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La justicia no debería tener escalones

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Natalia Martínez Arévalo

Universidad Jorge Tadeo Lozano

La falta de accesibilidad en los edificios judiciales sigue siendo una forma silenciosa de exclusión para miles de personas con discapacidad.


Acceder a la justicia en Colombia no debería implicar superar una carrera de obstáculos. Sin embargo, para quienes dependemos de una silla de ruedas para desplazarnos, ingresar a un juzgado es, muchas veces, una odisea. Rampas imposibles, ascensores dañados, puertas estrechas y baños inaccesibles son parte del recorrido. Paradójicamente, la justicia —esa institución que debe garantizar igualdad— comienza siendo desigual desde su propia entrada.


Como estudiante de Derecho con discapacidad física, cada visita a una sede judicial se convierte en una lección práctica sobre exclusión estructural. El artículo 13 de la Constitución promete igualdad real y efectiva, pero el concreto, las escaleras y las pendientes pronunciadas cuentan otra historia. En teoría, todos tenemos acceso a la justicia; en la práctica, ese acceso depende de la fuerza con que otros nos empujen la silla.


No se trata solo de comodidad, sino de dignidad. Cuando debo esperar a que alguien me cargue por unas escaleras para asistir a una audiencia o entregar un memorial, siento que el Estado me recuerda, de forma muy física, que aún no soy su prioridad. Esa dependencia forzada vulnera mi autonomía y contradice los principios de la Convención sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad, que Colombia ratificó hace más de una década y que obliga a garantizar accesibilidad plena en todos los entornos públicos.


La Ley 1618 de 2013 y las normas técnicas del Ministerio de Vivienda establecen criterios claros sobre accesibilidad universal. Pero basta recorrer los edificios judiciales del país para entender que esas normas son letra muerta. Algunos palacios de justicia no tienen rampas; otros las tienen, pero con pendientes tan pronunciadas que parecen toboganes. Hay ascensores que llevan años sin funcionar, señalización inexistente y baños que más parecen laberintos. En los edificios nuevos, la inclusión suele ser cosmética: una rampa bonita para la foto del informe institucional, no para el uso real de las personas.


Más allá de lo físico, la falta de accesibilidad tiene consecuencias jurídicas profundas. ¿Cómo hablar de debido proceso si una persona no puede llegar al despacho donde debe ser escuchada? ¿Cómo hablar de inclusión laboral si un abogado o juez con discapacidad no puede desplazarse dentro de su propio lugar de trabajo? El problema no es individual, es estructural. El sistema judicial se construyó —literalmente— sin pensar en los cuerpos diversos que también lo habitan.


Existen funcionarios sensibles que bajan al primer piso para recibir documentos o trasladan audiencias a espacios accesibles. Pero la buena voluntad no sustituye las políticas públicas. La accesibilidad no es un favor: es un derecho. Lo ha dicho la Corte Constitucional en múltiples fallos, entre ellos la Sentencia T-198 de 2006 y la T-573 de 2017, donde se afirma que las barreras arquitectónicas constituyen una forma de discriminación. Y sin embargo, año tras año, las escaleras siguen ahí, recordándonos que el cambio no llega por decreto.


La justicia no solo se representa con una balanza; también con una venda, símbolo de imparcialidad. Pero esa venda no debería cubrir los ojos frente a la exclusión. Una justicia verdaderamente ciega no distingue entre quienes caminan y quienes ruedan.


No pido privilegios, pido igualdad. No exijo trato especial, sino condiciones reales que me permitan ejercer los mismos derechos que cualquier otro ciudadano. El acceso físico a la justicia es el primer paso para el acceso real al Derecho. Porque mientras haya un solo escalón que impida la entrada, la justicia seguirá siendo un ideal inalcanzable, no una realidad para todos.

ISSN: 3028-385X

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