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La arquitectura del poder

Congreso Nacional de Brasil. Foto: Mario Durán-Ortiz
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Daniela Muñoz Oza

Universidad Católica de Oriente

Brasilia se concibió como capital en la década de 1950 como una utopía modernista: una ciudad planificada, centralizada, ordenada y democratizadora, destinada a unir al país bajo los ideales de “orden y progreso”. O, al menos, eso era lo que profesaba el presidente Juscelino Kubitschek para Brasilia. Su lema populista de aceleración del desarrollo nacional era “50 en 5”, es decir, lograr en un quinquenio el desarrollo económico de medio siglo. Este afán era compartido por muchos en su época. Sin embargo, su gigantismo de acero y hormigón monumental, simétrico, casi militarizado o brutalista permite lecturas más críticas.


Ciertos paralelos sorprenden al comparar el diseño de Brasilia del mundo real con la distopía literaria de George Orwell en 1984: ambos exhiben un poder político y técnico que controla el espacio en búsqueda de transparencia y eficiencia; pero la planeación y racionalización de la ciudad suprime y elimina el rastro humano y biológico que siempre deja la vida en las ciudades que crecen orgánicamente con el tiempo.


La arquitectura estatal, en los ojos de Niemeyer y Kubitschek, comunica jerarquía: los Ministerios están todos rígidamente alineados en el Eje Monumental de Brasilia, parados como soldaditos de frente al Congreso, al Ejecutivo y al Judicial, en espera de las órdenes. Todos estos edificios están hechos de hormigón, yo conté 31, pero pueden ser más o menos. Estas moles tienen, a su vez, “Anexos” donde se atiborra la burocracia excedente. El conjunto arquitectónico busca recrear (literal y metafóricamente) la omnipresencia del poder estatal. Brasilia no está sola porque la capital ultra-planificada no es infrecuente en los proyectos nacionales: Washington D.C., Nueva Delhi, Canberra y, más elocuentemente, la Londres orwelliana.



Arquitectura estatal como símbolo de poder, control y racionalidad


En Brasilia y en la Londres orwelliana, el Estado se vuelve arquitectónicamente real para comunicar poder, autoridad y orden. A pesar de su lejanía e impersonalidad, los edificios tratan de mostrarse solícitos con el ciudadano para alcanzar su bienestar. Esta contradicción es insalvable. En Brasilia, los edificios de gobierno se disponen simétricamente a lo largo del Eje Monumental. Al final de esta explanada, está la apoteosis del poder: la Plaza de los Tres Poderes, rodeada de los “palacios” donde funcionan el Congreso, la Presidencia y el Tribunal Supremo de Justicia. La topografía artificial y las escalinatas realzan el carácter majestuoso de las instituciones.


En 1984, Orwell describió también enormes edificios estatales que dominaban la ciudad: el Ministerio de la Verdad con cientos de habitaciones, el Ministerio del Amor sin ventanas. La arquitectura no es neutra: impone presencia, define jerarquía y limita la vida cotidiana. En ambos contextos, el diseño transmite un mensaje político claro: el poder está en el centro y se expresa en piedra, concreto y simetría. La arquitectura es la herramienta silenciosa para expresar poder.



Vivencia personal: entre la utopía y la distancia


Cuando visitas Brasilia, las cosas están, como dicen por ahí, “tan cerca y a la vez tan lejos”. Es difícil salir sin el carro: las distancias son enormes entre los sitios, ¡las cuadras son “súperquadras”! y los andenes para peatones enormes, pero casi siempre vacíos. Nunca te encuentras con nadie mientras caminas, y si alguien aparece en el horizonte es como un náufrago de otro barco. Las avenidas son tan anchas que cuando el semáforo se pone en verde para los peatones, por más tiempo que te conceda, te pone a correr como un velocista para alcanzar la otra orilla de la superautopista. Hay espacios y plazas y bulevares por todas partes, pero casi siempre solos. No puedes ver columpios, rodaderos, gente vendiendo globos o incluso, castillos inflables. Y si los hay, faltan los niños. La ciudad, en suma, no está diseñada para las vecindades humanas.


Ese diseño calculado, impecable en las fachadas y brutalista en la construcción, resulta a la vez artificial. La ausencia de un crecimiento orgánico limita su capacidad de adaptarse y, con el tiempo, acentúa un aislamiento silencioso: los que viven en el “Plano Piloto” y los que habitan en las ciudades satélite parecen ocupar mundos distintos, como si existiera un portal medido por kilómetros.


Las ciudades satélites en las periferias de Brasilia fueron, en principio, el albergue de los trabajadores que construyeron la ciudad y de la población de bajos ingresos. La “ciudad plano” era costosa para ellos y, por tanto, no podían hacer parte de la utopía del modernismo. La utopía era que todas las clases y ocupaciones vivieran en la ciudad piloto en condiciones de igualdad; la realidad es que la ciudad moderna se abrió para la burocracia alta y media y el resto terminaron viviendo en las periferias. Hoy en día, solo el 7% de la población de todo el Distrito Federal vive en la utopía modernista y el resto en las ciudades dormitorio que están a su alrededor.


La lectura de 1984 añadió otra capa a esa percepción. Orwell describe un mundo donde todo está controlado, donde incluso la realidad se construye y reconstruye a conveniencia del poder. Esa sensación de “imposibilidad de escapar” encontró eco en mi experiencia de Brasilia: aunque aquí no haya un “Gran Hermano”, la escala monumental, el vacío calculado y la rigidez de su estructura transmiten un mensaje similar de control: de orden que no admite desviación; de orden igualitario e incluyente que, sin embargo, crea desigualdad y exclusión; de orden modernizante que no admite vida popular. Así, la visita a la capital brasileña se convirtió en una vivencia que osciló entre la admiración por la audacia arquitectónica y la incomodidad ante su soledad humana.

ISSN: 3028-385X

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