Del nazismo al cinismo

David Novoa Orjuela
Universidad Nacional de Colombia
No deja de parecerme insólito cómo Alemania, ese país que durante décadas ha cargado con el peso de la culpa por el horror del nazismo, vuelve a coquetear con las ideas que una vez la llevaron al abismo. Y digo coquetear, aunque en realidad se trata de un compromiso casi formal con el ascenso de la ultraderecha. La figura de Alice Weidel, la cara más visible del partido Alternativa para Alemania (AfD), es el ejemplo más burdo —y paradójico— de cómo el populismo de extrema derecha se disfraza de “renovación” mientras recicla los mismos odios de siempre.
Weidel se vende como una outsider, como alguien que viene a hablar con franqueza, que representa al “alemán de a pie” indignado con la migración, la diversidad, lo políticamente correcto. Sin embargo, no hay nada más contradictorio que su discurso. Ella, una mujer abiertamente lesbiana, que vive cómodamente en Suiza con su pareja y sus hijos, se dedica a levantar la bandera de los “valores tradicionales” y a señalar con el dedo a todo lo que huela a diferente. Me cuesta digerir semejante ironía: alguien que pertenece a una de las minorías históricamente perseguidas por la ultraderecha, se ha convertido en su vocera más reconocida. Es, sin duda, uno de los absurdos más grotescos de este tiempo.
No se trata de un fenómeno aislado ni de una anécdota mediática. Lo que está ocurriendo en Alemania tiene profundas raíces históricas y sociales. La AfD, desde su fundación en 2013, ha crecido como la espuma. Empezó como un partido euroescéptico, pero pronto encontró su nicho atacando la migración, los refugiados, el islam, los derechos de las mujeres, los derechos LGBTIQ+ —sí, esos mismos que Weidel representa, pero parece despreciar—, y cualquier atisbo de progresismo. Hoy ya es la segunda fuerza en muchas regiones, especialmente en el este del país.
No es casual que este crecimiento se haya dado en territorios que, durante décadas, estuvieron bajo el yugo del socialismo real. La reunificación alemana no borró las desigualdades ni las frustraciones. Las promesas del capitalismo no se cumplieron del todo, y la población más golpeada encontró en la ultraderecha una vía para expresar su descontento. Es un fenómeno que se repite en muchas partes del mundo: el resentimiento se convierte en odio, y ese odio es capitalizado por políticos hábiles que necesitan enemigos para sobrevivir.
Lo que me alarma profundamente es que ese discurso de odio ya no se ve como una amenaza, sino como una opción válida, incluso respetable. Los votantes de la AfD no se esconden. Y muchos jóvenes —sí, jóvenes— se sienten identificados con su mensaje de “recuperar Alemania”. ¿Recuperarla de qué? ¿De los inmigrantes? ¿De las mujeres feministas? ¿De los musulmanes? ¿De los “globalistas”? El lenguaje apenas ha cambiado respecto al que usó Hitler en los años 30, y, sin embargo, hoy se disfraza con frases de marketing, con sonrisas en TikTok, con una estética moderna que hace más digerible la misma porquería de siempre.
Alice Weidel es, en esencia, todo lo que critica. Una mujer privilegiada que vive fuera de Alemania mientras exige más patriotismo. Una lesbiana que defiende a un partido que niega derechos a personas como ella. Una “defensora de la familia tradicional” que forma una familia no convencional. No es solo hipocresía: es un experimento político peligroso. Alguien que muestra que incluso las minorías pueden ser usadas como instrumentos para legitimar ideologías que atentan contra esas mismas minorías.
La derecha radical ha entendido muy bien cómo adaptarse. Ya no necesita botas ni camisas pardas. Ahora tiene corbatas, redes sociales, campañas bien financiadas y discursos diseñados para parecer racionales. Pero el fondo no ha cambiado. Es el mismo odio al otro, al diferente, al pobre, al que piensa distinto. Lo mismo que incubó al fascismo en el siglo XX. Solo que ahora es más difícil de identificar, porque se disfraza de “preocupación por el orden”, de “defensa de la identidad”, de “libertad de expresión”.
Lo más doloroso es ver cómo muchos sectores progresistas en Europa, y en el mundo, no han sabido responder con fuerza y claridad a este fenómeno. Se limitan a escandalizarse, a burlarse en redes sociales, pero no logran construir una alternativa política que conecte con las emociones y el desencanto de la gente. Y mientras tanto, personajes como Weidel avanzan.
No estoy diciendo que debamos replicar sus métodos. Pero sí debemos ser más astutos. Más pedagógicos. Más capaces de mostrar que la democracia no puede ser una fachada vacía, ni una élite lejana. Hay que devolverle contenido, pasión, sentido. Si no lo hacemos, el terreno será ocupado por quienes prometen seguridad a punta de exclusión.
Alemania debería haber aprendido que el fascismo no llega gritando, sino susurrando. No se impone de la noche a la mañana, se cultiva poco a poco, en los miedos y en la ignorancia. Weidel no es un accidente. Es el resultado de años de despolitización, de silencios cómplices, de medios que normalizan discursos extremos, de la desaparición del Estado en algunos territorios, y de una sociedad que ha olvidado que el infierno puede comenzar con algo tan simple como una elección.
En lo personal, me alarma. Porque hoy es Alemania, pero mañana puede ser cualquier otro país. El fascismo se reinventa. Cambia de rostro, pero no de esencia. Y mientras más rápido lo entendamos, más tiempo tendremos para resistirlo y contenerlo.



