La furia de la ciudad blanca

Foto: Archivo General de la Nación

Yuly Paola Ruiz
Universidad Surcolombiana
Hace ya más de cuatro décadas que la ciudad blanca sintió la furia de la tierra que, sin piedad, la sacudió hasta sus estructuras y habitantes derribar. El caos era el paisaje que acompañaba la tragedia que marcó a los payaneses, quienes padecieron el dolor de una catástrofe que arrasó con la vida de cientos y, junto a ello, una parte de la antigua urbe. El infortunado evento oscureció las paredes blancas y las calles coloniales, muy propias de Popayán. Aquel día de celebración religiosa de la Semana Santa sería recordado en la historia, no precisamente por el fervor de los feligreses, sino por la magnitud del siniestro natural.
El desastre que arrasó con Popayán sucedió el día 31 de marzo de 1983, a las 8:13 a.m., en aquel Jueves Santo que sería recordado por su magnitud catastrófica, que según el Servicio Geológico Colombiano fue de 5,6 grados en la escala de Richter, con una profundidad superficial de 15 km. Derrumbó a su paso todo lo que encontró y tuvo alcance en diferentes lugares del departamento del Cauca y sectores aledaños, en los que el territorio se estremeció como nunca antes. Se estima que el epicentro del terremoto fue a tan solo 19,7 kilómetros de la ciudad, causando estragos en las construcciones de los centros poblados y siendo responsable de múltiples pérdidas materiales e inmateriales.
Jairo Garzón, quien para ese momento era un niño de unos escasos 6 años de edad, hoy en día recuerda la aparente mañana tranquila del Jueves Santo, que sin saberlo cambiaría todo de un momento a otro, cuando la tierra empezó a rugir y sacudirse, derribando con facilidad las casas e incluso sacando árboles de la tierra, como si tuviera tanta furia que quisiera desprenderlo todo. Eso, para un niño, era tan desconocido y lejano que ni siquiera sabía su procedencia o significado, pero lo que sí podía saber era que le asustaba y temía que su casa, que con tanto esfuerzo habían construido, cayera sobre sus cabezas.
—Momentos antes de que pasara el temblor, el ambiente estaba tranquilo, muy normal como siempre —comentó Jairo Garzón—, pero una vez empezó a sentirse, me acuerdo que… había muchas ramas de árboles que se metían por el techo de la casa, se sentía fuerte el movimiento del suelo y por eso se caían las cosas de todos lados. Yo estaba muy asustado, yo no sabía ni para dónde agarrar, mis hermanas también lo estaban y lo peor era ver la casa que casi se caía al suelo.
Solo fueron necesarios 18 segundos para dejar aproximadamente 1.500 personas heridas y 250 fallecidas, sobre todo en la ciudad de Popayán y municipios cercanos como Cajete, Cajibío, Julumito y Timbío, causando la afectación de más de 13.500 viviendas y la destrucción de 4.964 construcciones (UNGRD, 2022, p. 23).
Timbío había caído, así como Popayán y muchas otras poblaciones aledañas, dejando víctimas fatales que habían acudido a la celebración eucarística, en la que sin saberlo quedarían atrapados bajo los escombros, otros bajo sus propios hogares o por casas ajenas de la calle. En todo caso, era desolador ver tales imágenes y cómo habría sucedido tan de repente, así como había cobrado tan caro su llegada, que no fue prevista ni mucho menos deseada.
Lucrecia Garzón, una de las hermanas mayores de la familia Garzón, tenía en aquel entonces unos 17 o 18 años y dos hijas pequeñas que apenas estaba criando, por lo que uno de sus sustentos era el trabajo en un restaurante que quedaba como a una hora de su casa. En ella dejaba a sus pequeñas, hermanos y madre para poder continuar con el trajín de su labor.
Aquel 31 de marzo, Lucrecia se preparaba como de costumbre para trabajar, por lo que muy a las 5:00 de la mañana se alistaba. Empezaba por lo esencial para una payanesa o para cualquier cristiano: la oración y los primeros sorbos de café negro y amargo para agarrar las energías en el cuerpo, como lo manifiesta ella misma. Posteriormente, se preparaba para su trabajo en el restaurante "El Paisa", que quedaba por la Panamericana y un poco lejos de su casa, así que, como se conocía el ajetreo, optó por ropa cómoda, aunque ya no recuerde lo que llevaba puesto. En su memoria aún conserva la imagen de su ropa vuelta un desierto de polvo en cuestión de segundos.
—Yo llego a las 7:00 de la mañana en donde trabajaba a limpiar las mesas, a barrer y organizar todo lo necesario antes de abrir el restaurante. A eso de las 8:00, poco antes, empiezan a llegar los primeros clientes en unas chivas que venían del sur a desayunar antes de continuar su ruta, ya que generalmente venían desde Ipiales o Nariño con destino a Cali y arrimaban por la facilidad del camino. A esa hora y ese día se estacionaron dos chivas de gente y un camión en la entrada al restaurante —comenta Lucrecia.
Poco antes de los instantes de horror, Lucrecia Garzón narra que salió a la calle a barrer y echar agua, cuando transcurridos unos minutos después de las 8:00, el camión de la entrada empezó a moverse con gran facilidad.
—Está temblando. La gente también lo comprendió porque empezaron a gritar y llorar de pánico —dice Lucrecia.
La comida se quedó quieta, los platos temblorosos escapaban de la mesa y, de repente, el hambre se escabulló como la tranquilidad del día. Los techos se caían, las paredes se agrietaban u otras menos resistentes se rompían en pedazos. La gente solo admiraba desde la desesperación cómo su casa era solo escombros.
—No podía mover ni una sola parte de mi cuerpo, recuerdo que solo me quedé de pie y no sé ni cómo resistí. Yo creo que el choque del momento no me dio tiempo de nada, o no nos dio tiempo de nada a nadie. Me tomó unos segundos más caer en cuenta de lo ocurrido y pensar en mis niñas, en mis hermanitos y en mi madre —afirma Lucrecia.
Pero sin saberlo, doña Ana Garzón, madre de Lucrecia, iba al encuentro con su hija. Entre lágrimas y un fuerte abrazo corroboró la presencia viva de ambas. Las primeras palabras fueron de alivio antes del trago amargo de la incertidumbre, que se disipó con la voz de la madre, que en medio de la tragedia le dieron a Lucrecia un instante de luz entre las nubes de polvo.
La casa donde vivían Lucrecia y su familia había podido resistir un poco, aunque las paredes estaban averiadas y el techo a medio caer, aún se conservaba en pie. Ese fue el panorama que contempló desde la lejanía Lucrecia, que con la piel pálida y llena de polvo, hasta los ojos rojos y embarrados, seguía llorando del miedo. Cuando llegó a casa, abrazó a sus pequeñitas y quería no soltarlas nunca más, pues el terror de perderlas la había conmovido.
Sus vecinos gritaban nombres al azar, lloraban desesperadamente rebuscando entre los restos de las antiguas casas, esperando encontrar a sus seres queridos. Lucrecia, espantada, quería ayudar, pero estaba tan desamparada como los demás, en medio de la calle, con la impotencia de ver a sus cercanos en situaciones tan adversas.
—Todo era una tristeza, un sentimiento profundo y a la vez una pequeña alegría, porque gracias a Dios estábamos vivos. Un sentimiento fuerte —declara Lucrecia con la voz entrecortada.
Horas más tarde, el cuerpo de bomberos de Timbío y la Policía, ubicada en una estación del pueblo, se apresuró a ayudar y alertar las fuertes afectaciones sufridas. Por lo que buscaron albergue en el coliseo, en el polideportivo y en las canchas de fútbol. Allí ubicaron a las personas que lo habían perdido todo. También facilitaron algunos cauchos para ser usados como refugio.
—Ese día, a pesar de los esfuerzos, fue difícil que llegara ayuda a todos los necesitados, aunque la gente fue muy humanitaria y ayudaba con muchos materiales para hacer cambuches en las zonas de estadía temporal —manifiesta Lucrecia.
La mujer afirma que sus jefes le ofrecieron algunas sopas para que alimentara a su familia y no dejaran vacíos sus estómagos. Agradecida, pudieron probar algo de comida, aunque extrañamente no tenía hambre, y carcomida por el miedo, solo se resignó a esperar a que cayera la noche. La alcaldía les había facilitado un par de colchonetas y se acomodaron en un lugar afuera de la casa para evitar alguna tragedia por si el evento se volviera a repetir, sin embargo, en la noche el sueño no llegaba a plenitud pero el pueblo parecía sumido en una pesadilla.
Con el pasar de los días, se iba reponiendo de a poco el pueblo. La gente se empezó a mover y a reconstruir Timbío y, a su par, Popayán. Este acontecimiento marcó un precedente para la historia, no solo del territorio, sino del país. Al año siguiente se creó, mediante el Decreto 1400 de 1984, la primera normativa colombiana de sismo resistentes y, con ello, la creación del Fondo Nacional de Calamidades (UNGRD, 2022, p. 23).
Lucrecia recuerda con mucha desolación tal acontecimiento. Con la voz quebrantada relata la historia de aquel día. Dice que, si bien no perdió a ningún familiar suyo, le duele haber visto tanta incertidumbre y tristeza ese Jueves Santo, que como imaginario colectivo muchos aseguran fue obra de un castigo divino. Hasta la fecha siente temor y, de vez en cuando, llegan pesadillas a su mente con un final mucho más trágico. Por lo que, año tras año, al llegar la Semana Mayor, Lucrecia siente miedo de estar en una iglesia o en eventos masivos, porque le parece que en cualquier momento la memoria enojada de la ciudad se refresque con un nuevo evento catastrófico que los sacuda sin piedad.



