Presentimiento


Leidy Lorena Ochoa RIncón
Universidad Nacional Abierta y a Distancia
Recuerdo la vida antes que dejara de ser mía. Recuerdo que tenía un perro, Tobby. Blanco como la nieve y leal a más no poder. Salíamos a caminar juntos, sobre todo en aquellas tardes de abril cuando florecían los guayacanes y el suelo se vestía de un tapete rosado que cada uno disfrutaba a su manera. Tenía un gato, negro como azabache, él era su complemento, se camuflaba con la oscuridad y a lo lejos solo podía percibir sus grandes y brillantes ojos, no sabía cómo hacía, pero cada vez que lo acariciaba sentía cómo si me quitara todos los males que traía encima. Y es que mi abuela decía que los gatos, más allá de ayudar a mantener la casa libre de alimañas, también sirven cómo un purificador de la energía, y que en cada hogar debe existir, sí o sí, un gato amigo. Y es que la abuela fue de mi existencia lo más importante. Ella se hizo cargo de mí, cuando mis padres una tarde se vistieron de un verde oscuro y se alejaron cruzando el bosque, del cual siempre me advirtieron que me alejara.
Vivíamos en una lejana casita de bahareque adornada por un montón de jardines. Allá, a la vuelta de la montaña y con todos esos colores, la vida parecía ser eterna.
Recuerdo que no hubo día en que haya faltado a la escuela, la distancia no era adversidad para que la abuela, Tobby y yo emprendiéramos nuestro camino de dos horas en búsqueda del conocimiento, que, traducido a las palabras de la abuela, es “ buscar ser alguien en la vida”. En aquella casita también tenía una pequeña repisa con unos cuantos libros que me habían regalado personas inolvidables. Esos libros habían servido de compañeros cuando me encontraba en la más inmensa soledad.
A los ojos de la gente, no teníamos nada. Sin embargo, ellos lo llenaban todo. Y en mí siempre existió la convicción de que nuestra historia no tendría un final.
El tiempo pasó, y una noche entendí que no se debía dar todo por sentado. Me quedé solo, y los guayacanes nunca volvieron a florecer…. Me vi obligado a correr, a dejar atrás las montañas verdes, las aguas cristalinas y los caminos pantanosos. Todos aquellos detalles coloridos de la infancia se vieron opacados por una infame y voraz selva de cemento, lugar en el cual era una lucha constante poder ser y pertenecer…
Podía jurar que a esa noche la envolvía un aura diferente, sentía que debía salir corriendo y esconderme bajo un puente. La idea de que allí iba a estar más seguro y tranquilo que bajo mi propio techo era irracional. Y es que, horas antes, había estado leyendo el periódico y me encontré con la noticia del asesinato de un muchacho cuyo cuerpo había sido lanzado al río Magdalena, y concluí con que a eso se debía el nerviosismo de mis actos. Pensé que era alguien como yo, lleno de metas y sueños y que un par de gramos de plomo habían acabado con su existir… Reflexioné entonces en lo frágil que es la vida, me imaginé caminando sobre una delgada cuerda y abajo un vacío interminable, y sentí tristeza. Tristeza al entender que él no pudo sostenerse bien porque alguien lo había empujado. Al cabo de unos minutos y de un par de pasos hacia la puerta… me devolví, la tormenta no cesaba, y yo no tuve valor de incorporarme en ella. Al cabo de un rato divagando en mis pensamientos, la caléndula hizo efecto y fue posible conciliar el sueño. Tenía angustia, sí… pero no la suficiente voluntad para hacerle caso a mis presentimientos.
No alcancé a ver la hora… me despertó el estruendo de una puerta abierta a la fuerza, pasos acercándose, el primer disparo, el jarrón de la abuela hecho pedazos, y una última bala que no tuve el valor de ver dónde pegó… Ahora sé que la tengo aquí, en mi corazón, el mismo que rebosaba de sueños y que ahora tiene un pequeño hueco, que así de pequeño lo lanzó al vacío, mejor dicho… Al río. Ahora ya no soy, ya no tengo, ya no pertenezco, la historia sí tenía un final. Sin embargo… el pasado me vino a buscar, y deambulo por ese lugar de mis anhelos, del que nunca me hubiese querido ir, recogiendo escombros de lo que fue mi vida, recordando y reconociendo con nostalgia que no hay más remedio, que ya está perdida.



