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Colombia: el país que mira el dolor ajeno, pero soporta verse desangrar

Foto: Centro Nacional de Memoria Histórica
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Cristian Andrés Ordóñez

Corporación Universitaria Comfacauca

Hemos hablado del genocidio en Gaza con la voz y el alma quebrada. Compartimos imágenes, condenamos el horror, el hambre, la muerte, pidiendo que se detenga este abuso. Y no está mal hacerlo, no está mal dolerse por los otros, no está mal alzar la voz contra lo injusto. Pero mientras lo hacemos, en nuestro propio país seguimos viviendo una guerra silenciosa, una que no aparece en los titulares internacionales y que no nos conmueve porque ya nos acostumbramos a verla.


Nos hemos movilizado por causas ajenas pero poderosas (ya que esto representan una injusticia universal), pero nos volvimos indiferentes ante nuestras injusticias. Aquí seguimos contando líderes sociales asesinados, comunidades desplazadas, territorios que pierden su identidad gracias a que están dominados por el miedo y las economías negras… Y, sin embargo, parece que hemos perdido la capacidad de indignarnos. Hemos normalizado la injusticia como si fuese una parte más del paisaje y la identidad colombiana.


Muchos creímos hace unos años que el cambio era posible. Que un gobierno diferente traería dignidad, paz, esperanza. Que los campesinos, indígenas, los adultos mayores y la nueva generación tendrían una voz y un gobierno que facilitaría el diálogo. Que las promesas de transformación no se quedarían en consignas ni falsos compromisos que usarían para endulzar nuestros oídos y subir al poder. Nunca creeré que haya sido un error buscar un cambio, pero la realidad resultó ser mucho más cara que “el dólar a diez mil”. Empezando con el escándalo de corrupción de la UNGRD, la escalada y expansión de la violencia que, solamente de enero a mayo de 2025, desplazó a 58.160 personas (CICR). Donde la pobreza se mantiene disfrazada en las estadísticas y el “supuesto” crecimiento económico sirve como el consuelo para un país donde más de la mitad de la población sufre de desempleo o sobrevive en la informalidad.


Lo más triste (incluso indignante) es que ya ni siquiera protestamos. Nos hemos vuelto espectadores apáticos de nuestra propia tragedia… No nos pronunciamos en contra del caso de corrupción de la UNGRD, o de los recortes presupuestales que se le está haciendo a la Defensoría del Pueblo, o a la falta de financiación de la JEP (necesitando más de 121.000 millones para las primeras sentencias restaurativas según la API), ni por los más de ochenta líderes sociales y defensores de derechos humanos asesinados únicamente en 2025, o porque el Pacto histórico (que apoya al “gobierno del cambio”) esté siquiera considerando en escoger como candidato a alguien tan controversial como Daniel Quintero, ni por el hecho de que en La Calera, Cundinamarca, haya agua para Coca-Cola pero no para la gente, o por el gasto irresponsable y las “cuentas alegres” de este gobierno que, más que invertir, parece que ha estado jugando con la plata de los colombianos, demostrando que no tenemos un presidente de todos, sino uno caprichoso, inconsistente e incluso más radical que nunca.


No levantamos la voz porque parece que nos acostumbramos a la impotencia, a mirar las noticias con rabia pero sin mover un pie, a compartir la indignación en redes sociales como si un reel, un like, un me enoja o un hashtag bastaran para cambiar algo. Nos cansamos antes de tiempo soñando con el cambio que nunca llegó.


Y mientras tanto, Petro, que en sus momentos de precandidato crítico tan duramente diciendo “¿qué hace Duque metido en Ucrania y Rusia cuando debe resolver la guerra en Arauca?”, es el presidente que hoy se preocupa más por Israel y Gaza que por el conflicto que sigue devorando el territorio y la identidad, ese que destruye nuestros ríos por la minería ilegal, ese conflicto que destruye nuestros bosques y nuestras montañas, causa de la deforestación. Este es el presidente que tuvo la desfachatez de decir en una asamblea de la ONU que “el tren de Aragua no es un grupo terrorista”, como si las víctimas a causa de este no importaran. Y ver cómo los que prometieron representarnos ahora repiten el mismo guion y las mismas “mañas” que tanto criticaron. Enseñándonos una contradicción que duele en medio de la búsqueda de un Colombia lejos de insensatos que no entienden del amor.


No creo que tengamos que dejar de mirar al mundo, pues es justo y necesario levantar la voz ante las injusticias de este, ya que nadie debería de ser indiferente ante el dolor ajeno y menos cuando la barbarie se vuelve costumbre. Esto se trata de recordar que también tenemos heridas propias. Que mientras pedimos paz para otros pueblos, seguimos ignorando la guerra que arde bajo nuestros pies, pues no es justo para nuestra sociedad marchar y exigir humanidad hacia afuera cuando la indiferencia nos consume por dentro.


La verdadera hipocresía no está solo en el discurso político, sino en nosotros como sociedad, en la comodidad con la que observamos todo desde el individualismo… Nos falta volver a mirar hacia adentro, hacia nuestro territorio, hacia nuestros callejones, calles, veredas, pueblos y montañas, hacia aquellos que siguen resistiendo sin que nadie los escuche, hacia aquellos considerados invisibles y que solo luchan por ellos cuando necesitan su voto, hacia el campesino que cultiva entre el miedo y viven en la paradoja de ser productores de lo esencial y, aun así, ser los primeros en padecer hambre. Hacia la madre que sigue buscando a su hijo en una fosa común mientras el estado no ofrece justicia, incluso hacia los jóvenes que aún creen que estudiar servirá para algo. Nos falta mirar el país que somos y no el que fingimos ser en los discursos o las redes.


No tiene sentido proclamarnos defensores de la vida en foros internacionales mientras seguimos ignorando las que se apagan a diario en nuestras veredas, en nuestros barrios, en las periferias donde el Estado nunca llega y la esperanza no existe. La empatía no puede ser selectiva ni temporal. Es hipócrita que nos duela Gaza y no nos duela el Cauca; no puede indignarnos un genocidio lejano y dejarnos impasibles ante el despojo, el hambre o la violencia que siguen consumiendo nuestro propio país.


Hablar de paz sin mirar nuestras propias ruinas es como prometer un amanecer sin haber sobrevivido a la oscura noche. La paz no sale de un decreto, de una ley, ni se promete en la campaña como lo hizo la paz total… Esta se teje con coherencia y cohesión social, con memoria, diálogo, respeto por la vida, y las respectivas políticas culturales y sociales. Y si realmente queremos hablar de justicia debemos empezar por hacerla posible aquí, donde los ríos siguen contaminados, donde los líderes mueren por defender la tierra, donde los niños crecen entre la pobreza y la guerra como si fueran parte natural del paisaje. Porque si nos rendimos al silencio, si no nos dejamos incomodar, si nos resignamos a que “es que así es Colombia” nunca lograremos transformar el país; si seguimos esperando a un líder mesiánico, perfecto, o un mejor eslogan para una campaña, o que otros hagan lo que todos deberíamos hacer (como lo es cuidar, exigir, construir, crear memoria y conciencia colectiva); entonces seguiremos igual. Debemos decidir no seguir aceptando la indiferencia, la injusticia y la apatía como forma de vida, pues haciendo esto es cuando llegaremos a una verdadera revolución, a ese cambio que tanto nos prometieron.


“Creo que si uno vive en este país tiene una tarea fundamental que es transformarlo”. Jaime Garzón.

ISSN: 3028-385X

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