Ciudad vitrina: estética y exclusión en el espacio público

Foto: Guillermo Torres / SEMANA

Alejandra Acevedo
Universidad Externado
El miércoles en la tarde, el aire en el centro de Bogotá tenía ese olor espeso de los días de mercado: comida frita, gasolina, tela húmeda y fruta madura. Los andenes se perdían en una sucesión de toldos improvisados, carretillas con medias, cinturones, dulces y cargadores para celular. Los vendedores hablaban fuerte, disputándose la atención de los transeúntes. Todo transcurría con la rutina habitual hasta que se oyó el primer golpe metálico. Luego otro, más fuerte, y el sonido seco de una reja enrollable cayendo al piso. Nadie necesitó explicación.
“¡Levanten todo, que nos cayeron!”, gritó un hombre desde el fondo de la cuadra. La calle se agitó. Una mujer mayor, de baja estatura, con saco de hilo y delantal, empujaba con fuerza su carretilla cargada de medias. A su alrededor, el ruido se multiplicaba: pasos, sirenas, luces rojas y azules sobre las fachadas. El operativo había comenzado.
La escena formaba parte de la Operación Espacio Público, una estrategia distrital impulsada por el alcalde Carlos Fernando Galán para recuperar zonas de alto tránsito peatonal. La Alcaldía la presentó como una medida de “recuperación del derecho colectivo al espacio urbano” (Gobierno de Bogotá, 2025). El Decreto 315 de 2024 estableció las condiciones para el uso del espacio público con fines económicos, incluida la obligación de que quienes se beneficien de él paguen una retribución al Distrito (Canal Capital, 2024).
Las calles intervenidas ese día hacían parte de una lista prioritaria definida por la Secretaría de Gobierno. El objetivo oficial era claro: “garantizar la movilidad, la seguridad y la convivencia en sectores críticos por ocupación irregular” (Gobierno de Bogotá, 2025). La jornada comenzó hacia las tres de la tarde y se extendió por más de dos horas.
Mientras los policías avanzaban por la calle, algunos transeúntes observaban con indiferencia. Otros sacaban sus teléfonos para grabar. Un hombre discutía con un agente, exigiendo que le devolvieran una caja decomisada minutos antes. Dos señoras, paradas junto a una vitrina, comentaban que “eso ya lo habían hecho la semana pasada”. La escena tenía su propio ritmo: los que recogían, los que miraban, los que huían.
Las autoridades insistieron en que el operativo no buscaba castigar, sino ordenar. En un comunicado del 27 de septiembre de 2025, la Secretaría de Gobierno informó que durante la última intervención se recuperaron 120 metros cuadrados de espacio público y se decomisaron armas blancas y pequeñas cantidades de sustancias ilegales. También se ofrecieron rutas de formalización para quienes quisieran regularizar su actividad (Gobierno de Bogotá, 2025).
El problema, sin embargo, va más allá de una jornada. Según el Observatorio de Desarrollo Económico de Bogotá, en 2023 la informalidad laboral alcanzó el 33 % de la población ocupada, equivalente a más de 1,3 millones de personas. De ellas, aproximadamente el 24% se dedicaba al comercio informal (Alcaldía Mayor de Bogotá, 2024). Detrás de cada carretilla o puesto improvisado hay un fragmento de esa cifra, y cada número representa un intento de sobrevivir en una ciudad donde la formalidad se percibe, cada vez más, como un privilegio.
El sonido de las sirenas se fue alejando. En las esquinas quedaron bolsas rotas, cajas vacías, algunos restos de mercancía. La policía subió a las patrullas y se perdió entre el tráfico. Las calles quedaron en silencio unos minutos. Los vendedores, que habían corrido o escondido sus productos, comenzaron a regresar. Algunos acomodaban los objetos con cuidado; otros observaban los destrozos.
Unas cuadras más arriba, las luces seguían siendo rojas, pero no de patrullas. Eran parte de la Bienal Internacional de Arte y Ciudad BOG 25, inaugurada días antes. En el Palacio de San Francisco, una batucada acompañaba a los visitantes que fotografiaban instalaciones y murales. El contraste era evidente: en una calle, los decomisos; en la otra, la celebración artística. Ambas escenas compartían territorio, pero parecían de ciudades distintas.
Resultaba irónico encontrar a pocos pasos del operativo un cartel con la frase “Arte para habitar la ciudad”, el lema de la bienal. En ese evento, el espacio público se presentaba como una galería abierta, y los artistas hablaban de recuperarlo a través del arte. Mientras tanto, en el operativo, el mismo espacio se entendía como un problema que debía controlarse. La ciudad, en esos metros de diferencia, mostraba dos caras de una misma lógica: la que legitima unas formas de ocupar el espacio y sanciona otras.
Las políticas de formalización para vendedores informales existen desde hace años, pero su impacto ha sido limitado. Los programas distritales ofrecen acompañamiento y capacitación, pero los cupos son pocos y las exigencias altas. Muchos vendedores no cumplen los requisitos para acceder a créditos o licencias. Otros simplemente no pueden esperar los meses que tarda un trámite. En ese vacío, la calle sigue siendo la opción más inmediata.
En declaraciones recientes, el propio Galán reconoció que la informalidad “no se soluciona solo con decomisos”, pero insistió en que “el espacio público es un bien común que debe cuidarse” (El Espectador, 2025). La tensión entre ambos principios —el derecho al trabajo y el derecho al espacio compartido— define buena parte del debate urbano en Bogotá.
Los comerciantes formales suelen apoyar los operativos. Dicen que pagan arriendo, impuestos, servicios, y que la competencia desleal de los vendedores ambulantes afecta sus ingresos. “Si uno cumple, todos deberían cumplir”, repiten. Tienen razón en parte. Pero en la práctica, los controles rara vez se aplican con el mismo rigor a las grandes superficies o a las ferias patrocinadas por marcas privadas que también ocupan espacio público.
Vale la pena preguntarse: ¿qué es lo que de verdad preocupa del espacio público, el desorden o lo que ese desorden revela? Pues detrás de esta preocupación estética hay una idea más profunda: la ciudad como vitrina. Una Bogotá ordenada proyecta eficiencia, modernidad, progreso. Sin embargo, esa limpieza visual puede ocultar las desigualdades que hacen que miles de personas vivan de la venta ambulante.
A mediados de 2024, el Distrito anunció un censo de vendedores informales. La cifra superó los 90.000 en toda la ciudad (Alcaldía Mayor de Bogotá, 2024). Muchos llevan décadas en la misma esquina. Han visto pasar alcaldes, reformas y planes de reubicación. Algunos fueron trasladados a centros comerciales populares, pero los arriendos resultaron impagables o el flujo de clientes insuficiente. Otros prefirieron volver a la calle.
Las políticas cambian, pero el paisaje urbano se repite: cada administración llega con un nuevo programa, un nuevo nombre, una nueva promesa de organización. Las cifras se presentan en conferencias de prensa, los decomisos se muestran en redes sociales, las fotos de las calles despejadas circulan como trofeos. Luego todo vuelve a empezar.
Los operativos despejan las calles por un tiempo, pero no resuelven el problema. Lo que falta es una política integral que combine el control con oportunidades reales. La economía informal no es un desorden pasajero, sino un fenómeno estructural. Superarlo implica crear empleo formal, simplificar trámites, fortalecer la educación técnica y ampliar el acceso al crédito. Sin embargo, como esas medidas no generan resultados rápidos ni imágenes de impacto, suelen quedar al margen. En cambio, la política del espacio público se ha convertido en un indicador de gestión: visible, medible, comunicable, pero con escaso efecto en la vida cotidiana de los ciudadanos.
La Operación Espacio Público se presenta como una acción legítima, sustentada en normas y datos. Y lo es. Pero también es una decisión política que define qué se considera orden y qué no. Al retirar a los vendedores, la administración no sólo despeja una calle sino que define quién puede ocuparla y bajo qué condiciones.
En teoría, todos tienen derecho al espacio público. En la práctica, ese derecho depende del tipo de actividad que se ejerza. Un artista puede intervenir una pared; un vendedor no puede usar el andén. Un festival puede cerrar calles enteras; un comerciante informal no puede extender su mostrador. Las mismas normas que protegen el espacio común se aplican de manera desigual.
El debate no se reduce a la legalidad o ilegalidad, sino a la escala del daño. ¿Qué representa un mayor riesgo para la ciudad: una carretilla de medias o una red de microtráfico? ¿Una acera ocupada o un sistema de corrupción que desvía contratos públicos? La respuesta parece obvia, pero la práctica sugiere lo contrario.
Referencias
Alcaldía Mayor de Bogotá. (2024). Estudio sobre informalidad en Bogotá reveló que era del 33 % en 2023. Recuperado de https://bogota.gov.co/mi-ciudad/planeacion/estudio-sobre-informalidad-en-bogota-revelo-que-era-de-33-en-2023
Canal Capital. (2024). Cobro por aprovechamiento económico del espacio público en Bogotá. Recuperado de https://www.canalcapital.gov.co/espacio-publico-en-bogota-cobro
El Espectador. (2025, septiembre 27). Galán defiende la recuperación del espacio público y promete acompañamiento social a vendedores informales. Recuperado de https://www.elespectador.com/bogota
Gobierno de Bogotá. (2025, septiembre 27). Operación Espacio Público: incautaciones en Puente Aranda. Recuperado de https://www.gobiernobogota.gov.co/noticias/operacion-espacio-publico-incautaciones-puente-aranda
Secretaría de Cultura, Recreación y Deporte. (2025). Bienal Internacional de Arte y Ciudad BOG25. Recuperado de https://www.culturarecreacionydeporte.gov.co/es/eventos/bienal-internacional-de-arte-y-ciudad-bog25
Villanueva, C. (2021). Economía informal y políticas urbanas en América Latina. Fondo Editorial Universidad del Pacífico.



