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Ganarse la vida

Foto: El Universal
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Samuel Sanabria Carmona

Universidad Nacional Abierta y a Distancia

En Cartagena, para una gran mayoría, el derecho a vivir debe ganarse. Puede resultar una exageración, pero en esta orilla del mar Atlántico donde se repite el discurso del crecimiento económico, las oportunidades y el flujo del mercado turístico —otorgando un supuesto de libertad impuesto por occidente—, existe un grupo de personas que aún debe ganarse la vida y justificar a diario que la merecen, puesto que, para ellos, la vida es una lotería. En un territorio donde millones deben subordinarse al precio de la dignidad, lo denominamos popularmente como ganarse la vida.


Aquí pulula la cultura del rebusque, un arte moderno que permite estirar la miseria como una goma reutilizable y maquillarla de ingenio. Con este nombre conocemos lo que significa la precariedad: inventarse cada día un oficio sin oficio, deambulando por la ciudad para averiguar qué artilugio puede ocurrírsele, alguna maña para raspar un par de pesos que apenas alcanzan para mantener —en diversos casos— a familias numerosas y pagar un alquiler de veinte mil pesos diarios por una habitación.


El rebusque se reinventa constantemente, cambiando cada semana de rostro. Lo ves en el carpintero recogiendo madera al borde del caño Juan Angola, también en el reciclador que carga el costal por el mercado de Bazurto, en los albañiles del barrio Nelson Mandela que esperan sentados en el pretil por un próximo trabajo, en el embolador del Parque Bolívar que busca la sombra, en el revendedor de pasajes en la entrada de las estaciones de Transcaribe, o en el hombre que inicia su jornada a las cuatro de la mañana surtiendo su carretilla y arrastrándola por las calles de La Consolata hasta vender el último aguacate.


Entonces, a lo largo del territorio, nos encontramos con escenas que rozan lo garciamarquiano: dentro de una plaza —que podría ser cualquiera— está un vendedor de jugo de corozo bajo una sombrilla que regala a un lotero viejito el vaso grande y repleto de hielo que se derretía. A sus pies, una carreta inmóvil llena de plátanos manchados y bolsas de hielo que el dueño se ponía detrás de la nuca para lidiar con el calor a media mañana. Pasando frente a ellos, una voceadora de periódicos ofreciendo titulares de la semana anterior; a su lado, un tuchinero que servía café hirviendo por lo que usted le diera, mientras una vendedora de fritos abarataba sus precios entre el humo del aceite. Muestras reales de resistencia.


Pero aquí se vive honestamente, jactándose de nuestro folclore callejero. Por ahí se dice que somos “echados pa’lante”, que tenemos un “carácter berraco”, que “el costeño no se vara en ninguna parte”. Puro cuento. Esa retórica del orgullo popular es la coartada perfecta para no hablar de lo evidente que resultan los derechos negados detrás de cada: “me estoy rebuscando”. Una vida reducida a la apuesta diaria de no caer en la completa indigencia.


Esta marginalidad, tan celebrada en los discursos sonrientes del progreso, se ha vuelto una maquinaria política. Los mismos que la condenan en sus discursos la necesitan viva para sostener sus campañas y para mostrar en ella el rostro amable de la caridad. En cada barrio el abandono se vende como resiliencia. Muchos de esos hombres y mujeres no imaginan siquiera la posibilidad de estudiar; la vida les ha enseñado que el diploma no llena la olla. Hay niños que crecen sin conocer el mar, aun teniéndolo a veinte minutos en bus, porque su mundo se reduce a la frontera invisible del barrio, donde todo se compra fiado y se paga con intereses. Orwell construye algo similar sobre la marginalidad en Sin blanca en París y Londres: “¿Por qué subsiste ese modo de esclavitud? La gente tiende a dar por descontado que todas las ocupaciones existen por una buena razón. Ve a otra persona haciendo un trabajo desagradable y cree resolver la cuestión afirmando que dicha ocupación es necesaria. Trabajar en las alcantarillas es desagradable, pero alguien debe hacerlo (…) Hay quien tiene que comer en restaurantes y por tanto otros tienen que fregar platos ochenta horas a la semana. Es fruto de la civilización, y por tanto indiscutible. Vale la pena pararse a pensarlo”.


Si algún día usted se detiene a observar en un semáforo, será testigo de una odisea de seres que no necesitaron cruzar el océano para llegar a Ítaca. Los vendedores ambulantes, bajo el sol que raja las piedras, aún caminan con su cava al hombro, ofreciendo bebidas para el calor.


Entre ellos se mezclan los limpiavidrios, que navegan la marea de vehículos con un trapito rojo y agua con jabón en una botellita. Mientras, bajo el semáforo, hay un joven —que por lo general vienen de zonas periféricas— haciendo malabares con machetes oxidados, sombreros o pelotas de plástico. Y no falta aquel que solo pase golpeando los vidrios, recolectando monedas para tratar un mal de ojo, una pierna fracturada, una infección en el brazo o para el tratamiento médico de algún familiar enfermo. Y nada de esto nos resulta más allá de lo cotidiano.


Esta cultura nos ha dado personajes que rozan lo fantástico dentro de la mitología costeña. Uno de ellos es el esparrin. Un hombre sudado, con la marca del cuello de la camisa grabada en la piel y una pequeña mariquera terciada al pecho. Es el ayudante de los buseteros, siempre al borde del asfalto, corriendo al bajarse un par de metros para no ser arrastrado por la velocidad y entre gritos persuadirte para montarte en el bus. Negocia el precio del pasaje, maneja las vueltas, acomoda —o más bien apretuja— a los pasajeros dentro del vehículo, que apenas pones un pie en él, arranca despavorido. Detrás queda el esparrin, que vuelve a correr —muchas veces en chancletas— hasta lograr agarrarse de la puerta del bus que parece irse a desprender y grita con voz de trueno: ¡Olaya, Pozón! ¡Llega, llega, que aquí te acomodo!


Cerca de las playas y las plazas, entre el bullicio de los turistas y el canto de los vendedores, pedalean su carrito metálico señores que parecen personajes salidos de otra época. Sus voces se alzan entre el calor: —¡Kola, tamarindo, limón, maracuyá! A mil quinientos y a dos mil con lechera—. El chirrido de la cuchilla raspando el bloque de hielo casi logra transformar el sofoco en algo parecido a la alegría. Su jarabe espeso y brillante tiñe la acera y deja huellas dulces en los zapatos de los niños. A su paso, el aire se hace menos hostil y, por unos instantes, la sed y el cansancio se disuelven en un cono de papel lleno de raspao.


En las esquinas más soleadas del centro aún sobreviven los legendarios escribanos, herederos de una estirpe que resistió al paso de las máquinas de escribir y al dominio del computador portátil. Bajo la sombra del Parque de Las Flores, con el viento apenas soplando y sentados en un puestecito hecho con tablitas remendadas, redactan denuncias, cesantías, certificados, declaraciones de renta, promesas de compraventa en hojas membretadas y hasta cartas de amor, solicitadas por extranjeros que quieren robarse el corazón de alguna cartagenera. Son los notarios del pueblo, los traductores del lenguaje burocrático para quienes no dominan su jerga. Nadie sabe mejor que ellos que en este país escribir también puede ser un acto de supervivencia.


Tampoco podemos dejar de lado la voz de los minoristas, el pregonero. En su bicicleta lleva un parlante amarrado con cables que anuncia desde cirugías milagrosas hasta ventas de ropa de segunda. Su tono tiene una musicalidad que ni los locutores profesionales logran imitar. Es el eco contemporáneo del vocero colonial, aquel que vendía la novedad por las calles empedradas. En la actualidad recorre barrios enteros repitiendo su letanía de servicios con una cadencia casi hipnótica. —¡Vienen los traperos, las escobas, las palas! ¡Se compran libros usados! ¡Se tejen las mecedoras!—. Narrando en clave de altavoz las penurias del día, profetizan el porvenir a punta de rebajas, trueques o novedades, convirtiéndose en la banda sonora del barrio.


Y no podemos olvidarnos de los mandaderos, arrea bultos, porteros y celadores; de los chaceros; de los serenateros, fotógrafos de bautismo, vendedores de tinte y llanteros; de los mecánicos, empalmadores, cargueros, latoneros, soldadores, minuteros y vendedores de manillas; del trovador de esquina, el arriero, el comerciante de víveres, el cerrajero, el aguatero; del recolector de cobre, el repartidor de carteles y el acomodador de carros en parqueaderos públicos; del domiciliario, los escamadores de pescado, el de los vidrios templados, ebanistas y aserradores; de los vendedores de repuestos, el pintor de fachadas, el recolector de firmas, los vendedores de hielo, los gota a gota o paga diarios; de los lavadores de baldes, jardineros, meretrices; de los que “mueven la jugada” en el bajo mundo, los vendedores de chance, de hielo, de cartón y los barrenderos que —en palabras de Systema Solar— sigo sin entender cómo en este país pueden vivir.


En la costa esto es ganarse la vida. El motor que permite el surgimiento de las mayores ficciones —acusadas de este realismo mágico macondiano tan demandado por los europeos—, no es más que la suma de nuestra intolerable realidad. En algunos aspectos resulta ser tan temible que, al oír historias en la calle, podríamos señalarlas de haber sido escritas antes por Poe, o sin irnos lejos, tildarlas de Destinitos Fatales sacados del mismo Caicedo; nuestra nueva y local Historia Universal de la Infamia.


En medio de esas ficciones cotidianas, quien porta los zapatos es quien crea al lustrador, no el zapatero. Mientras exista el rebusque, permanecerá vigente la ilusión de oportunidades, porque algo que hemos escuchado hasta el hastío es que “el que quiere puede, aquí nadie se muere de hambre”. La economía de los descartados es como una válvula de escape que impide a la miseria convertirse en rebelión. Resulta ser una herramienta muy útil para definir al material “dispensable”. Separar el grano de la paja. Hacer creer al despojado que su pobreza surge del fruto de su pereza y no del diseño de un sistema que lo necesita en la cuerda floja. Esa economía paralela, sostenida en la precariedad, garantiza que todo siga funcionando sin alterar el orden. Busca que el hambre produzca movimiento, y el movimiento legitima la dependencia.

Si se tratara de justicia, la vida no habría que ganársela, bastaría con vivirla. Pero esto en nuestro país resulta ser todavía un privilegio.

ISSN: 3028-385X

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