Destinos y jardines


Alejandro Chavarría
Universidad de Antioquia
Estoy triste, jamás seré otra cosa. No salgo de la línea puesta por mi madre y su madre, nuestras infinitas madres, e incluso entonces soy, encasillada, diferente de todas ellas. Ahí está mi primer gran trauma: no soy ni una cosa ni la otra, sino yo propia, aun sin saber si por azar o mandamiento.
Tengo tanta maldita envidia del que puede elegir qué ser: esos gigantes son todos tan caóticos, y toda elección se fundamenta en el caos; así pues, estoy deseosa de desordenarme, dejar de ser rosa, para ver si en mi cuerpo falta una rosa.
Un día, uno decisivo y olvidado, vi a un moribundo arrastrarse por mi grama. Muy contento andaba para tratarse de una herida tan grave: se le estaba chorreando el alma.
—¿Está usted bien, oruga? —todos sabemos que en realidad los extraños no tienen empatía, y que el mundo tiene todo extraños— ¿Puedo ayudarle?
—Nah, más bien ayúdese usted —qué encantadora cara dura—, que yo estoy tan contento que no quepo en la piel.
—¿Y eso por qué?, yo no me aguanto la mía.
—Es porque, ay —interpreta una danza, tan feliz y tan banal que me siento estúpida al no comprender—, pronto seré otro, otra cosa.
—¿Qué cosa?
—Una mariposa.
—¿Una mariposa? —tomo especial cuidado de masticar cada sílaba— ¿Una clase de transformación?, solo me recuerda a la vendimia… Me lo contaron las uvas, a quienes paren y matan por gusto.
Le noto de una el disgusto por el drama, por la tragedia. Silencioso, me juzga antes de partirse en carcajada rebelde. Triste, lo dejo estar, escuchando (uno escucha y aprende siempre, aún contra su voluntad, eso aprendí con la oruga y la envidia).
—Una mariposa, querida, es el último acto de mi vida; es uno delicioso, porque puedo volar, ver el mundo distinto. Seré otro, sentiré otros corazones.
Estupefacta me deja, ¿cómo es vivir media vida como una cosa, y otra media como otra? Rememoré aquellos tiempos donde mi cuerpo no había germinado y todo era oscuridad. Luego, cuando ni pétalos tenía. Me quedaba claro, sin embargo, que yo siempre había sido la misma, grande o menuda, la misma.
—¿Y cómo es eso? Cuánto quisiera sentirlo —todo lo que fue tras esa pregunta se me escapó, me doblegó la honestidad del deseo, y cuando algo es honesto, es inevitable.
—Te diré cuando el sol se haya puesto cuatro veces, nena.
Atrás queda una extraña baba resplandeciente.
Quedo de nuevo en mi soledad: Ella me hace una pensadora brillante y triste.
Pasan los días y las noches, exasperantes mis roces con el viento. Llueve al tercero, por la noche. Él, dolorosa novedad de mi vida, pasa a la madrugada del cuarto. Cesada la lluvia, forzada a escuchar mi propio cuerpo y el batir de un pájaro más pequeño, mucho más odioso, pero tan infinitamente bello, infinitesimal y matemática belleza.
—Mari… posa —digo, anonadada, masticando cada palabra, cada letra de maría se posa.
—Así es. A mí también me costaría entender lo que no soy.
Me asaltan esas palabras con mayor violencia de la que conjurara la guerra que vieran mis ancestras; después de todo, para mí esas cosas solo eran historias. Frente a mí, hecha mariposa, estaba mi lucha, que también se vería abstracta e inentendible para mis posibles rosas, mis posibles hijas.
Pavonéandose, regodéandose, hace otra danza —tan banal y estúpida y envidiable como la primera— antes de despedirse de mí, entregándose a la distancia que su nueva vida permitiría.
Deja de llover, llega la antesala del hielo. La oruga, cambiante y perfecta, no sale de mis pensamientos.
Con el bosque o el jardín gris y anaranjado, pienso que no habría mejor momento para intentar ser otra, no otra rosa, sino otra cosa, que ese ahora que me rondaba. Rodeada de muerte —un grave sinónimo de cambio—, me atrevo. Atrevida, a plena luz del día, entono mi mejor canción. Me enseñaron las otras rosas que cantar para los dedos y oler para los ojos era la mejor manera de invocar el cambio.
Canto, canto inquebrantable, despreocupada por mis propias fuerzas, olvidándome. Cuando el canto se hizo ya automático, y yo tenía la vida y la luz cerradas, me arrancan del suelo, liberada de lo normal, incursionando hacia lo desconocidamente inagotable.
Curan mis extremidades, que cercenaron; primer paso hacia una nueva cosa, una inrrosa.
Me depositaron en tierras cristalinas; por primera vez siento y hablo con el agua (dijo que los límites son libertad, toda irrazonable) que tanto me alimentó. Yo era tan ignorante, que imposible y apacible ignoraba lo que me dio la vida.
Culminaron hundiéndome en humanas aguas ardientes. Aún vivo gracias a ellas, moribunda, cambiada e igual.



