Cuando se necesita, ella se esconde. Cuando sobra, se presenta con carnaval y comparsa. Y cuando se le pide precisión, ella se vuelve impresentable e inadecuada.
Constantemente se pregunta uno su relación con la palabra, porque… ¡diablos! Además de caprichosa es enigmática y confusa. Que pare de leer este texto quien no ha creído tener una relación amistosa, casi fraternal con la palabra, o por lo menos una relación familiar, casi maternal. O que se vaya a leer otra cosa quien simplemente no creyó tener una relación formal con el verbo, casi profesional, pero el mismo verbo se encargó de demostrarle todo lo contrario.
Y es que así es la palabra, casi adecuada, casi elegante, casi madre, casi divertida, casi perfecta. También es casi vieja la palabra. Pero en realidad se mantiene muy joven para decir que está envejeciendo. Es más fácil decir que tiene muchos años, o mejor aún, que lleva años y poco más. Porque aquello sería meterse con su esposo, el número, y ese no es flexible ni libre, sino más bien preciso y tosco.
Pero volviendo con la palabra, todos la amamos, a pesar de ser casi todo y medio nada, porque, aunque es caprichosa, es casi imposible imaginarse este complejo y enrevesado mundo sin nadie que lo nombre. O por lo menos sería muy desolador vivir en una realidad únicamente cuidada por el hermano de la palabra, el hecho, que, aunque igual de independiente y amado que su hermana, necesita ser explicado de vez en cuando, tanto como la palabra necesita que la hagan. Y es que a veces uno no sabe en qué juego retorcido e infantil viven esos dos hermanos, que se compinchan para jugarle bromas algo pesadas a quien no los posee, pero los busca.
Porque cuando un amigo está en duelo y uno quisiera decirle mil cosas para consolarlo, solo sale el hecho de abrazarlo. O cuando el profesor está hablando y pregunta sobre algo que resulta desconocido, en vez de reconocer la ignorancia y callarse, lo que sale es una verborrea de palabras que ni uno sabía que conocía, para hacerse el conocedor de nada; o aún mejor, desvirtuar el tema para llevar la conversación a otro lado. Todo eso no es sino un montón de acontecimientos incómodos e imprecisos que solo acaban en el silencio del uno, la desatención del otro y el rubor en las mejillas de la desafortunada víctima de las jugarretas del hecho y la palabra.
Y peor que todos esos acontecimientos, cuando uno no encuentra palabras para escribir y solamente le sale el hecho de hacer un escrito quejándose de lo caprichosa y cansona que es la palabra. Triste es, pero no hay de otra: a veces hay que buscar la palabra de vez en cuando. Después de todo, solo la palabra puede describirse a sí misma.