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Salomón Salazar

Saint Leo University, (Florida, USA)

En una mecedora, impasible, ajena a su exterior, la abuela llenaba crucigramas hasta aburrirse del aburrimiento. En otra, no muy lejos, silente, el abuelo, a cualquiera que pasase, saludaba con las cejas sin mucho esfuerzo. Ambos se mecían. Someros se mecían. Aburridos se mecían. A la espera de que anocheciera y luego amaneciera para de nuevo salir a sentarse y mecerse.

 

Los esperaba adentro una casa de un solo nivel, de piso ajedrezado, antiquísimo, roñoso pese a los barridos sacros de la abuela. Sin otro uso más que cargar camisas y sábanas, desfilaban marchitos, en el espacio de la sala, unos muebles regalados por hijos, primos, sobrinos, nietos. Al costado derecho tres cuartos idénticos, tres yacijas, tres ventiladores, tres mesas de noche. Más adelante, sin puerta, con un lavaplatos y un mesón rupestre, una zona que llamaban cocina.

 

Pocos pasos después, en un patio sin baldosas anegado de trastes de madera, Susi, una perra negra de raza desconocida, jadeaba en el suelo a causa del calor. Susi, llamada así en honor a su predecesora y a su pronta sucesora, apareció en la casa poco después de la muerte de la otra Susi. Gloria a Dios. Milagro canino. La abuela, artera de oficio y profesión, la llamó. Qsst, qsst, qsst, y le dio un par de huesos que habían sobrado del almuerzo. Sin protesta, la perra aceptó ceder su libertad. Su estancia sería edénica: comer y dormir igual que sus dueños.

 

En la otra acera, caderas crasas, pelo en cola, pasó frente a ellos una vecina.

-¡Vecinos! -los saludó irguiendo el brazo.

 

La señora siguió hasta llegar a su casa. Dos cuartos idénticos, dos yacijas, dos ventiladores, dos mesas de noche. En la sala frente al televisor estaba su hijo: lo saludó.

-¿Mami, será que la perrita no va a volver? -preguntó el niño, entristecido.

ISSN: 3028-385X

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