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Religiosamente políticos

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Jesús Luna Núñez

Universidad del Magdalena

Cada día la línea entre política colombiana y religión se hace más difusa. A los santos de hoy en día ya no se les prende vela, sino que se le entregan votos. Los rezos tradicionales ya no son las glorias, el padre nuestro o el ave María, sino eslóganes convenientes y —espantosamente— rimbombantes. En lugar de novenas se ven marchantes sin propósito específico, que ya no cargan un pedazo de yeso ni arreglos florales sino suéteres y gorras con la cara de los santos a los que uno no les hace promesas, sino que, en realidad, ellos le prometen a uno. Los santos de antes fueron hechos mártires al renunciar a los deseos de su carne y la ideología en juego de la época según corresponda, pero los de ahora nos dividen, polarizan y, como si no bastara adulterar la naturaleza social y la tendencia altruista con la que el ser humano viene al mundo, nos matan.


Para entender el concepto de religión se puede partir de tres elementos esenciales de acuerdo con el filósofo chileno José Tomás Alvarado: (i) una religión involucra la creencia en una teoría, (ii) dicha teoría concibe la idea del bien y el mal, y (iii) esa teoría se refleja en el comportamiento.


A grandes rasgos todos pertenecemos a una misma religión, sin querer, ni saberlo: la política. Se dice que todo acto humano es política, concepción que, en primera instancia, es reduccionista, porque desprende dicho concepto de significado, utilidad y poder explicativo. Pero estos actos deben entenderse como aquellos que se dan por la voluntad de cada persona y, sobre todo, que suceden en medio de la sociedad. Ninguna acción humana se encuentra completamente aislada del contexto social. Incluso, aunque una persona pretenda mostrarse neutra ante la sociedad, sigue participando de esta, porque, de hecho, esto es, también, una postura en la política. Y esta religión, como tantas, tiene aquellos —sujetos, representantes, concejales, héroes, criminales, bandidos, hijueputas o como bien le parezca— que cumplen como objeto de culto. Ellos mismos se encargan de fabricar las correspondientes vertientes que cada persona elige para concebir el mundo y, en consecuencia, las dimensiones del cielo y el infierno.


Tengo dos sugerencias simbólicas para asumir las características de las ideas de los políticos. En primer lugar, aquellas que, como árboles, están enraizadas muy profundo, su sombra tiende a un crecimiento pasivo y mantienen estáticas. En segundo lugar, aquellas que no presentan ningún soporte, son pasajeras, pueden ser minúsculas e inofensivas o enormes y espantosas como las nubes, suspendidas en el aire y proveyendo la sombra donde el viento se lo facilite. Entiéndase que el mismo político puede recurrir a los dos tipos de ideas para estructurar su identidad. Ambas imágenes reflejan el remanso que, suplicantes y heridas, buscan las ovejas: nosotros, que nos empapamos de su lluvia o nos devoramos su fruta, convirtiéndonos, de ese modo, en agentes dependientes de sus teorías sobre la realidad política en Colombia. Se cumple, así, el primer criterio de la religión.


Posiblemente la segunda característica es la que requiere menor esfuerzo cognitivo para intuirla, porque en Colombia, dependiendo de si se es derecho o zurdo, de adelante o de atrás, funcionario o servidor público, gay o lesbiana, influencer o campesino, se sabe perfectamente quién es el malo y el bueno. O, mejor dicho, el malo y el peor. Precisamente este fenómeno se encarga de modular el comportamiento del colombiano, dando pie, así, al tercer elemento que distingue a la política como singularidad religiosa.


Creer hace parte de la naturaleza humana. Se necesita creer para vivir, para saber vivir, incluso, bajo ciertas situaciones que exprimen lo más humano de nosotros, para querer vivir. Los políticos representan el símbolo que cada individuo o colectividad utilizan para visualizar el presente y el futuro que desean habitar. Los políticos, como en consecuencia de una enfermedad populista y egocéntrica, son transformados en una herramienta para asimilar y enfrentar lo que supone estar mal y legitimar los intereses de los adeptos. El sociólogo Fernando Mires argumenta que el mundo no ha superado verdaderamente aquella etapa religiosa que hoy en día sabemos nubló, en gran medida, el escenario de desarrollo pleno e innovador de la ciencia y el conocimiento. Más bien, persiste, como las raíces de aquel árbol que ha perdido su tronco, pero que no ceden al tiempo. Aunque el estado y las instituciones, añade el autor, se basen en principios laicos e imparciales, el comportamiento religioso persiste en los ciudadanos. En verdad, nosotros mismos nos encargamos de montar dioses en los cielos y, por supuesto, derribarlos y elevarlos sobre una cruz cuando ya no son útiles.


En la práctica las gentes se denigran, revocan derechos, condenan y aniquilan según sea el caso, con tal de promover la dignidad de sus respectivos santos. Quizás lo más triste de todo es que, irónicamente, estos santos, que sí se mueven, que sí ven, que sí oyen, que sí hablan —y vaya que hablan—, que no los tienes que cargar, sino que ellos te cargan a ti cada cuatro años, no salvan, ni curan —ni dejan curar— y son de carne, hueso y billete. La gente se muestra hambrienta del bocado saludable que la violencia y la desigualdad han sabido utilizar para manipularnos y atarnos lejos de una mentalidad propia y la sensibilidad que propicia la lucha por el bien común.


Colombia, un país dizque laico, pare un nuevo santo cada vez que el presidente abre un hilo en X, cada vez que fulano hace o deshace, no aquí, sino en la Conchinchina, cada vez que un grupo social se mueve o lo mueven, cada que se avecinan las elecciones. Aquí uno escoge la posición con que lo preñan y el político que más preñe —el santo con más velas— escoge cómo martirizar a los hijos de los demás. A pesar de todo: de la impunidad, la desigualdad, el hambre, el dolor de las madres, el desplazamiento, hay esperanza. Porque la fe no se pierde, la plata sí, pero la fe jamás.

ISSN: 3028-385X

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