Se acaban los viejos sitios donde amamos la vida

Mariana Muñoz Saavedra
Universidad Javeriana Cali
En Colombia la palabra “muerte” se pronuncia como una sílaba más, un sonido ligero que se pierde entre la cotidianidad de la gente. Una palabra vacía, como una pastilla que adormece la mirada de lo real para convencernos de que vivimos en uno de los países más felices del mundo.
Nos hemos vuelto expertos en convivir con la tragedia. Crecimos escuchando bombas estallar, balas retumbar en las esquinas del barrio y el silencio que deja el vecino que ya no vuelve. Pareciera que la vida siempre se hubiera tratado de eso: ignorar y seguir tomando el tinto en la mañana, escuchar los titulares y leer las noticias como parte del paisaje.
La tarde del 21 de agosto del 2025, Cali “la sucursal del cielo” fue sacudida por un atentado de un carro bomba cargado de explosivos que estalló en la carrera 8 con calle 52, justo frente a la Base Aérea Marco Fidel Suárez. La explosión arrebató la vida de seis personas, dejó más de cincuenta heridos y redujo todo a escombros. Llevándose consigo sueños, familias y oportunidades.
La violencia en Colombia se ha convertido en una costumbre peligrosa, una rutina nacional que anestesia la conciencia y nos encamina en un adoctrinamiento de ignorancia. La indiferencia también mata: mata la esperanza, mata la empatía y la posibilidad de un futuro.
Colombia es un país que olvida rápido, cada masacre tiene una anterior que la cubre. Cada nombre se borra antes de ser recordado. Pero un país sin memoria está condenado a repetir su tragedia. Recordar no es quedarse en el pasado: es resistir a la costumbre, es no permitir que la muerte se vuelva paisaje.
Esto no es un llamado a los poderosos ni a quienes deciden desde escritorios lejanos. Es un llamado a nosotros, los jóvenes, que todavía podemos resistir a la insensibilidad. Que no nos roben la capacidad de indignarnos, de llorar lo que duele, de alzar la voz por quienes ya no pueden.
Porque resulta contradictorio ser estudiante y no involucrarse en lo político y lo social. ¿De qué sirve llenar la cabeza de conocimiento si dejamos vacía la conciencia? La educación no tiene sentido si no nos impulsa a transformar la realidad, si no nos enseña a luchar colectivamente por nuestros derechos y por la dignidad que le debemos a la vida.
Ser joven en Colombia es una forma de valentía. Es salir cada día a estudiar, a crear, a soñar, en medio de la violencia y el desencanto. Pero también es tener el poder de transformar. Desde el arte, la palabra, la educación o la calle, somos quienes podemos recuperar la sensibilidad perdida y escribir una historia distinta.
Quizá todavía estemos a tiempo de recuperar los viejos sitios en donde amamos la vida. Pero solo si decidimos no callar más; si entendemos que el silencio colectivo nos hace cómplices de la barbarie. Que estudiar, pensar y amar este país también implica resistir, recordar y reconstruir lo que otros han intentado borrar.
Porque al final, los viejos sitios en donde amamos la vida no son solo lugares: son las personas, las memorias, los gestos que se niegan a desaparecer. Mientras existan jóvenes que recuerden, aún habrá país.



