Agosto 2025
Edición N°11
ISSN: 3028-385X
Dos países, una obsesión

Valeria Sierra Cardona
Universidad Javeriana de Cali
El poder no tiene una definición única, pero cuando hablamos de potencias mundiales, nos referimos a una proyección de influencia casi inalcanzable. Estos estados ejercen dominio global en múltiples dimensiones, no solo económica o militar, que son las primeras que vienen a la mente. Su capacidad de control es tan vasta que pueden establecer o modificar reglas que rigen al mundo entero.
Últimamente se habla de la "nueva" guerra fría tecnológica, pero para mí, la palabra "nueva" no tiene lugar en este debate. Esta guerra ha crecido silenciosamente durante décadas, alimentándose de cada innovación, cada patente, cada línea de código. La búsqueda de supremacía tecnológica es una carrera en la que China y Estados Unidos llevan compitiendo desde la Guerra Fría original, solo que ahora los misiles nucleares han sido reemplazados por algoritmos y microchips.
Para nadie es secreto que la coyuntura actual gira en torno a la inteligencia artificial, la computación cuántica y los semiconductores. Estos sectores no son solo industrias lucrativas; son los hilos invisibles que mueven prácticamente cada aspecto de la vida, desde el celular hasta los sistemas que controlan el suministro eléctrico de las ciudades. Por eso, ante los ojos de ambas potencias, dominar estas áreas equivale a tener el poder de hacer girar el mundo entero como un balón de básquetbol sobre un solo dedo: con control, precisión y la capacidad de decidir hacia dónde va el planeta con el más mínimo movimiento.
¿Por qué cuando hay una inversión de por medio se cree que es sinónimo de pertenencia? La tendencia de pensar "yo invertí en esto, por lo tanto, tengo poder sobre ello" es francamente ridícula. En medio de esta competencia por la supremacía tecnológica, ambas naciones están haciendo inversiones desbordantes en investigación y desarrollo para adjudicarse el liderazgo en las áreas que consideran estratégicas.
Esta carrera por el control no se limita a la simple competencia entre estos países. Las diferencias en sus modelos de gobierno y sus enfoques sobre regulación y desarrollo tecnológico solo agregan complejidad a la rivalidad, terminando por repercutir en otras naciones que quedan atrapadas en el fuego cruzado.
La carrera armamentista en inteligencia artificial se ha convertido en una piedra angular preocupante. Al analizar las inversiones que ambos países realizan en desarrollo militar y civil, resulta inquietante imaginar qué podría pasar si uno de ellos logra el dominio absoluto de la IA. ¿Estaríamos dispuestos a entregar el futuro de la humanidad a una sola visión del mundo? La seguridad global estaría en riesgo.
El impacto en el comercio y la economía es igualmente devastador. La rivalidad se ha vuelto insostenible. La competencia tecnológica ha generado restricciones comerciales, sanciones y cambios drásticos en las cadenas de suministro, con implicaciones que trascienden las fronteras de ambos países y afectan a sus socios comerciales.
Aquí surge la pregunta más importante: ¿qué pasaría si, en lugar de competir destructivamente, estas dos potencias decidieran colaborar? Imaginemos por un momento los avances revolucionarios que podrían surgir de combinar la innovación estadounidense con la capacidad de manufactura china, o los breakthrough en IA que resultarían de unir sus mejores mentes científicas.
Pero no, la obsesión por el control absoluto nos priva de estas posibilidades. Mientras el mundo enfrenta desafíos globales como el cambio climático, las pandemias y la pobreza, las dos mayores potencias tecnológicas del planeta prefieren gastarse billones en una competencia que, al final, solo beneficia a sus egos geopolíticos.
¿Vale la pena sacrificar el potencial de transformar el mundo por el capricho de dominarlo? La respuesta debería ser obvia, pero la historia nos demuestra que la ambición suele vencer a la razón colectiva.