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El mundo no se detiene

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Bibian Riveros Bustamante

Universidad Jorge Tadeo Lozano

Usar el sistema de transporte público de Bogotá es muchas veces un reto. Rutas demoradas, buses llenos, trancones en todas partes y masas estresadas debido al ajetreo del día a día.


Llegar a la universidad y regresar a casa son cosas tan sencillas que se pueden volver toda una odisea. No sabes si en medio de tu trayecto se pueden presentar bloqueos en las vías, cierre de estaciones, embotellamientos sin razón aparente. Todo muy trágico y, al mismo tiempo, tan normal.


Un día olvidé mis audífonos y me esperaba una hora larga de trayecto por la Avenida Caracas, solo con mis pensamientos y el ruido del exterior. A mi izquierda se encontraban varios obreros trabajando arduamente bajo el picante “sol de agua” de Bogotá. A mi derecha, estaban los rostros de las personas apretadas en la puerta del articulado conmigo.


El bus abrió sus puertas en la estación Flores. Muchas personas se bajaron y otras pocas se subieron. Todas se veían muy elegantes. Mujeres con tacones y medias veladas, hombres con maletín y corbata, algunos jóvenes con uniforme antifluidos y, por último, el que más llamó mi atención, un hombre de avanzada edad con un morral colgado de su espalda y una caja llena de lapiceros en su mano derecha.


El hombre se aclaró la garganta y le ofreció su producto a los pasajeros. Intentaba hacer contacto visual con cada persona a la que se le acercaba, sin éxito. Todos iban ocupados con sus propias cosas, sin tiempo de darle la oportunidad al vendedor de convencerlos de comprar su mercancía. De todas las personas presentes en ambos vagones, la única que le compró algo fui yo.


El señor, lo recuerdo con mucha claridad, buscó una silla y se sentó cabizbajo, soltando un suspiro. Finalmente, se bajó en la Calle 76 con su única venta en la mano.


Fue así cómo pensé sobre todas las cosas que vemos en la cotidianidad y tenemos tan normalizadas, al punto de que nadie se detiene a pensar el por qué, en su trasfondo, en alternativas, ni en soluciones.


Estamos tan ensimismados en nuestras cosas y en el estrés diario que no somos conscientes de nuestro entorno. Para nosotros, las personas que ven todo desde afuera, es tan común ver personas viviendo del rebusque en estas serpientes rojas con ruedas.


Hay veces que estamos tan centrados en nosotros mismos, que vemos a estos seres humanos como algo repudiable, algo rechazable, algo que no tiene el valor de estar ahí con nosotros. Los deshumanizamos completamente sin detenernos a pensar en su contexto, en qué circunstancias los han hecho coincidir con nosotros en este refugio de oportunidades llamado Bogotá.


No somos conscientes de lo privilegiados que somos por el mero hecho de estar estudiando, o de tener un trabajo estable. Muchos criticamos desde la apatía y no entendemos que el acto de salir a vender en un bus para buscar su sustento diario es lo normal para muchos. Es su forma de sobrevivir en esta ciudad.


Y en medio de esto, ser una persona empática tampoco es fácil. Basta con caminar unas cuadras para ver una realidad dolorosa. La ciudad no se detiene, pero uno sí. Y, cuando se hace, duele.


Bogotá nos entrena para mirar sin ver, oír sin escuchar, esquivar la incomodidad, endurecer el corazón; generalmente sin maldad, casi por instinto. El ritmo no siempre nos permite parar un minuto a sentir por los demás.


Este intento de protegernos se ha llevado pequeñas partes de nuestra esencia. Cada vez nos preocupamos menos, ayudamos menos y hablamos menos. La indiferencia se volvió parte del paisaje de Bogotá, es tan común como el asfalto lleno de huecos, las baldosas escupidoras y las obras inconclusas. Ya nadie se pregunta qué hay detrás de esos ojos cansados que recorren la ciudad con una caja en las manos. ¿Esto se podría considerar como la definición de la desensibilización colectiva?


Los bogotanos somos personas frías. Nos toca endurecernos para no quebrarnos. Nos toca adaptarnos al ruido, a la contaminación, al afán, a la falta de tiempo, al no sentir. Pero, a veces, en solo una mirada, en pausar la música unos minutos, en ayudar, se asoma algo de humanidad. Y aunque no parezca, es mucho. Todos merecemos una oportunidad.

ISSN: 3028-385X

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