La generación que dejó de pedir permiso

Sara Modesto López
Universidad Militar Nueva Granada
Durante mucho tiempo, a los jóvenes se nos ha dicho que somos “el futuro”. Que esperemos nuestro turno, que el cambio llegará cuando seamos “grandes”, cuando tengamos más “experiencia” o “sepamos cómo funciona el mundo”. Pero ese discurso conformista y condescendiente ha servido, más que para impulsarnos, para mantenernos en pausa. Y el país no necesita jóvenes en pausa: necesita jóvenes en movimiento.
Hoy más que nunca, las juventudes debemos entender que no somos solo el futuro, sino también el presente de Colombia. Que las decisiones que se toman hoy, en los diferentes espacios de participación como el congreso, los parlamentos, en los barrios o en los colegios, nos afectan directamente a nosotros. Y que, si no levantamos nuestra voz, otros decidirán por nosotros.
No se trata de oponernos por oponernos, ni de confundir por rebeldía con destrucción. La protesta sin propósito se vuelve ruido, y el ruido sin argumentos termina perdiendo sentido. Se trata de hacer valer nuestras ideas con argumentos sólidos, con propuestas reales y con la convicción de que la política también puede ser un acto de esperanza. Porque no hay nada más revolucionario que un joven que piensa, que se informa y que actúa correctamente y con criterio.
La juventud no puede reducirse a marchas o vandalismo; debe traducirse en proyectos, en participación y en liderazgo. Y eso exige más que indignación disfrazada de violencia, exige compromiso. Compromisos para estudiar los temas que discutimos, para comprender los problemas que nos afectan y para buscar soluciones desde la razón, no desde el ruido. No necesitamos que nos escuchen por miedo, sino por la fuerza de nuestras ideas.
Entrar a la política siendo joven no es fácil. A veces nos miran con desconfianza, como si no tuviéramos derecho a opinar sobre lo que pasa en nuestras calles o en nuestros entornos por esa falta de “experiencia”. Pero esa barrera solo se rompe con participación. Participar es decirle al país que también tenemos algo que aportar, que no estamos dispuestos a seguir siendo espectadores, que queremos ser protagonistas del cambio que moldea el presente de nuestro entorno.
El liderazgo juvenil no se construye con consignas vacías, sino con coherencia. Y parte de esa coherencia está en entender la realidad que nos rodea: la economía, el empleo, la seguridad, el rumbo que toma nuestro país. No basta con tener buenas intenciones; debemos formarnos, cuestionar lo que escuchamos y entender cómo las ideologías, cuando se aplican sin sentido crítico, pueden marcar el destino de una nación.
Hay jóvenes que hoy defienden modelos que para ellos suenan justos en teoría, pero que en la práctica han llevado a otros países a la pobreza y a la división. Por eso, más que dejarnos llevar por discursos emocionales o por la narrativa del resentimiento entre clases, debemos apostar por ideas que generen prosperidad real, oportunidades y libertad. La verdadera transformación no nace del resentimiento, sino del trabajo, la educación y la responsabilidad.
Porque el país que soñamos no se construye desde el rencor ni la violencia, sino desde la convicción de que pensar no nos divide, nos fortalece.



