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Nueve años después, la brújula de la paz en Colombia

Juan Manuel Santos. Foto: Vanessa Jiménez / EL PAÍS
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Daniel Muñoz Quijano

Universidad de los Andes

A nueve años de la firma del Acuerdo de Paz con las FARC, el legado de Juan Manuel Santos enfrenta un dilema: la paz como principio moral y político sigue vigente, pero su implementación revela las tensiones estructurales de un país que aún no decide si quiere reconciliarse consigo mismo.


En un acto que dividió al país y transformó la historia reciente, se marcó el punto más alto y también el más discutido de su vida política. Hoy, en retrospectiva, Santos no habla como un expresidente, sino como un navegante que sigue buscando un rumbo en un mar agitado; alguien que insiste en que la paz debe ser brújula, los principios el norte y la memoria el horizonte que no deja de moverse. Intenta reivindicar la paz como un triunfo moral, mientras que Colombia sigue debatiendo si el acuerdo fue un punto de partida o una ilusión rota. Incluso, se expresa con la serenidad de quien sabe que el tiempo juzga con lentitud; pero también con la melancolía de ver cómo su mayor obra se desvanece entre el cansancio ciudadano, la indiferencia de la sociedad y la falta de voluntad política para convertir la reconciliación en un objetivo de Estado.


En el podcast La brújula de Juan Manuel Santos de El Topo y en la entrevista concedida a El Espectador a finales de septiembre de 2025, aparece con un tono distinto: reflexivo, pero todavía obsesionado con su “puerto de destino”. Las dos conversaciones, una íntima y otra política, nos permiten analizar no solo su figura, sino también el estado actual del acuerdo que cambió el curso de Colombia; comprendiendo la tensión entre la introspección personal y el juicio histórico que se revela con claridad entre las dos entrevistas más recientes que ha concedido.


En La brújula de Juan Manuel Santos, el expresidente evoca su vida política con la disciplina naval: “hay que saber hacia dónde se va, porque si no se sabe, nunca se llega”, menciona. Esta metáfora define su visión del poder y del proceso de paz: una travesía guiada por convicciones y estrategia, entre tormentas de polarización y cálculo político. Su relato no es de arrepentimiento, sino de propósito cumplido, donde los principios y la moral primaron. Enfatiza en la importancia de los consejos de Mandela y con eso refuerza la imagen del presidente que quiso ser “traidor a su clase” en nombre de la igualdad, pero también en la importancia de los resultados y la coordinación de actores. La búsqueda de la paz fue una obsesión que mezcló mística personal y estrategias políticas, una apuesta por demostrar que el diálogo podía imponerse al miedo y que el perdón podía ser una forma de justicia.


Por otra parte, en la entrevista con El Espectador es mucho más directo. Ya no se trata de introspección, sino de un balance histórico. “La crisis que vivimos hoy se debe a que no se implementó el Acuerdo de Paz”, afirma sin titubeos. Para él, los responsables son claros: los gobiernos que lo sucedieron por haber abandonado o desviado el proceso. También, critica la gestión que se le dio al acuerdo y la deriva populista que, según él, ha vaciado el concepto mismo de reconciliación, paz y restauración. La frase es dura, pero condensa su desencanto: lo que alguna vez fue un pacto de Estado, terminó convertido en bandera electoral.


El expresidente recuerda que tras la derrota del plebiscito, renegoció el acuerdo incorporando 58 de las 60 enmiendas propuestas por los del NO y que el Congreso lo aprobó por unanimidad, demostrando que el resultado se respetó y que el acuerdo que emergió del Teatro Colón fue incluso “mejor que el de Cartagena”. Su defensa no es solo técnica, sino ética; sostiene que la falta de implementación abrió los vacíos que hoy ocupan las bandas criminales y disidencias. La paz, insiste, no fracasó; fracasó fue el país en sostenerla. Y aunque muchos de sus críticos lo acusan de ingenuo o de dividir al país, Santos devuelve la crítica con ironía: “Yo no soy ni petrista ni uribista, soy colombiano”.


El paso de los años ha demostrado que ningún acuerdo de paz puede sostenerse solo con la firma o la voluntad de un líder. El posconflicto colombiano, más que una transición, se ha convertido en un terreno donde el Estado, la sociedad y los nuevos actores armados disputan el sentido mismo de la paz. Las promesas de reforma rural, participación política y verdad histórica han avanzado a medias, mientras que el cansancio ciudadano y la fragmentación institucional debilitan cualquier intento de continuidad. La paz en ese sentido se volvió un campo de batalla simbólico, unos la invocan como bandera y otros como acusación. En medio de esa disputa, el acuerdo perdió su dimensión colectiva y se volvió patrimonio de la memoria más que de la política. Santos, con sus aciertos y errores, parece haber comprendido que la verdadera fragilidad no estuvo en el texto firmado, sino en la falta de compromiso nacional para volverlo realidad.


El acuerdo, concebido como un punto de inflexión histórico, terminó convertido en un espejo que refleja las limitaciones del Estado. La reincorporación de excombatientes, la sustitución de economías ilícitas y la presencia institucional en los territorios, demostraron que firmar la paz era solo el comienzo. Las zonas más golpeadas por el conflicto —como el Catatumbo, el Cauca y el Magdalena Medio— siguen atrapadas entre el abandono estatal y la disputa de nuevos actores armados. En ese contexto, el discurso sobre “la paz total” parece más una aspiración retórica que una política sostenida, y la distancia entre el texto del acuerdo y la vida real se ensancha cada año.


Santos se mueve entre dos imágenes que lo persiguen; la del Nobel idealista y la del político pragmático. En El Topo, la paz aparece como destino espiritual; en El Espectador, como evidencia empírica de la negligencia estatal. Entre ambas, surge una tensión profunda: la distancia entre el discurso de la reconciliación y la práctica de la política colombiana. El mito de Santos como “héroe de la paz” se ha ido erosionando con el tiempo. Para algunos, representa la última apuesta de grandeza democrática; pero para otros, un espejismo que dejó intactas las causas del conflicto y que perdonó a los victimarios. Sin embargo, al escucharlo nueve años después, hay algo que todavía resuena: su insistencia en el diálogo, en los acuerdos y en la necesidad de dejar los extremos.


La brújula del expresidente parece apuntar a ideales que Colombia no ha alcanzado todavía y su visión de paz no solo fue un documento jurídico, sino una apuesta moral contra la venganza y la polarización. Hoy, esa brújula parece haber perdido fuerza frente a un Estado sin rumbo y una sociedad que normaliza la muerte no solo de los firmantes del acuerdo, sino de cualquier persona que no sea una figura pública o política importante. De todas maneras, la pregunta persiste: ¿Es Santos responsable de los vacíos, o víctima de un país incapaz de sostener su propio pacto? Quizá ambas cosas. Santos diseñó un proceso ambicioso sin prever la fragilidad de su implementación. No es un mártir, ni un villano: es el símbolo de un intento histórico que sigue abierto, incompleto y en disputa. La paz no se puede entender como un proceso lineal, sino como un viaje constante, hecho de errores, silencios y persistencias. Si algo nos deja de aprendizaje el acuerdo es la certeza de que la paz no se defiende con discursos, sino con memoria, y que aún queda país por construir en medio del desencanto.


Más allá de los gobiernos, el Acuerdo de Paz reveló también la fragilidad de la memoria colectiva. Colombia parece vivir en un presente permanente, sin tiempo para procesar su pasado ni proyectar su futuro. Los gestos de reconciliación se pierden entre la saturación de escándalos y la desconfianza en las instituciones. Nueve años después, la sociedad colombiana todavía no ha decidido si la paz es un compromiso moral o un tema de coyuntura. Y mientras los excombatientes buscan sobrevivir, el ciudadano común ha vuelto a mirar el conflicto como un ruido lejano, como si la guerra hubiera pasado solo para unos pocos.


Hoy en día, la paz de Santos no es un recuerdo, sino una advertencia; una cicatriz abierta que divide tanto como enseña. La entrevista con El Espectador revela no solo su frustración con los gobiernos posteriores, sino la de una nación que no ha sabido cuidar su propio intento de reconciliación. “Siempre tiene arreglo”, menciona. “Nunca hay que perder la esperanza”. Tal vez su brújula, –esa imagen que lo acompaña desde la juventud– siga girando, porque el país aún no se atreve a mirar su propio mapa, pero sigue apuntando hacia una realidad social posible, aunque muy distante. A lo mejor, esa sea la verdadera herencia de Santos: recordarnos que la paz no se firma una vez, sino que se firma todos los días en la conciencia colectiva de una nación que aún busca su norte.

ISSN: 3028-385X

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