Agosto 2025
Edición N°11
ISSN: 3028-385X
De plata

Ricardo Santana, tras ser embestido en la Plaza de Toros de Manizales. Foto: Farley Betancourt

Laura Valentina Giraldo
Universidad de Manizales
Este año el mundo ha temblado desde sus cimientos. La política, la sociedad, la economía y el medio ambiente se han sacudido como nunca, dejando al descubierto una fragilidad que nos empeñamos en ignorar. Todo parece tambalear, y a ratos siento que nos derrumbamos poco a poco.
Hace siete meses, en la Feria Taurina de Manizales, la vida del torero de plata Ricardo Santana pendió de un hilo. En aquella tarde del 6 de enero, el segundo toro de la Ganadería Dos Gutiérrez, un ejemplar de más de 400 kilos, lo embistió brutalmente contra las tablas de la Monumental. El silencio que se posó sobre las 12.000 almas presentes aún retumba en mi memoria: un silencio pesado, sepulcral y expectante, que sólo se quebró con el grito desesperado de quienes, con el corazón encogido, lo recogieron del albero y corrieron a la enfermería con él en brazos, con la esperanza de arrancarlo de las garras de la muerte.
Contra todo pronóstico, Santana respira. Se recupera en casa, testimonio vivo de esa estirpe irreductible de la que están hechos los toreros. Pero la historia no termina ahí; hay otro costado, uno oscuro, que debemos mirar de frente, así, como se debe mirar a los toros y a la muerte.
Por esos días, el diario La Patria de Manizales informaba sobre su estado crítico. Y en las redes sociales, ese circo sin ética e indolente, los comentarios se multiplicaban: que ojalá no despertara, que bien merecido lo tenía, que por fin un toro había hecho justicia. Palabras que no son sólo letras lanzadas desde la seguridad de una pantalla: son puñales lanzados desde la mezquindad de quienes confunden diferencia con enemistad, y olvidan que la vida humana es sagrada, aunque no compartamos los sueños del otro. En la historia de la humanidad, el odio por lo distinto ha sembrado los peores horrores.
En Colombia se lidian cerca de 100 toros al año en las Ferias Taurinas de Manizales, Cali, Lenguazaque y otras provincias, mientras más de 13.000 cabezas de ganado bravo pastan en nuestras montañas. La aritmética es simple: viven muchos más de los que mueren. Y, sin embargo, leyes, política y un animalismo mal informado insisten en pintar esta realidad como una carnicería, justificando el odio hacia un hombre que agonizaba, en nombre de una supuesta defensa del toro. Ignoran que el Toro de Lidia no es un invento del ruedo: es arte, cultura, trabajo y ecología. Donde otros ven sangre, yo veo una verdad profunda: la humanidad que habita en quienes lo aman.
Porque ¿cómo llamar a quienes oraron siete meses por la vida de Santana? ¿Cómo nombrar a esos hombres que, jugándose todo, lo cargaron en brazos para salvarlo? ¿O a quienes, con actos benéficos, reunieron recursos para que él y su familia tuvieran sustento? ¿Cómo llamar a los ganaderos que, pese a todo, siguen velando por la existencia de un animal que la sociedad hipócrita dice proteger, mientras lo condena a la extinción?
No sé cómo termina esta historia. Sólo tengo dos certezas: que Ricardo Santana está más vivo que nunca, y que las 13.000 reses bravas que respiran en nuestras tierras son el corazón de un ritual que nos pertenece. Y también sé que lo esperamos en Manizales, para decirle en voz alta que los toreros son los seres más valientes, sensibles y resilientes que existen. En un contraste trágico, estamos rodeados por una sociedad mezquina, que ha olvidado el peligro del extremismo, la desinformación y la incapacidad para debatir con respeto. Las diferencias nos conflictúan, sí, pero son la esencia de nuestra humanidad. Esa humanidad que, paradójicamente, parece estar desapareciendo.