El abandono en las sombras


Diego Gutiérrez
Universidad de Nariño
«Fiodor Pavlovitch estaba ebrio cuando le dieron la noticia
de la muerte de su esposa, y cuentan que echó a correr por las calles,
levantando los brazos al cielo y gritando alborozado:
´Ahora, Señor, ya no retienes a tu siervo´».
Fiódor Dostoievski
Los hermanos Karamazov
Al acercarse la noche, hubo de reflexionar sobre el fuego, la noche fría en un país que les era aún extraño y difícil para adaptarse, Yosef cerró los ojos frente al fuego, diez o quince minutos hubo de recordar aquellos sábados en que salían juntos en la noche a ver las tres estrellas; luego una tímida sonrisa combinada en un silencio de contradicciones. De Yosef cayó una lágrima y al abrir los ojos, recordó que una criatura condenada a la inutilidad lo esperaba para celebrar el Kosher. Desde entonces no hubo palabras, ni miradas fijas ni abrazos, Julián trataba de acomodarse a las condiciones que la vida le obsequió cruelmente. Yosef lo ubicó en la mesa y dedicó una Mitzva de gracia. Una vez terminada la Mitzva, Julián miraba a su padre ladeadamente, una mirada anclada en el hombro izquierdo de Yosef, este devoraba la carne de oveja ferozmente, Julián, ensimismado, no perdía de vista el hombro izquierdo de su padre, de repente sus ojos brincaron y posándose en su plato, miró la carne y contuvo náuseas, Yosef levantó la cabeza y acudió a su hijo, evitó que vomitara alejándolo de la mesa, llevándolo, nuevamente a su cama. Yosef, luego, siguió devorando la oveja vorazmente. Repito: unos cuantos días posteriores a la muerte de Sarah, las palabras eran débiles, innecesarias, incómodas…
Hace más de una semana, la familia Mizrachi se encontraba de vuelta a su casa, tras haber visitado un pequeño pueblo de Suropolis, pueblo periférico e indígena, había sido idea de Sarah. Con una comunidad indígena de Suropolis los Mizrachi fueron acompañados de vuelta a eso de las once de la noche. Esta familia, bajo el secreto de su religión, habían participado de una ceremonia de yagé, desde que habían emigrado a Colombia y se habían instalado en Bogotá por un tiempo, habían escuchado hablar de la bebida, un ritual tradicionalmente del piedemonte amazónico. Lo que había suscitado en Sarah la idea que entendía como shalom «paz y purificación». Pues los Mizrachi venían de ninguna parte del otro lado de la nada, tenían, no sabían por qué, tradiciones que habían de respetar gran parte de su vida; una medida ortodoxa venía por parte de Yosef, pero Sarah, había roto muchos cristales. Julián había nacido en Colombia, más exactamente en el Putumayo, su padre insistió en que a Julián debían de circundarlo a los ocho días de haber nacido, tal como dictaba la religión judía, pero a fin de cuentas a Julián nunca lo circundaron.
A unos cuantos minutos de recorrer la carretera, surgió una emboscada guerrillera, allanaron el auto, golpearon a todos los pasajeros y, al conductor, tomándolo de rehén, lo alzaron en un camión; por consiguiente, surgió el sonido de unos disparos y el estallido de una granada, Julián, que al principio se vería bien librado, buscó a su madre que, sin vida, yacía cerca al abismo. Pero los guerrillos al verlo vivo a Julián, sin piedad alguna, le alcanzaron un tiro en la cabeza. Yosef, por su parte, fue intervenido en un hospital. Sobrevivió.
Julián había despertado milagrosamente del coma, pero eso sí, transcurridos los ocho días de ello, quedó parapléjico, por lo menos no recobraba fuerzas para caminar, tenía la mirada perdida, vomitaba tres o cuatro veces al día, no articulaba palabra alguna y, además, casi nunca dormía. Por entonces, Yosef no salían de casa sino solo para aquella ligera fuerza mayor del hogar, pero las penurias y las tragedias no se debieron solo al duelo, pues Yosef desde hace días que, al igual que su hijo, no ha podido conciliar el sueño. Desfigurado de la sólida realidad, llegó a creer que la ausencia de su esposa lo estaba volviendo loco, ya que desde hace tres noches (desde que volvió Julián del hospital) Yosef escucha susurros, conversaciones de la habitación de su hijo, desde la primera noche de ese misterio fue a inspeccionar la habitación sin imaginarios tétricos, solo con la fe de que Julián por fin había vuelto hablar como antes, pero así como ese día y los siguientes, Julián no dijo nada, sino limitarse a parpadear hasta amanecer. Así que después de hacer dichas inspecciones, Yosef procedía a rezar una Amidá, y así hasta llegar al decimoquinto día; este mismo se despertó con el cuerpo agotado, con un semblante devastador, tomó un bañó, pero su cara seguía igual de adormecida. Las rutinas que tenía Yosef a cargo de Julián en todas sus necesidades eran rigurosas, implicaba tener un cuidado constante: un baño diario, alimentarlo, por lo menos con lo mínimo posible y darle a la hora precisa sus medicamentos. En las tardes solían visitar a Julián: una fisioterapeuta y un medio psicólogo que Yosef pudo pagar baratamente, tenía media hora de atención con ellos, mientras así Yosef podía atender los negocios que emprendía en las tardes: vendía cigarrillos, pulseras y Salep con café. Una vez llegada la noche de aquel decimoquinto día, Yosef pensó de nuevo en las voces que ha venido escuchando y empezó a creer que estaba entrando en un estado esquizofrénico, entonces fue cuando decidió que debía hablar el día siguiente con el psicólogo de su hijo.
Habrá que decir que era un tiempo ambiguo, un mes de mayo donde el sol acompañaba en las mañanas y breves lluvias sirimiri en las tardes. Sin embargo, ellos vivían en la periferia de Suropolis, donde la violencia allí también acecha en 1999, año Pastrana.
En la noche, Yosef dejo a su hijo en su cama para que reposará, lo hizo con tal cautela para tratar de descifrar en su rostro aquel rastro del niño que fue antes, el niño travieso y hablantín, es decir, nada semejante al que yacía en esa cama sin poder mover sino un poco sus dedos, sus pupilas y el cuello. No sin más, Yosef le dio un beso en la frente y salió de la habitación. Dirigiéndose a la cocina se preguntó si su hijo tenía intacta la memoria, si de verdad él tenía idea quién era el hombre que lo alimentaba, lo bañaba, lo cambiaba, etc.
De pronto, algo chocó en la puerta principal de la casa, Yosef pegó un brincó hacía la puerta para ver qué era y no se encontró sino con niños que paseaban, pocos transeúntes que nada tenían que ver. Entonces se dijo: «!Estoy loco, Sarah, estoy loco!».
Ya acostado, y haciéndole frente a su conjeturable locura, dejó de cavilar, ignorando los sonidos amenazantes y se echó las cobijas encima. Engañándose, claro, porque eso de dejar de pensar resulta todo lo contrario si lo piensa así, pero pasaron horas y todo se daba al son del silencio; él trató de relajarse, mirando al techo, quitándose las cobijas de encima, pero entonces, fue que en un leve descuido,— cuando posiblemente recordaba el sexo que tuvo con su esposa después de la Hashana de octubre del año pasado, o cuando Julián lloraba en su Upsherin y quería golpear al peluquero judío— sintió unos pasos de puntillas pasearse por el pasillo de la casa, Yosef se levantó de la cama, apoyando su oreja en la puerta de la habitación, los pasos fueron lentos y a lo poco fueron desapareciendo, de repente cuando Yosef, algo abrumado, decidió volver a su cama, una vez más sintió los pasos, unos pasos pesados, firmes como si se emitieran desde una botas de marcha, Yosef quería abrir la puerta, pero los pasos parecían acercarse a su habitación, entonces fue retrocediendo despavorido, su corazón latía a mil y cuando escuchó un grito suplicante y el desbloqueo como de un cañón de rifle, exclamó: «¿!Julián!?», la respuesta fue un silencio suspensivo y Yosef agarró de su escritorio unas tijeras y abrió la puerta, y ya que no miró ninguna amenaza fue a ver a Julián, que por fin dormía, dormía plácidamente. De vuelta, Yosef rezó otra Amidá y vería de nuevo salir el sol después de unas largas horas de cuita.
Definitivamente, Yosef habló con el psicólogo y también lo hizo con el único rabino de la ciudad, «¿está pasando algo paranormal en mi cabeza?», les decía repetidamente. Pero estos maestros de la palabra lograron serenar a Yosef y este, como con un placebo, procuró olvidar esos delirios.
Habían transcurrido ocho días desde que su hijo volvió del hospital, en este día Yosef se limitó a realizar el cuido de siempre hacia él, durante el baño, cuando Yosef iba por la toalla, escuchó a sus espaldas un balbuceo gutural, entonces, sobresaltado, regresó la vista y observó nada más que a su hijo que sonreía mirándolo a los ojos, desafiante. Yosef salió de un brinco del baño, fue por un vaso de agua y notó que en su cabeza empezaban a erigirse ideas funestas y desagradables, miró las palmas de sus manos y creyó ver que en las líneas discurrían surcos de sangre.
Por la tarde, Yosef redactaba un correo digital para el alcalde de entonces, Rodríguez Abadía, lo hacía por medio de la novedosa computadora por la que se habían endeudado con su esposa hace unos meses. Le comentaba a Abadía la inaptitud de las autoridades en esta ciudad, «aún no he recibido ninguna información sobre la indemnización como familiar de la víctima y, además, necesito ayuda, no me siento bien», escribió. Entre tanto, llegó a un momento en que percibió como que alguien lo vigilaba de espaldas, regresó a mirar y nada, solo sentía la presencia de alguien tras de él, y cuando quiso olvidarlo, de nuevo percibió que a su lado una sombra de un cuerpo pequeño se extendía, entonces se levantó de la silla, dejó el escritorio y apeló por ver a su hijo. Julián, como de costumbre, se encontraba en su cama, parpadeando, viendo el techo de su habitación.
Yosef se preguntó si el encierro provocaba ciertos enigmas, había de habitar alguien en casa sin su consentimiento, o, pensó abriendo la puerta de la entrada: «¿y si ese niño que está ahí postrado no es mi hijo?», dubitativo, salió a la calle, la luz le perturbaba un poco, pero no lo suficiente, pues su encierro era por duelo, pero eso no implicaba el abstenerse de la luz. Entonces se convenció de lo último que había pensado y al darse una vuelta por el centro de la ciudad, volvió a casa un poco más lúcido, fresco y decidido.
Una vez dentro, se quitó la kipá y pensando irrisoriamente gritó:
«!Juliáaaan!».
Luego de aprobar ese silencio, de un eco perdido se acercaba la noche, y pensó en cómo debía hacerlo, «la manera menos dolorosa», pensó. Pero, aunque hubo breves dudas, quizá por la cobardía o por el hecho de que sí, aquel chico era su hijo, aún con esto, lo convenció el concluir de irritabilidad, sus dieciséis días fueron infernales. Seguro ya desde entonces nadie fue el mismo: una mujer hecha cenizas, un hijo que su padre desconocía y un padre condicionado por la soledad y por los reveses de la mayor fortuna.
A las 8:00 pm del 28 de mayo de 1999, Yosef Mizrachi entró en la habitación de Julián, aquel niño que vino a reemplazar a aquel hijo travieso y hablantín.
—Oh, pequeño —dijo Yosef—. Hay hombres que son capaces de resistir y persistir a sus tragedias, pero yo, ya no siento que pueda resistir el tormento que me esperan todas las noches. Así que eres tú o soy yo, y como verás, tú no puedes moverte, frente a mí estás ahí, inanimado, detrás, estás comiéndote mi cerebro. Lo lamento, pequeño, pero tengo que hacer algo por esta... mi dolosa insania.
Julián, que dormía plácido, abrió los ojos cuando Yosef tomó su almohada y se la estrechó encima. Sofocándolo.
—Lo siento hijo —dijo el judío.



