top of page

Honrad a padre y madre

Samuel Sanabria.jpg

Erseleidy del Mar Ardila

Universidad Surcolombiana

Me presentaría, pero entre menos sepan de mí, mejor están. Pero ya qué… aprovechando este último momento de lucidez, les voy a contar.


Yo mato gente.


Pero no soy un mal tipo. A ver… también mataron gente Napoleón, Simón Bolívar, Rojas Pinilla, y “queridos” presidentes de mi país, como paraco Álvaro Uribe. ¿Y qué? Ahí estaban, dando discursos, recibiendo medallas, con estatuas en plazas y hasta saliendo en los billetes.


¿Y yo? A mí me pagan en efectivo y no salgo en la historia oficial.


Hay quienes matan por odio, por venganza o por placer. Yo no. Yo soy… eficiente. Profesional. Ético, incluso. Justo.


No mato niños, no toco animales, y si alguien es capaz de ser honesto en su último aliento, sin necesidad de pedir cacao, le doy una muerte limpia y rápida.


Suena cruel, pero es más de lo que muchos pueden decir.


Ya sé lo que están pensando:


—Habiendo tantos trabajos humildes, se mete en eso...

—Debe ser una escoria. De solo pensar que se cree buena persona, pero no se confundan. Yo no mato por gusto, mato por encargo. Y si la justicia funcionara, yo estaría vendiendo empanadas y no repartiendo plomazos.


Tengo reglas. Generalmente, las sigo.


Y aunque a veces me despierto sudando, con olor a pólvora en la nariz y el corazón latiéndome como cuando vi morir a mi hermana un día corriente mientras andaba en mi bicicleta roja, sé que no soy un monstruo.


Solo tengo un trabajo que nadie quiere hacer, pero que muchos quisieran ganar así de bien.


Me llamaron un jueves por la tarde. Un típico jueves caluroso, de esos que huelen a sudor de moto taxista y transporte público.


Una llamada corta:


—Objetivo femenino. Sesenta y pocos años. Vive sola. Aparentemente no tiene familia.


Objetivo fácil, a decir verdad.


Me mandaron una dirección. Un barrio bonito. Bien podría haber sido una olla, y una foto borrosa, de espaldas.


Debe ser de hace unos treinta años. Ojalá se conserve. No vaya a ser que me equivoque de persona.


A mí me pareció un encargo fácil. Limpio. Casi aburrido.


Solo tenía seis horas después de la llamada para confirmar el trabajo.


El barrio era de esos donde los perros ladran alborotados y las vecinas barren la acera con más ganas de chismosear que de limpiar.


Llegué caminando. Nada de motos. Nada de llamar la atención. La casa tenía la puerta blanca, oxidada, y un letrero de madera en la entrada que decía: “Dios bendiga este hogar”.


Toqué la puerta. Tres golpes suaves.


Después de unos minutos, nadie respondió, como si fuera un testigo de Jehová que viene a leer pasajes de la Biblia.


Olía a comida, arroz con pollo, diría yo, o sudado. Algo con harto sazón. Los condimentos viajaban en el aire con los recuerdos.


La puerta estaba abierta. No completamente, apenas un poquito.


Era como una invitación… o una trampa.


Entré.


La sala tenía muebles forrados con plástico, un ventilador viejo sonando más fuerte de lo que podía soplar, y un altar con la Virgen del Carmen, lleno de flores artificiales.


Entonces la vi.


De espaldas.


Cabello canoso recogido en una trenza.


Delantal de plástico frente a la estufa.


Fácil.


Dos disparos.


Rápido. Como siempre.


Silencio.


Un silencio como el que queda después de un chiste malo.


Me acerqué.


La trenza temblaba como una cuerda floja.


Las manos, aún tibias, olían a ajo.


Había una taza con café recién hecho.


Pan blandito en la mesa, envuelto en servilleta.


Una foto en la pared: un niño con orejas grandes montando una bicicleta roja al lado de una pequeña que era más huesos que persona.


La misma que yo vendí para comprar mi primer revólver.


Di un paso atrás.


—Mamá… —susurré.


Y por primera vez en años, no supe a quién matar. Me quedé allí, parado.


Como si la casa me hubiera escupido fuera del tiempo.


Pensé en llamar al jefe.


Pero, ¿qué se dice cuando uno mata a su mamá por encargo?


Solo hice una cosa.


Me serví el café y me comí el pan blandito.


Como aquellos domingos antes de salir a jugar al vecindario. El tinto tenía ese sabor fuerte, amargo, que solo se consigue con años de costumbre y pobreza.


Entonces sonó el celular.


—¿Ya está hecho? —preguntó la voz del jefe.

Tragué saliva. Las palabras salieron, bajito, como si no fueran mías:

—Sí… ya está hecho.

—Gracias por su servicio.


Dijo y justo cuando iba a colgar la llamada…


La bisagra vieja de la puerta trasera chirrió como una carcajada oxidada y antes de que pudiera girar la cabeza, escuché un solo disparo, rompió el aire, seco, certero. El impacto llegó un segundo después. Como si el sonido hubiera venido a avisarme que ya estaba muerto.


Había cumplido mi trabajo. Y ahora era solo un encargo más.

ISSN: 3028-385X

Copyright© 2025 VÍA PÚBLICA

  • Instagram
  • Facebook
  • X
bottom of page