El nuevo órgano

Foto: Radio Concierto

María Clara González
Universidad Javeriana de Cali
El ruido se ha convertido en el silencio moderno; el bullicio parece ser el status quo del mundo que habitamos. Nunca la quietud había resonado en nuestras mentes de manera tan intrusiva e incómoda como parece hacerlo ahora. Tanto es así, que recurrimos casi de manera automática a un gran arsenal de herramientas especialmente diseñadas para mantenernos despiertos, distraídos y sedados la mayor parte del día, e incluso de la noche. De este modo, el espacio intelectual para reflexionar e introspectar, tan necesario para el bienestar del ser humano, queda anulado por una sobrecarga de estímulos que el cerebro no está programado para procesar.
Ciertamente, todo avance tecnológico ha sido concebido para complementar las limitaciones humanas. En un principio, las invenciones respondían directamente a la imperiosa necesidad de extender nuestras posibilidades físicas y cognitivas, con el doble propósito de asegurar la supervivencia y evolucionar como especie, aunque esto se produjera de manera instintiva. Siglos después, con la revolución industrial primero y más tarde con la era electrónica, la tecnología empezó a asociarse estrechamente con lo mecánico y luego con lo digital. Por lo tanto, surgieron progresivamente herramientas más avanzadas destinadas a facilitar las actividades cotidianas.
A partir de este punto, el objetivo de cada avance tecnológico quedó claramente estipulado: el alcanzar la inmediatez y la globalización a través de la construcción de una inmensa red que pudiese conectarnos unos con otros, hasta en dos puntos opuestos del mundo. No solo aparecieron dispositivos electrónicos inteligentes con funciones cada vez más variadas, sino que también surgieron nuevos medios y formas de comunicación adaptados a estos. El receptor pasó de ser quien recibe la información a convertirse en quien la produce, difunde e incita a otros a movilizarse, alimentando así una inmensa red de información en la que hoy figuramos inevitablemente. El ejemplo más claro son los smartphones: productos en constante evolución que se han vuelto instrumentos casi irreemplazables en nuestras vidas.
Tal como lo anticipó el sociólogo Marshall McLuhan, de manera casi profética, en Understanding Media: The Extensions of Man (1964), donde describe a los medios electrónicos como extensiones del sistema nervioso humano: “Situando nuestros cuerpos físicos en el centro de nuestros sistemas nerviosos ampliados con la ayuda de los medios electrónicos, iniciamos una dinámica por la cual todas las categorías anteriores, que son meras extensiones de nuestro cuerpo, incluidas las ciudades, podrán traducirse en sistemas de información”.
Es decir, las ciudades se vuelven smart cities, las personas existen también como perfiles digitales, las experiencias se registran y comunican como información a una audiencia. Esto no solo habla del paso del mundo físico al mundo mediado por datos, donde la vida se vive tanto en lo tangible como en lo virtual, también explica que, al actuar como extensiones de los sistemas nerviosos, las herramientas se convierten prácticamente en nuevos órganos de nuestro cuerpo, capaces de almacenar todos los aspectos importantes de la información personal concerniente a su portador: datos, historiales, direcciones, contactos, archivos, fotos, etc. Más notorio aún resulta el caso particular del teléfono celular, pues hoy, salir sin él, quedarse sin datos móviles, no contar con una cámara de acceso inmediato o incluso enfrentar ratos de incomodidad y aburrimiento sin scrollear, son escenarios que representan grandes obstáculos para casi todos quienes ya normalizamos estas prácticas.
Desde jóvenes y niños hasta adultos de todas las edades, casi nadie se salva de ese aparente destino marcado por la casi total dependencia. Ahora, los momentos que resultan extraños del día son en los que no tenemos el teléfono en la mano. Incluso aplaudimos los resultados de nuestro poco tiempo en pantalla como si fuera un gran logro. Pareciera que una vida humana desarrollada sin la mediación constante de pantallas, una centrada en habilidades prácticas, dejó de ser la regla para convertirse en la excepción. Una por la que muchas veces debemos luchar contra nosotros mismos para recuperar.
Siguiendo la teoría de McLuhan, podemos afirmar que la inserción de un nuevo “órgano” no requiere únicamente de adaptabilidad. Pues, de todas formas, el humano es un ser altamente capaz de ajustarse a las circunstancias de su entorno. Lo que se necesita fundamentalmente y muy pocas veces se logra, es un equilibrio entre los dos “entes” que ahora conforman un mismo cuerpo. Un estado de simbiosis en el que ambos se complementen, sin interferir con las funciones naturales del otro, pues esto puede llevar a un atrofiamiento preocupante.
Hace unos días, mientras caía en la trampa del doom scrolling sin darme cuenta, me topé en internet con una frase compartida a modo de meme que decía: “extraño la época en que no existía ChatGPT y podía pensar por mi cuenta”, el post tenía miles de likes y un centenar de comentarios de usuarios sintiéndose identificados con el escenario. Yo, que creía ser una usuaria responsable de la IA, me sorprendí al identificarme con el sentimiento. En varias ocasiones en que he necesitado crear o idear algo, me encuentro de lleno con un silencio mental abrumador, como una incapacidad para formular con fluidez un pensamiento original y propio; pues mi mente, casi como un reflejo, se repite que es más efectivo redactar un prompt que arroje en un segundo una larga lista de opciones. Esto se ha convertido en una práctica generalizada e “inofensiva"; al fin y al cabo, la tecnología ha sido pensada desde el principio de la humanidad para ser un apoyo que facilite nuestras actividades.
Sin embargo, es un hecho; crear arte, refinar ideas, conocer personas, entablar relaciones, aprender cosas nuevas, ubicarse y darse a entender, son aspectos de la vida en sociedad que tienen que, por regla, costar en algún punto del camino. A medida que vivimos, nos enfrentamos a situaciones complejas que nos ayudan a adquirir y fortalecer nuevas habilidades. Si todas estas habilidades necesarias para desenvolvernos en el mundo, y que debemos conseguir por nuestra cuenta, se las delegamos únicamente a esta nueva extensión tecnológica, que debería actuar como apoyo y complemento en el proceso ¿en qué escenario nos encontramos? ¿Aún nos diferencia como especie nuestra habilidad de crear e innovar? ¿Dejó de ser nuestro principal poder el consolidar colectividades y comunidades sólidas? ¿Hasta qué punto el humano requiere de la simplificación de los procesos naturales?
Es indispensable poner sobre la mesa estas y muchas más preguntas, yo agregaría otra preocupación: en la era de la hiperconectividad mutua, en la que tenemos un vistazo constante y directo hacia la vida del otro, parecemos sentirnos más solos y separados que nunca. Como advierte también Byung-Chul Han en La sociedad del cansancio, este fenómeno nos conduce, paradójicamente, a una mayor soledad y agotamiento emocional.
La masificación de los medios de comunicación nos dio un poder adicional para satisfacer las necesidades de reconocimiento: de crear realidades alternas cuidadosamente corregidas, elegidas y expuestas, cuidando meticulosamente lo que mostramos al mundo. Entablar relaciones genuinas, basadas en el reconocimiento de las cualidades y defectos del otro, o incluso el simple hecho de disfrutar de experiencias sin pensar en compartirlas en redes sociales, se han convertido en grandes retos. Estamos tan bombardeados constantemente con una inquietante presión sobre cómo se debería ver nuestra vida, que ensimismarse es casi imposible. Ignoramos que el silencio es indispensable para poner en orden la mente y, aún más importante: que la solitud no implica soledad.
No se puede posar toda la culpa en una herramienta altamente funcional y útil que llegó para quedarse, también debemos analizar con ojo agudo el uso que les damos. Por ejemplo, podemos considerar que la delegación constante de todo tipo de actividad que requiera algo de esfuerzo intelectual y personal, eventualmente nos lleva al deterioro cognitivo. El uso negligente de esta extensión empieza a interferir y a atrofiar al órgano más importante de nuestro cuerpo. McLuhan nos recuerda que no solo somos lo que vemos, también y de manera inevitable, formamos nuestras herramientas y luego éstas nos forman a nosotros. Está en nuestras manos la labor de cuestionarnos: ¿Cómo nos gustaría ser formados?
Todo lo que conocemos ahora existe en respuesta a alguna adversidad, y hago especial énfasis en esto porque, aunque este axioma se vuelva cada vez más difuso, no podemos olvidar que la dificultad es una parte sustancial de la vida, sin la cual nada podría existir ni mantenerse. Nuestra gran misión ahora es encontrar un equilibrio, armonizar nuestros sentidos y recuperar las habilidades perdidas. Solo así, estaremos asimilando esta nueva realidad que se nos presenta de manera realista y sana. Reconciliándonos con el miedo al silencio, recordando cómo es hacer esas pequeñas actividades del día a día sin música, ruido de fondo o sin estar alerta ante algún intrusivo sonido de notificación. Entendiendo que tanto las imperfecciones y diferencias, enriquecen de manera irremplazable el carácter y los vínculos a partir de las cuales sobrellevamos el mundo.
Sin retos y sin desperfectos, simplemente no existe la humanidad.



