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La moneda de humo

Samuel Sanabria.jpg

Cristian Navarro Silva

Universidad del Norte

Regresaba a mi casa con la misma pena que me sobra y la misma fortuna que me ha hecho falta. Esa noche, la lluvia caía sin entusiasmo, sin vigor y sin fuerzas. Mientras iba en el bus, miraba por la ventana con la mente ocupada y distraída por los mismos demonios burlones que danzan en mi mente y que me han acompañado cada noche. Estos demonios siempre reían en silencios longevos y llenaban mi cabeza con aquellas obras protagonizadas por mis errores y por lo que nunca hice. Esta vez ellos no encontraron el escenario idóneo para realizar su obra cómica diaria, por lo que perdí mi única forma de entretenimiento en el camino. Tuve entonces que observar la ciudad cruda, los faros de vapor reflejando cada gota de agua como si fueran espejos, y ver las calles sudadas por el cansancio y el paso de la gente, generándome una sensación difícil de describir. Al bajarme del bus, sentí la brisa seca que siempre ha adornado a la urbe cuando llueve. Seguido a esta breve admiración, saqué de mi bolso una chaqueta para protegerme de las inofensivas lágrimas que caían. Me dispuse a seguir mi camino, enfocando la mirada en cada gota que caía, en cada nube que pasaba, y en el velo de la luna que arropaba una noche fría y tenue. Cada espera por cruzar el semáforo se convertía en un tiempo extra para disfrutar de la lluvia y del sonido de las pisadas que dejaba la gente al caminar.


En un principio, mi destino iba a ser el parque que me vio crecer y que yo vi crecer también. Donde cada banqueta tiene un sonido que contar y cada columpio un sueño por crear. Lastimosamente, yo ya no conservaba esa magia que el parque sí mantenía; supongo que a medida que perdía la inocencia de mi niñez, el parque ganaba nuevas alegrías y escuchaba nuevas risas, y no volvió a necesitar de la mía. Antes de llegar me detuve en una tienda cercana, necesitaba comprar mi cajetilla con los 10 de la suerte que nunca me hacían falta. El tendero me observaba detenidamente, y lo que su boca no expresaba, lo hacía su mirada. -Qué decepción, otro joven cuya alma cae presa del humo de la melancolía y que cree encontrar la solución en algo que está diseñado para hundirlo más-, decían sus ojos en aquel lenguaje mudo hacia mi dinero maltratado y hacia la cajetilla que me entregaba. Mi mirada también le respondió -Lo sé, viejo, lo sé. Sé que me hace daño, pero ¿qué puedo hacer? El vaho que desprende mi aliento es lo que me permite sentir el calor que mi corazón necesita.


Luego de esa pequeña y breve charla, seguí mi camino con mi cajetilla de la suerte y el fuego salado besando mi boca. Calada tras calada y paso tras paso, iba llegando poco a poco hacia donde el corazón necesitaba ir, cegado un poco por el humo del cigarro, pero con la suficiente visión para sentir y escuchar el sonido de las banquetas vacías. A fin de cuentas, en una noche lluviosa, las únicas personas que esperaba encontrar sentadas en esos bancos eran aquellos jóvenes parecidos a mí, jóvenes que se creen héroes de su historia contada por la pobreza, y que defendían su castillo imaginario de hormigón y graffiti con espadas no más largas que un bolígrafo y una hoja no más gruesa que un pincel, ante aquellos bandidos de traje y corbata que, en la mayoría de ocasiones, regresaban de trabajar y lo único que anhelaban era soñar y dejar que el peso de sus ojos los venciera y encadenara a sus cama, para al día siguiente, dejar sus espíritus aún encadenados a sus cama y salir a trabajar para y por su carne. Muchas veces me sentía dentificado con aquellos héroes que habían soñado mucho y cuyos delitos eran dulces, veía en ellos la valentía de querer lograr la vida digna que ellos creían merecer y que no les importaba el medio por el cual lo hacían, ni tampoco las consecuencias si no lo lograban. ¿Quién iba a llorar por unos héroes sin nombre cuyo mayor logro en la vida sería que su muerte fuese anunciada en el periódico local? Otras veces me sentía identificado con los villanos de traje y corbata, veía en ellos lo que yo algún día iba a ser, y que todo el mundo quería que los jóvenes fuéramos. El mundo quería que fuéramos entregados al empleo que nos tocase, no el que quisiéramos en verdad, para conseguir unas míseras monedas de plata para satisfacer las necesidades básicas de la carne, y dejar morir de hambre el espíritu y la ambición soñadora.


Esa noche, desgraciadamente, no estaban ni los héroes ni los villanos. Solo se podían ver las memorias perdidas de todas las almas que algún día hicieron parte de aquel lugar. Las veía jugando en los columpios vacíos, moviéndose por las ráfagas de viento que los árboles exhalaban, como si sus risas y gritos todavía resonaran en el aire. Veía a los amantes jóvenes compartiendo promesas bajo la luz tenue de los faroles, jurándose el amor eterno que ahora solo quedaba marcado bajo las hojas marchitas que el viento tumbaba. Me senté a observar y admirar en silencio la soledad que acompañaba aquel lugar. Pronto me di cuenta del porqué mi corazón quería estar allí; ese parque, bajo la lluvia cansada y triste, era lo que más se asemejaba a él. Quería, por sus propios métodos, darse cuenta de lo mal que estaba y necesitaba que ese espejo de césped artificial y urbanismo mal hecho le mostrara lo que los ojos de su cuerpo no le permitían ver.


Un rato después de estar sentado, disfrutando de mi tiempo en compañía de las almas y la fogata de mi boca, sentí que alguien me miraba fijamente. Sin embargo, aquellos ojos parecían tener miedo de acercarse a mí, como si me confundiese con aquellos héroes infames que se sentaban a esas horas en aquel parque, pero que, por alguna razón, hoy no estaban. Traté de visualizar a lo lejos y logré enfocar la silueta de un vagabundo y un perro. El perro parecía ser pequeño, a lo lejos logré distinguir que era un bastardo entre un French Poodle y un Schnauzer de color blanco. Curiosamente se le veía bastante limpio como para ser de ese vagabundo, así que asumí muy equivocadamente que el perro no era un fiel acompañante, que muy seguramente estaba perdido y tenía otros dueños mejores, preocupados por dónde estaría aquel animal cuyo camino se había encontrado con el de aquel vagabundo. No logré visualizar muy bien al trotamundos, pero no tuve necesidad de forzar mucho mi vista ya cansada y sudada por la nostalgia porque prontamente se fue acercando más hacia donde yo me encontraba sentado. Cuando lo vi más de cerca quedé gratamente sorprendido, sus harapos demacrados, sucios y desprendiendo un olor potente a basura en unión con su pantalón lleno de lo que parecía ser barro y gotas de agua por el leve sereno que daba la noche, no parecían consonar con aquel estilo peculiar, cuya cara perfectamente afeitada y limpia en conjunto con un pelo liso y largo que mostraba sin vergüenza ante aquellos ojos que lo mirasen, distaba mucho de lo que yo entendía y había asumido erróneamente que era un vagabundo.


Una vez se acercó, me esbozó una gran sonrisa amarilla y llena de caries y procedió a sentarse a mi lado mientras que el perro que lo acompañaba no tuvo otra opción que encontrar una momentánea cama bajo sus pies y acostarse. Seguidamente, el misterioso hombre me estrechó la mano y comenzamos a entablar una conversación:


—¿Cómo te llamas, chico? —preguntó con una sonrisa curiosa.

—David —respondí, aunque no era mi verdadero nombre. Al ser un desconocido, no quería revelarle mi verdadero nombre.

—¿David? —repitió con interés—. Un nombre fuerte. Bíblico.

—Eso dicen. Aunque yo no soy muy de esas cosas. Al final, un nombre es solo eso, ¿no? He conocido a Moisés robando y a Jesús matando. Los nombres no cambian a las personas.


El hombre soltó una risa baja, casi burlona.


—Eso es cierto. Pero a veces, un nombre guarda secretos que ni siquiera su dueño entiende.

—¿Qué haces aquí? —preguntó.

—No mucho, en realidad, nada —respondí—. ¿Y a usted qué lo trae aquí? —le dije, devolviéndole la pregunta.

—A mí no me trae nada en específico, solo las ganas de conversar y relajarme un rato — me respondió, mientras estiraba su brazo derecho hacia el espaldar de la banqueta.


En esos momentos me comenzó a dar curiosidad su inesperada presencia, y más que todo su temple calmada y tranquila. Sentía como el ambiente estaba tratando de comunicarme que la conversación que estábamos llevando a cabo no iba a ser banal.


—Tienes cara de hambriento, ¿no quieres un pan?

—No, muchas gracias —le respondí.

—No tienes por qué desconfiar de mí, aunque sé muy bien que lo que haces no está mal, porque no me conoces ni has preguntado mi nombre. Sin embargo, recibir un pan de alguien no está mal —me dijo mientras sacaba un pan mojado de sus bolsillos y lo dejaba en el piso, a la espera de que el perro acostado a sus pies deseara comerlo.

—Gracias, pero de todas maneras no tengo hambre —respondí. Mientras observaba que le daba el pan que me ofreció a aquel animal, me invadió la curiosidad de preguntarle si el perro en realidad era suyo, así que le pregunté:

—¿Es suyo el perro?

—Sí, es mío, aunque no lo parezca. Se llama Sariel —respondió mientras acariciaba al perro con suavidad.

—Es un nombre curioso —comenté, mientras extendía la mano para tocar el suave pelaje blanco—. ¿Cómo lo mantiene tan limpio?


El hombre me miró, y con una voz tranquila, casi susurrante, respondió:


—La inocencia... la inocencia nunca se ensucia.

—¿De dónde viene y por qué no ha ido a casa, chico? —me preguntó seguidamente.

—Vengo de estudiar, y no he ido a casa porque no he tenido ganas realmente —le dije—. ¿Usted de dónde viene? —devolví la pregunta.

—Yo vengo del Horeb, un lugar lejano de aquí, y vine solo porque te vi a ti.

—¿A mí? —dije con un gran tono de curiosidad e intriga—. ¿Qué tengo yo de especial que le llamé la atención?

—No me llamaste la atención, se la llamaste a Sariel. Él fue el que me trajo aquí —dijo, acariciando suavemente el pelaje de aquel perro.

—¿Sabe usted por qué Sariel lo trajo hasta aquí?

—No, eso solo lo sabes tú —me respondió, mirándome fijamente.


En esos momentos quedé en profundo silencio, y así continué un largo rato. Aquel vagabundo tampoco quiso mediar palabra, y solo se quedó apreciando el mismo paisaje sucio de cemento que le brindaba magia a aquel lugar. Yo no supe qué hacer, ni qué decir a partir de lo que me había dicho. El hombre parecía conocerme y percibía que yo estaba ahí porque no tenía otro lugar donde ir, porque mi casa no me llenaba, porque la escuela no me llenaba, ni tampoco la calle lo hacía. El hombre, que a medida que la luna fue caminando sobre el cielo lluvioso había dejado de parecerme un simple vagabundo, pasado un rato largo levantó a su perro y se levantó de la banqueta donde estábamos sentados.


—¿Tienes una moneda? —preguntó de repente, con una calma extraña. Saqué mi billetera y encontré una de 1000 pesos. Sin pensarlo demasiado, se la tendí. Él la tomó con una ligera sonrisa; sus ojos reflejaban un brillo que no logré descifrar.

—Guarda las que te quedan —dijo, señalando mi cajetilla de cigarrillos—. Te servirán para comprarte otro amanecer.


Una vez dijo esto, se despidió y se fue caminando hacia la noche. Sariel no se movió. Permaneció a mi lado como si supiera que aún necesitaba compañía. Solo cuando decidí volver a casa, él también pareció entender que su labor estaba hecha. Una vez llegué, él decidió quedarse esperando afuera mientras yo subía aquellas escaleras del edificio donde vivía. Saqué las llaves y abrí la puerta, Mi madre me recibió con los brazos abiertos y con un gran beso.


—¿Cómo te fue, hijo? —me preguntó con la inocencia de una flor .

—Bien, ma. Estoy con mucho sueño y preferiría comer e irme a dormir, pero antes... ¿no te queda ningún resto de comida? Es que encontré un perro y me gustaría darle un poco.

—Sí, ahí queda un pedazo de salchichón en la nevera.


Me dirigí a la nevera y una vez tomé el salchichón bajé las escaleras para entregarle el pequeño pedazo de carne a Sariel, como agradecimiento por haberme acompañado a casa. Cuando llegué, ya no estaba ahí y no lo pude ver a lo lejos tampoco. Subí nuevamente a mi casa y volví a guardar el salchichón en la nevera. Me dirigí a mi habitación, y mientras me preparaba para dormir, miré por la ventana hacia aquel parque que se camuflaba con el vestido profundo de la dama noche. Las luces titilaban y la lluvia siguió cayendo con suavidad. Cerré los ojos y, en mi mente, volví a ver al vagabundo y a Sariel, pero ahora se hacían uno con la oscuridad de mi mente y de la luna.


Cuando desperté a la mañana siguiente, me encontré con una pequeña moneda en mi bolsillo y mi caja de cigarros totalmente vacía. Luego recordé aquella experiencia tan poco ordinaria que viví la noche anterior, y entendí por qué se encontraba vacía. Sentí una extraña calma, como si la noche anterior me hubiera liberado de una carga invisible. La moneda en mi bolsillo me recordó las palabras del vagabundo, y por primera vez en mucho tiempo, me sentí preparado para enfrentar un nuevo día.

ISSN: 3028-385X

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