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Corre

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Ariadna Rey García

Universidad Autónoma de Bucaramanga

Las mañanas son calurosas. El sol pegaba contra la ventana, y como alarma me hacía despertar.

El café caliente, antes de comenzar a trabajar en la constructora, me daba todos los ánimos del día, y no podría cambiar la dosis de cafeína diaria y durante el día por nada. La sensación era como la de la araña picando a Peter Parker, y este obteniendo sus habilidades arácnidas.

El amargo sabor calentando mi garganta seca, y el brillo en mis ojos tras el primer trago, demostraban el encanto del café.

—Buenos días —el guardia de seguridad, como siempre, saludaba con una sonrisa amable. El perro, a su lado, me movía la cola en saludo.

—Buenos días —asentí, correspondiendo el saludo, y entré al edificio vacío.

La construcción estaba lenta por falta de recursos. Algunos trabajadores ni llegaban, por lo tanto, nos faltaban manos para poder avanzar con satisfacción.

El día fue ocupado, desde supervisar a los empleados, registrar las entradas y salidas de materiales, checar los horarios… hasta que cayó la noche, y era hora de regresar al apartamento.

Las oscuras zonas del edificio se iluminaban por la linterna de mi teléfono, mientras revisaba el horario del transporte público por internet. Aún no me acostumbraba a los diferentes horarios del paradero del bus, y siempre era mejor checar antes que estar sentado por media hora en un lugar vacío y propenso a que llegara un ladrón.

Apagué la pantalla tras revisar, y faltaba poco para que llegara el bus al paradero, por lo que aceleré el paso hacia la entrada. Pero un bufido me retuvo antes de llegar. Moví el teléfono, iluminando con la linterna, y tuve que avanzar un poco más para visualizar al perro que me miraba de manera fija. El sonido de su garganta se escuchaba fuerte y claro. Sus ojos cafés, con destellos rojos por la luz de la linterna, lo hacían ver un poco aterrador. Su cola en punta me hizo mantenerme quieto, pues hace unos días había leído que, si un perro está enojado, es mejor quedarse quieto, porque si sales corriendo lo más seguro es que te va a atacar.

La saliva caía por sus dientes en punta, que sobresalía de su hocico de una manera antinatural. El gruñido aumentaba mientras yo permanecía quieto.

La punta de su nariz me señalaba, como si hubiera encontrado a su presa y la estuviera marcando a su amo. Levanté la mirada en busca del guardia de seguridad, pero no había nadie. Solo el animal y yo.

La boca se separó para soltar un ladrido que hizo que me sobresaltara, y que el perro se inclinara más hacia mí. Un silbido hizo eco, como de una señal.

La verdad, pensaba quedarme quieto, pero esperar una mordida no valía la pena. Así que, sin dudarlo, como si de sobrevivir se tratara, me di la vuelta, comenzando a correr en dirección contraria, y el animal me siguió.

Las garras contra el suelo resonaban en cada galopeo, me erizaban la piel, y el sudor frío comenzaba a brotar de mi frente. La linterna del celular se movía de un lado a otro. Las paredes grises de la construcción eran infinitas para mi dificultosa vista. El jadeo agonizante tras de mí mientras seguía corriendo por los pasillos, esquivando objetos, intentando que el animal tropezara y olvidara mi existencia.

Mi voz había desaparecido, y en la carrera había perdido el teléfono, dándome la inmunda imagen del animal iluminado por la linterna mientras olfateaba el objeto, llenándolo de saliva.

Su mirada se levantó hacia mí, fija y penetrante. El pasillo había llegado a su fin, y su apetito solo hacía que su estómago comenzara a crujir.

¿Era mi momento? ¿No había salvación? ¿Por qué no gritaba por ayuda? Tantas preguntas y tan poco tiempo…

Cuando el perro se lanzó ante mí, tirándome, hizo rebotar mi cabeza contra el suelo. Y ahí la vi: una escalera de metal.

Con todas mis fuerzas, de una patada, alejé al salvaje animal unos cuantos metros. Subí a cuatro patas la escalera, quedando en la cima, suspirando y sintiendo alivio de que el animal ya no me iba a alcanzar.

El perro regresaba, rodeando la escalera, y en mi mente nunca pasó lo que esa cosa había comenzado a hacer.

Mis pies, a duras penas, llegaban al último escalón para mantener el equilibrio. Esa cosa negra y grande comenzó a saltar, intentando llegar a mis zapatos.

Tomaba impulso como un animal inteligente, que sabía lo que debía hacer para atrapar a su presa.

Uno de sus saltos tambaleó la escalera, haciéndome perder el equilibrio. La escalera se deslizó por la pared, colapsando en el suelo… y yo, sobre ella.

Mi tobillo había quedado atrapado debajo de un escalón. El dolor era tan intenso que sabía que no iba a poder correr.

La bestia, con sus ojos inyectados en rabia, se lanzó ante mí, y lo único que pude hacer fue poner las manos.

Sus colmillos se enterraban en mi piel, penetrando e intentando morder más. Mis manos habían encajado de manera perfecta en su mandíbula. Luchaba por evitar que esa cosa cerrara la boca y se llevara uno de mis dedos hacia su estómago.

El chasquido de su mandíbula resonó en mis tímpanos. Se había desencajado, y una sonrisa en mi rostro cantaba victoria.

Pero el perro seguía vivo, y mis manos, atrapadas. Forcejeé con ellas. Las patas traseras del peludo retrocedían, tirando de mis manos, rasgando mi piel.

No había otra opción para poder salir y ser libre.

Como de una tapa de caja al abrir, moví mis brazos, presionando mis palmas contra sus colmillos.

La sangre brotaba en cantidades bárbaras, manchando mi pantalón y rostro. El espeso y caliente líquido rojo bañaba al cachorro gigante.

Sus ojos cafés ya no eran los mismos. La mirada, perdida y vacía de pensamientos y emociones.

Su cuerpo, tirado y abierto desde el hocico.

Lo único que brillaba, aparte de la linterna al fondo de la habitación que daba directo a la escalera, era la piel rosada de la criatura, decorada con sangre, manchando a nuestro alrededor y reflejándonos en ella…

Hasta que, por fin, mis manos se soltaron y fueron libres.

Mi voz había regresado.

ISSN: 3028-385X

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