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La política que ya no escucha

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Sebastián Guzmán Muñoz

Universidad del Rosario

Estoy decepcionado. No de la política como idea, sino de lo que se ha convertido. De sus voces que no dialogan, de sus candidatos que solo se escuchan a sí mismos, de los discursos vacíos que suenan fuerte pero no dicen nada. Todos se juzgan como si fueran perfectos, todos caen en la tentación de los extremos, de la polarización, del odio. Y lo peor es que parecen disfrutarlo.


A veces extraño esos momentos en los que la política, aunque imperfecta, era decente. Cuando los debates se daban con altura, cuando aún teníamos discusiones de país y no de odio. No era un espacio limpio ni inocente, pero sí uno donde las ideas valían más que los ataques. Hoy, en cambio, pareciera que escuchar se volvió un signo de debilidad, y gritar, una forma de liderazgo.


La izquierda habla de unidad. Y es cierto: por lo menos lo intenta. En los próximos días sabremos si esa unidad tiene propósito o solo cálculo. Todo indica que el candidato será Iván Cepeda, un político con experiencia, coherente en su discurso, pero cuya retórica probablemente siga girando en torno a lo mismo: el pasado, el conflicto, la oposición. Hay que ver con qué narrativa pretende convencer al país de futuro. Y, mientras tanto, allí aparece Daniel Quintero, intentando robar cámara con su circo personal. Así no. La política no necesita más payasos que disfracen su ambición de cambio.


En el centro, el panorama es todavía más triste. El protagonista sigue siendo Sergio Fajardo, un hombre que pudo ser un gran líder, pero que terminó prisionero de su propio ego. Su silencio selectivo, su tibieza calculada y su desconexión con la gente destruyeron lo que alguna vez inspiró. Y está también Claudia López, que no termina de ubicarse: ni para allá ni para acá, atrapada entre la gestión y la queja.


Por su parte, David Luna decepciona. Su carta conjunta con Mauricio Cárdenas a Donald Trump fue la gota que colmó el vaso. Nada justifica el irrespeto a un mandatario —les guste o no— porque en política la forma también importa. Que el expresidente estadounidense haya tildado al presidente colombiano de “líder del narcotráfico” es grave; pero más grave aún es ver a políticos nacionales aplaudiendo ese tipo de insultos. No hay bandera ideológica que valide la deslealtad institucional.


La derecha, por su parte, sigue en su propia guerra. No ha querido sentarse a unir. Siguen compitiendo entre ellos, convencidos de que la fuerza se mide en encuestas y no en cohesión. Sigan así, señores: sigan dividiendo, que cada ataque interno fortalece a la izquierda.


Ahí está Abelardo De La Espriella, que se autoproclama como el “Bukele colombiano”, vendiendo mano dura como si gobernar fuera un show. Está Paloma Valencia, con su discurso agresivo que confunde firmeza con grito. Está María Fernanda Cabal, atrapada en su eterna cruzada de odio, y Vicky Dávila, más pendiente del rating que del rigor. La derecha parece empeñada en destruirse sola.


Y en medio de todo esto, el país real —ese que madruga, que estudia, que lucha— sigue esperando una voz sensata, una propuesta concreta, un liderazgo que escuche. Pero la política ya no escucha. Solo grita. Solo acusa. Solo divide.


A veces me pregunto si todavía vale la pena creer. Seguir entregando tiempo, energía e ilusiones por un país que parece no querer escucharnos. Porque uno puede amar profundamente a Colombia, y al mismo tiempo sentirse cansado de verla repetir los mismos errores, una y otra vez.


Y, sin embargo, sigo creyendo que el silencio del ciudadano cansado también dice algo. Dice que el ruido ya no nos representa. Que la política necesita menos arrogancia y más empatía. Que el liderazgo no se demuestra con frases fuertes, sino con la humildad de oír.


Porque solo cuando la política vuelva a escuchar, el país podrá volver a creer.

ISSN: 3028-385X

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