La última batalla de El Sensei

Foto: María José García Escobar

María José García Escobar
Universidad Externado
El rey está siendo acechado por el ejército rival, pero el riesgo que pueden estar corriendo sus peones negros, le preocupa más. En un acto de valentía, ataca a una torre del contrincante. Seguido, uno de sus soldados cae en el hecho. Suspira lo suficientemente fuerte como para que alcance a escuchar.
Con los ojos afilados sobre el tablero blanco y negro, “El Sensei” medita su movimiento antes de tomar una de las fichas con sus dedos. No hay reloj sobre la mesa que lo afane, pero los gritos de los hombres alrededor lo presionan.
—¡Tablas, tablas! —grita el hombre de chaqueta azul, que después me diría su nombre, Óscar.
El ajedrez es uno de los juegos de tablero más populares en el mundo, reconocido, entre otras cosas, por su noción social y de estatus. Probablemente un jugador profesional y experimentado vería como una burla esas 8 mesas Primax, que en algún momento debieron ser blancas, que se alzan por la carrera séptima del centro de Bogotá. Pero, aunque los jugadores no tengan mesas de madera ni las fichas más exquisitas, ni estén en un torneo retador, en cada partida, cada hombre pone en juego lo más importante que tiene, su honor.
Una de las mesas favoritas de El Sensei es la menos visible, la que se dispone al lado de la choza de metal del dueño de las mesas. Aunque no tiene problema con jugar en otras, evita a toda costa las que tienen el reloj.
—Allá se hacen los que apuestan, a mí eso no me gusta, se pierde la belleza del juego. Yo apuesto mi ego en cada partida —me dice mientras sigue observando la partida que juegan a nuestro lado.
El Sensei, como me lo presentó un hombre que coordina las apuestas, recurre a este lugar desde hace 14 años. Siempre ha andado por la zona y vio cómo nacieron las mesitas de a poco. Al principio, como la mayoría lo hizo, se paraba a ver jugar a otros dos valientes que no se intimidaban por el público de hombres que los rodeaban y les gritaban movimientos. Con el tiempo, se animó a jugar, y aunque no va todos los días, es un destino obligatorio cada semana para distraerse y pasarla bien.
Cada uno se juega su nombre en la mesa, salir derrotado, como probablemente salga el que está sentado enfrente de El Sensei y yo, significa levantarse de la mesa con la cabeza baja para darle paso al siguiente valiente. La partida que observamos la juegan un joven estudiante de la Universidad de América y un señor de unos 60 años vestido de abrigo y bufanda. Ambos mueven sus fichas con astucia, sin embargo, el joven le lleva ventaja en el tablero, el hombre está acorralado sin dama ni caballos, la escena no es muy esperanzadora para él.
El Sensei se programó para hacer unas diligencias en el centro y pasar el resto de la tarde en su actividad favorita. Llegó caminando por el desfile de antigüedades, zapatos viejos y cuarzos que los vendedores acomodan muy pacientemente sobre un plástico en la calle esperando a que un curioso llegue a comprar. Lo primero que lo recibe siempre cuando se aparece, es un olor concentrado de cigarrillo y perfume de hombre, de hecho, muchos perfumes diferentes. Se acerca a una mesa y reconoce a sus amigos, observa una partida y rápidamente se sienta, listo para jugar. Sobre esa hora no está tan lleno, así que no tiene que esperar demasiado. Dice que la cabeza le aguanta para unas 8 partidas, hasta ahora ha jugado 7, así que aguarda ansioso la última. El cielo se tornó negro sobre las 6:30 pm y el frío no se hizo esperar mucho. Vasos de tinto ruedan por las mesas para no perder el impulso de las partidas. Por ese lugar, pasan políticos, estudiantes, indigentes, comerciantes y todo tipo de personalidades, según me cuenta El Sensei, que un momento antes de jugar su última partida, como si de una celebridad se tratase, me dice su nombre. Se llama Álex.
Hoy fue un buen día para El Sensei, que lleva 5 partidas ganadas. Las dos que perdió, las jugó con un señor al que siempre le gana, pero hoy fue la excepción. Justamente es eso lo que le gusta del ajedrez, cada partida es una oportunidad, cada partida es diferente a cualquier otra y eso le mantiene las expectativas altas cada vez que se sienta frente a uno de esos tableros.
El momento esperado llegó, la mesa está rodeada por 5 hombres. Todos lucen diferente. Pienso que el ajedrez es lo único que los reúne, fuera de esas mesas, poco deben tener en común todos ellos. El Sensei se sienta en la mesa, su oponente es un hombre de chaqueta roja y poco cabello llamado Diego. El Sensei juega con las fichas negras, el otro hombre tiene las blancas. Inician la partida y los movimientos son muy rápidos, El Sensei inicia con el peón de la reina y rápidamente juega con sus caballos. El otro hombre le sigue el ritmo en el juego moviendo sus peones y alfiles. El tablero se vuelve un campo de batalla en cuestión de segundos. El Sensei mantiene su cuerpo inclinado hacia delante con los codos en la mesa. Es un hombre de estatura baja, seguramente pasa los 65 años. Sus ojos, de un oscuro grisáceo, se enmarcan por las líneas de la vida, que dan fe de su experiencia y recorrido vivido, probablemente cientos de partidas jugadas con otros cientos de hombres.
Sus manos se preparan para el siguiente movimiento, ya llegó el momento del juego en el que todos se emocionan, incluso yo, que quiero ver vencedor a El Sensei. Sobre el lado izquierdo de la mesa, hay 3 peones negros, un alfil y justo en este momento, peligraba uno de los caballos. Pero El Sensei no se quedaba atrás y tenía 4 peones, una torre y un caballo de su rival. Los hombres a su alrededor les sugerían movimientos a ambos.
—¡Coma con dama!
—¡Coma caballo!
—Mejor retroceda, sino pierde una pieza.
Todos los hombres opinaban del juego. También, todos sabían que violaban una de las reglas del ajedrez, pero disfrutaban de romper el silencio perpetuo y mítico que recaía sobre las 32 fichas y el tablero verde deslavado de cuadros. Notaba la tensión de El Sensei en sus ojos y en sus manos cuando uno de sus peones peligraba. Antes de empezar su partida, me contó que había aprendido a jugar hacía muchos años, y que, con el tiempo, los desapercibidos y prescindibles peones se habían vuelto fundamentales en su juego. Los peones son la ficha con menos puntuación y el movimiento más limitado, pues durante todo el juego, se mueven una casilla hacia el frente. A pesar de eso, El Sensei prefiere sacrificar a su reina antes que perder a todos sus peones.
—¿Usted ha visto juegos macabros? —le pregunta el hombre de la bufanda que perdió la partida pasada a otro.
—Si, he visto cómo perder una partida ganada —le responde y se ríe.
El hombre de la chaqueta roja, Diego, tiene sus piezas distribuidas por todo el tablero; ya con pérdidas al hombro, lucha por alcanzar las fichas negras y defender a su rey. Él es más callado, y aunque El Sensei le lleva ventaja, se ve que disfruta el juego. El Sensei posa sus dedos sobre una de sus torres mientras se fija en la casilla D3, dónde, indefenso, se encuentra uno de los alfiles blancos. La muerte se ejecuta y todos celebran. Al segundo siguiente, le hacen chistes a Diego por su pérdida.
Con un ejército incompleto, rápidamente mueve uno de sus peones y el otro le contesta con el mismo movimiento. Su rey peligra, una jugada del único caballo del oponente puede dañar su juego y un alfil le coquetea a su rey a lo lejos. Todos los ojos puestos en el tablero, pero no por eso los gritos cesan. Diego arremete con uno de sus caballos y se muere un peón. Golpe duro para El Sensei. Todo podría estar perdido, la vida y el honor dependen de unas pequeñas fichas que, en ese momento, a todos nos parecen gigantes. Toma su torre y la mueve a unas casillas de distancia de la dama. Diego hace su siguiente movimiento con el caballo que queda y defiende a su rey, pero se queda sin dama porque El Sensei lo mata en el siguiente golpe.
—“No pasa nada, no pasa nada” —canta Óscar la canción de katamaran para darle ánimos a Diego.
Ahora quedan nada más 9 fichas en el tablero, 5 peones, los dos reyes, un caballo y una torre. Se enfrentan violentamente el caballo de El Sensei y la torre de Diego, cae la torre y uno de los peones blancos, mata otro negro. El caballo logra posicionarse justo dónde quería El Sensei, su pícara sonrisa y el alboroto de sus amigos lo delatan.
—¡Jaque Mate! —gritan todos.
—¡Jaqueline! —grita Óscar.
Diego se levanta riéndose, diciendo que descuidó su izquierda. Se sientan otros dos que aguardaban su turno ansiosos. Álex se despide para irse a su casa en el 7 de agosto. Su alias se queda dónde estén las mesas. De regreso a casa es sólo Álex. Camina en dirección a Museo Nacional, nadie que lo viera por la calle, pensaría que ha salido victorioso de un duelo a muerte en un rinconcito de esa enorme ciudad. Ya ganó la batalla del ajedrez, ahora tiene que seguir jugándose la de la vida.



