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Cuando callan las sirenas

Foto: IA
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María Antonia Gómez

Universidad Javeriana de Cali

Las ruedas de la camilla resonaron por todo el pasillo principal de la sala de  emergencia del Hospital De La Paz de Madrid. Se escucharon los quejidos de un  desafortunado que peleaba para mantenerse con vida. Cuando llegó al quirófano,  Vera observó al paciente: su ropa desgarrada, sucia y manchada de sangre;  quemaduras y profundas heridas que recorrían su ancha espalda de obrero, y una  mirada perdida que hizo creer a la doctora, por un segundo, que el hombre había  fallecido. 

—El paciente está consciente, pero presenta afectaciones graves en varias zonas de su cuerpo —dijo el doctor Isidro Navarro, compañero de turno de Vera, al equipo de  médicos y enfermeros mientras se preparaban para entrar a cirugía—. También inhaló mucho humo por la explosión, por eso se le suministró oxígeno, lo que todavía lo mantiene con vida —agregó Vera rápidamente antes de que el doctor Navarro la  interrumpiera.

Vera Ferrer e Isidro Navarro se veían forzados a convivir varias horas a la semana en la sala de emergencias; sin embargo, eso no significaba que se llevaran bien. Para Vera, el doctor Isidro era insoportable: un hombre de belleza encantadora, pero de carácter arrogante y terco, que constantemente la humillaba. Para Isidro, Vera era inexperta y mediocre, una simple doctora que no merecía estar en el quirófano.

En la sala de preoperatorio, Vera se acercó al herido antes de que la inducción anestésica lo llevara a un estado de inconsciencia. Este abrió sus ojos con dificultad y, con las fuerzas que le quedaban, tomó su mano y la apretó, intentando aferrarse al  plano terrenal del que se alejaba cada vez más.

La fría mano del obrero la transportó de vuelta a esa helada y lúgubre noche en el  Mercado de San Miguel en la Plaza Mayor de Madrid en 1938. Un escalofrío recorrió la espalda de Vera. Su respiración se aceleró y se le nubló la vista. A su mente regresó aquel recuerdo que mantenía enterrado en su memoria.

En medio de los disturbios en las colas de racionamiento, en las que familias enteras protestaban por el hambre que asediaba a la población madrileña, Vera recordó el momento en que su vestido azul oscuro, sus zapatos de charol blancos y su desgastado abrigo de invierno se tiñeron con la sangre de su hermana y su madre cuando intentaban escapar de los crueles bombardeos al Mercado por parte del  Ejército del Centro de las fuerzas franquistas. Se vio de nuevo en frente del cadáver de su hermana y el agonizante cuerpo de su madre que, con las fuerzas que le quedaban, logró tomar su mano y mirar por última vez sus cristalizados ojos verdes.

—Ferrer, ¡pero qué está haciendo! ¿No ve que el paciente tiene que entrar a cirugía  lo antes posible? —el grito de Isidro la trajo de vuelta a la realidad, en la que se encontraba inerte, en frente de un hombre a punto de morir. Aún aturdida por lo que acababa de recordar, se apartó para que el herido fuera llevado al quirófano.

Saliendo de una exitosa cirugía, Vera soltó su grueso cabello negro y lo dejó caer  sobre sus hombros. Isidro salió del quirófano y se acercó a Vera con su cojera habitual, que no lo hacía un hombre menos intimidante.

—Vera, ¿qué diablos le ha ocurrido? Pudo haber dejado morir al paciente si yo no hubiera intervenido. Cada día estoy más seguro de que las mujeres no pertenecen al  quirófano…

Vera ignoró las palabras de Isidro y consiguió recuperarse para poder continuar su  trabajo en la sala de emergencias.

Pasadas unas horas, Vera se encontraba tan absorta en sus labores que el repentino estruendo de las puertas de la sala de emergencias la aterrorizaron. Buscó consuelo en el escapulario de su madre que llevaba colgado en el cuello. Jugueteando con él entre sus dedos, logró tranquilizarse. Al salir al pasillo, observó cómo una camilla era arrastrada a toda velocidad entre militares de la unidad élite del ejército español y unos preocupados paramédicos.

Vera se mantuvo inmóvil a la espera de saber qué ocurría en esa gélida sala de paredes blancas. Su rostro pasó de tener un usual tono rosa pálido a un blanco de morgue, mientras veía cómo la camilla se dirigía a la sala de reanimación con el cuerpo inerte del dictador Francisco Franco. De pronto, entendió a lo que se tenía que enfrentar: debía salvarle la vida a quien arruinó la suya 37 años antes.

Su pulso aumentaba. Vera sintió el palpitar de su yugular y creyó que iba a reventar. Unas manos invisibles la ahorcaron, dejándola sin aire. Una fuerte presión en el pecho le hizo creer que tenía un infarto. Estaba a punto de vomitar. Buscó protección en aquella esquina del frío pasillo. Isidro la encontró y, en un giro inesperado de carácter,  la consoló:

—¿Vera? No sé qué es lo que te pasa, pero en este momento te necesito para salvar al recién llegado. Este paciente es de vital importancia. Por favor, Vera, ¡reacciona! Sacudiéndola por los hombros, Isidro la trajo de vuelta a la realidad. Recuperándose rápidamente ante la insistencia de su colega, Vera corrió por el pasillo en dirección a la sala de reanimación, limpiándose las lágrimas de sus pálidas mejillas.

Después de dos horas de maniobras críticas, Franco sobrevivió al quirófano. Vera salió de cirugía creyendo haber soñado. Maldijo su suerte, ese día, esas puertas por las que había entrado a trabajar. Quería huir, quería dejar esos largos años de sufrimiento en el olvido, pero se dio cuenta de que ese era solo el comienzo.

Realizando su ronda nocturna, Vera, aún aturdida, entró al cubículo de Franco. Se encontró con el cuerpo de un débil anciano. Era irónico, pensó, ver al hombre que le había causado tanto daño, ahora en una posición de absoluta fragilidad.

Estudió sus débiles brazos y concluyó que podían romperse con facilidad. Observó su tembloroso pecho y pensó que podía dejar de respirar en cualquier momento. Recordó todos esos años de sufrimiento y se dio cuenta que ahora tenía al responsable en frente suyo, en una solitaria sala, indefenso. Pensó en tomar la jeringa que se encontraba en su bata y clavarla en el cuello del hombre una y otra vez, hasta matarlo.

Introdujo su mano en el bolsillo y sintió la jeringa en su palma. La apretó con fuerza  mientras la sacaba. Vera se acercó al cuello de Franco, cuando este abrió los ojos lentamente, recuperando la conciencia. La médica la guardó rápidamente antes de ser descubierta. Franco la observó durante unos segundos y, con una temblorosa voz, le habló:

—Chica, ¿cuál es tu nombre? 

Vera apretó su mandíbula para contener la rabia. En un tono serio y casi odioso, respondió: 

—Soy la doctora Vera Ferrer, la responsable de reanimarlo y de su cuidado. Para su sorpresa, Franco sonrió. 

—Vera, qué nombre tan hermoso. Doctora Ferrer, nunca había estado tan cerca de  la muerte, y por eso debo agradecerle por salvar mi vida, estoy en deuda con usted. Esas palabras dejaron a Vera perpleja. Reaccionó como pudo; esbozó una sonrisa y asintió con la cabeza en respuesta al dictador. Se apresuró a salir del cubículo.

Vera se sintió extrañamente conmovida frente a las palabras del anciano dictador, pero todavía la dominaba una profunda rabia por la decepcionante amabilidad del hombre. En definitiva, no era para nada como se lo imaginaba. Ahora, su corazón tenía un conflicto. Una parte le llamaba de vuelta al cubículo para cuidar del débil anciano, pero la otra le hacía querer venganza para redimir su pasado de tanto sufrimiento.

Cuando menos lo pensó, su turno había acabado. Vera recogió sus cosas a toda velocidad para escapar del hospital. Cuando llegó a su casa, cayó en la cama y se hundió en un profundo sueño. Al otro día, despertó alrededor de las ocho de la mañana, ya que a las diez comenzaba un nuevo turno.

Cuando llegó al hospital de La Paz, corrió a la unidad de emergencias con una mezcla de intriga y ansiedad por saber cómo se encontraba Franco. ¿Por qué le importaba? Todavía sentía un intenso desprecio contra ese hombre, pero ahora había algo en su  interior que le hacía querer cuidarlo.

Vera recogió su cabello, se puso su bata y se dirigió al cubículo del dictador. Sus manos comenzaron a temblar cuando lo vio tendido sobre la cama, consciente.

—Buenos días, doctora Ferrer, me da mucho gusto verla —dijo Franco, alegremente.

—Buenos días. Sus signos vitales se encuentran estables y, considerando que ayer llegó en estado de infarto, su mejoría es positiva —dijo la doctora, evitando cualquier simpatía con el convaleciente. 

—Doctora —llamó Franco la atención de la mujer—, usted me recuerda muchísimo a  mi hija Carmen. También tiene cabello negro como el suyo. 

 

Intentando ignorar las palabras del hombre, se concentró en realizar sus tareas de monitoreo del paciente. 

Cuando se acercó al hombre para poner el fonendoscopio sobre su pecho, el collar de su madre colgó fuera de su bata, siéndole visible a Franco. Este, con sus temblorosas y débiles manos, lo tomó entre la yema de su dedo índice y su pulgar.  Lo observó mientras lo acariciaba.

—Es un hermoso escapulario. San Benito, ¿cierto?  

Sintiendo un profundo dolor, Vera respondió que sí. 

—¿Y dónde lo has conseguido? Me gustaría llevarle uno a mi hija.

Dentro de su cabeza, Vera escuchó las palabras de Franco como un eco que no cesaba. El presente había paleado la tierra que mantenía enterrado su pasado. Vera cayó de nuevo en un espiral de recuerdos. Imágenes fugaces proyectadas en su  mente sobre el temor en los ojos de su madre y el pálido e inerte cuerpo de su hermana rodeado de un charco de sangre. El único recuerdo que le quedaba de su  madre era el escapulario de San Benito, y ahora Franco lo tenía entre sus dedos rojos. Sobre sus mejillas corrieron las lágrimas de un corazón que hervía en rabia. De ella se apoderó una fuerza sobrenatural que la obligaba a la violencia.

Dejó caer el fonendoscopio al suelo. Franco la miró intranquilo. Vera, poseída, tomó entre sus manos la almohada en la que reposaba el hombre y la presionó fuertemente contra su arrugado rostro. Con una voz ahogada, Franco intentó gritar. Trató de golpear a Vera con sus débiles brazos. Pataleó, golpeó todo lo que tenía al alcance de sus manos, pero fueron intentos inútiles de liberarse. Sintió impotencia de que su cuerpo no pudiera responder a sus profundas ganas de sobrevivir. En la última exhalación de aire caliente, su alma se escabulló por las fosas nasales y quedó finalmente fuera de su cuerpo.

El tono plano del monitor de signos vitales despertó a Vera de su trance violento. Observó la máquina e identificó la línea plana que marcaba el final de una vida que luchó por sobrevivir. Con los ojos nublados, sintió una sucia paz y satisfacción en su corazón. Pensó en su hermana, en su madre, en su infancia. Recordó esos años de sufrimiento y entendió que, aunque no podía cambiar el pasado, su presente podía  consolarla y decirle que todo había terminado.

Paro cardíaco súbito, ese fue el diagnóstico que Vera dio al equipo médico y a las autoridades para explicar la muerte inesperada de Franco. Tras el levantamiento del cadáver, Vera recogió sus cosas y, aunque no hubiera terminado su turno, regresó a  su hogar.

Tumbada en su cama, la alertó un ruido que sacudió la ventana de su habitación. Vera se apresuró a mirar a la calle a ver qué sucedía. Al asomar su cabeza, vio las  avenidas de Madrid atestadas de personas. Escuchó risas y cantos que no oía hace más de 40 años. Vio colores y banderas que no se atrevían a salir en los tiempos de la dictadura. La aturdió el grito de un pueblo liberado que ahogaba el ulular de las sirenas de los policías y de las ambulancias. Verá entendió, entonces, que todo había terminado.

ISSN: 3028-385X

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