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Una justa causa

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Catalina Rodríguez Romero

Universidad Externado

Era una verdad ineludible: la población de Cáqueza se encontraba consternada, y no permitiría bajo ninguna circunstancia que el nefasto hecho quedara impune. Lo escuché unas horas antes, al final de una de las tantas conversaciones enriquecedoras entre la señora Rosa y sus fieles clientes, como don Álvaro. Él solía traer las últimas noticias de la semana a su despacho, donde ella, con amabilidad, asumía el rol de informante comunal. Este relato despertó en mí la valentía de quedarme tras una de las neveras para atender algo que, sin duda, sería trascendental:


—¿O sea que es confirmado?

—¡Pues claro! Si yo mismito oí a doña Flor diciéndole a don Facundo que le avisara a doña Miranda, pa’ que ella le contara al señor Raúl, que había oído a don Evaristo decir que un vecino suyo abrió la bolsa que vio enterrar a don Julio... ¡y ahí estaba doña Norma! Pobre, ya toda feita y llena de gusanos. Que en paz descanse.

—Agh ¡viejo huevón! ¿Y por qué no le dijo a la policía?

—Mi Rosita, porque usted sabe que aquí al que tiene plata… Pero usted tranquila que yo miiismo me voy a encargar de que eso no se quede así, a ese desalmado le vamos a enseñar con mano propia cómo son las cosas en este pueblo, a respetar a las mujeres

—¡Dios mío! Y con lo querida que era doña Norma, con razón no había pasado por los huevos. Oiga y ¿a qué hora es que van a echar pa’ allá?

—A las 8 nos vemos frente a la ye, y ahí vamos loma arriba a la finca

—Pues pa qué, pero se lo merece ese desgraciado. Usted cuídese mucho, porque si don Julio le hizo eso a su propia esposa, definitivamente en este miserable pueblo ya uno no puede confiar es en nadie. Más bien, ¿será que me acompaña aquí atrás un momentico y le empaco una canasta pa´ que coma bien antes de salir?


Hasta ese momento me pareció pertinente entrometerme. Primero, porque ya sospechaban de mí; era evidente que repetía la misma acción de recoger las canastas vacías y luego las volvía a sacar de la bolsa para empezar de nuevo. Y segundo, porque desde que ayudaba a la señora Rosa en la tienda, nunca había visto a don Álvaro llevarse una sola canasta de huevos. Lo que sí hacía cada semana era venir tras el mostrador para empacarlos. Así que, sería descortés de mi parte husmear más de lo debido en la privacidad de mi jefa y el actual compromiso matrimonial de su leal amigo.


Sin embargo, apenas los dos impúdicos salieron de mi vista, me dispuse a montar apresuradamente la bicicleta que me esperaba fuera para terminar los últimos encargos del día, y advertir a don Julio de lo que sucedería aquella misma noche.


Y es que yo podía corroborar que don Julio era completamente incapaz de tal atrocidad. Llevaba siete años llevando leche hasta su casa, y nunca hubo vacilaciones sobre el amor que profesaba por doña Norma. Por el contrario, Julio Sarmiento era un hombre impoluto; ya entrado en años, aunque nacido y criado aquí, provenía de una familia pudiente, dueña de hoteles y pionera del turismo en el pueblo, por lo que estaba destinado a salir en busca del mundo en su joven adultez. Sin embargo, con el tiempo, don Julio decidió dejar todo y volver a la casita de siempre, esa que le traía a la memoria los años más bonitos de su vida. Decía que allí quedaban los restos de su amor más puro, porque fue donde conoció a Norma.


Ella, por su parte, era tan dulce que se confundía fácilmente con un ángel. También nacida en el caserío, sin gozar de las dispensas de las que gozaba la familia de Julio, era una gran repostera. Cuando era niña debía subir cada sábado a la finca de los Sarmiento para vender los postres que sólo familias como las de Julio comprarían, y así conseguir el dinero de la semana.


Recuerdo que cuando la conocí, las canas empezaban a apoderarse de su cabeza, pero seguía a la vista el rubio avellana que allí había habitado hace algún tiempo. Ella, siempre con una vívida sonrisa en el rostro, llevaba en las cuencas dos zafiros del azul más puro y radiante, que se iluminaban cada vez que veía caminar a don Julio por el salón.


Eran el par perfecto; don Julio, siempre con sus desgastadas gafas de una pata y media, que hacían juego con el periódico que luchaba por traer desde la ciudad bajo su brazo, llegaba a casa para escuchar las mejores historias que Norma traía de sus peripecias en el pueblo. Ambos compartían el amor por la música, los pasteles que hacía Norma, los perros sin hogar, su encantadora casa y ayudar a niños como yo, que no teníamos un lugar al que volver.


Desde el primer pedido de leche no dejaron que nadie que no fuese yo mismo subiera. Y fue allí, en su casa, donde aprendí a leer los periódicos de don Julio, cuando la señora Norma me pedía acompañarla hasta la noche, por 5000 pesos diarios.


De hecho, ahora escucho a don Julio cantar esa canción cada vez que salía de casa:


Me voy, pero volveré,

Tú nunca dudes de mí,

Así te lo prometí, Norma mía.


Y a ella sonrojarse y mandarle un beso para no sentir más pena por su adorado esposo. Por eso, la acusación de que la muerte de doña Norma fuera por su obra y mano, era una idea tan inconcebible, que no hallaba lugar en mi mente.


No obstante, debo aclarar que yo hacía un poco más de un año que no subía. Pues, gracias al esfuerzo de mis abuelos adoptivos para que fuese a la ciudad a estudiar medicina apenas me graduara, tuve que aceptar el trabajo con doña Rosa para ahorrar un poco más de dinero para mi manutención, aunque eso significaba dejarlos. —Piense en su futuro, en sus sueños mijito —decía la señora Norma.


Ahora, volvía a presenciar cómo desde lo alto de aquella montaña, el paisaje se desplegaba ante mí, infinito. Toqué la puerta repetidas veces, pero no hubo respuesta. Ya eran las 7 de la noche, así que, en un nuevo arrebato de insensatez, tal y como el de espiar la conversación de los dos enamorados, embestí con un golpe seco la puerta trasera y logré entrar por la cocina hasta la habitación principal.


Allí yacía, entre los restos de vidrio de botellas vacías, y tendido sobre el tapete, don Julio. Si no hubiese sido por su apresurada respiración, pensaría que acababa de dejar tirada su vida.


—Levántese, don Julio, ¿está bien? —dije profanando el pesado silencio de la habitación. No hubo respuesta. —Tengo que contarle algo, tiene que irse de aquí.


Pero, una vez más, nada.


—¿Don Julio?


Julio hizo un vasto esfuerzo para mantener el equilibrio y se echó sobre la cama. —Ya sé que vienen para acá. Puedes irte.


—Pero señor, andan diciendo disparates, que usted mató a doña Norma, que vienen a vengarse.

—Ya lo sé.


Inmediatamente, aquella casa que por tanto tiempo me había cobijado pasó a congelarme las tripas. En medio de mi ahínco por salvar a don Julio, había olvidado lo más importante.


—¿Doña Norma dónde está?

—Te dije que puedes irte.


Una fuerza indomable parecía entrar desde mi coronilla hasta los pies, agarrándome al piso. Estaba petrificado, y moverme se volvió completamente irrealizable. ¿A qué se refería? ¿Y por qué era una pregunta tan compleja de responder?


—U-u-usted no, no, no... —al parecer, hablar tampoco sería una opción.


Pero, para mi sorpresa, ahora era el sonido de sollozos ahogados los que invadían el lugar. Don Julio, con una suavidad desgarradora:


—La maté, David. Yo la maté porque tenía que hacerlo. — Mi cuerpo seguía completamente inmóvil, había perdido total control sobre mis extremidades inferiores y estaba cada vez más cerca de caer al suelo. Lo miré esperando algún indicio de cualquier engaño, pero él se volteó hacia mí, y no tuve más remedio que asegurar mi mano en uno de mis bolsillos para defenderme con unas pequeñas tijeras que traía colgadas de unas llaves.


Pero Julio sólo agachó la cabeza y comenzó a hablar.


Me contó cómo Norma, una vez se enfermó de gripe, y que él le rogó que fueran a Bogotá, pero ella no le hizo caso.


Luego empezaron los ahogos nocturnos y dolores que no la dejaban dormir. —Mi mona, tan activa que era ella, ya no se movía como antes, le costaba mucho caminar, se le hinchaba su carita, no era ella—me dijo. -No quería salir porque le daba pena con las amigas y lloraba todo el día aquí en la casa-. Hasta que dejó de comer, y quiso hablar con Julio. Con el dolor más del alma que de su padecimiento, Norma le pidió ayuda. Decía “que estaba aburrida de la vida”, “pero que no lo dijera a nadie, porque no lo iba a perdonar si se iba de chismoso, y tampoco iría a donde esos médicos que “mataban a la gente”.


Él, en medio del desesperante paso del tiempo y su inexistente mejoría, se contactó con uno de sus ex compañeros de Bogotá para encontrar alguna forma de solucionar las dolencias de su amada.


-Entonces le conté que Ricardo podía recibirnos, que él mismo le realizaría el tratamiento para que se mejorara. Pero ella insistió en que quería descansar, que lo hiciera sin decirle cuándo, y yo, yo…


En este momento don Julio ya estaba deshecho en lágrimas, así que, fue inevitable no acercarme y consolarlo brevemente para que pudiese terminar de contar lo qué ocurrió aquel fatídico martes 2 de octubre, renunciando a mi plan de las llaves.


-Yo ya no quería ver a mi monita tan triste, y sabía que no me perdonaría no hacerle caso. Entonces hablamos con Ricardo, y él nos mandó unas gotas que tenía que poner en el café que se tomaba ella todos los días. Pero no fui capaz de ver y me salí de la casa, le dije que iba a ir a comprar algunas cosas para el almuerzo. Cuando volví, estaba encima de esta cama ya pálida, sin signos vitales. -Don Julio rompió en llanto - ¡Es que ya no soportaba verla así hombre!, ella no me dejó más opción. Las personas del pueblo me juzgan como a un monstruo, pero ¿usted qué hubiese hecho? ¿Qué debía hacer? ¿Verla morir en medio de la infelicidad? No, Norma se merecía una muerte digna, sin que nadie supiese y conmigo a su lado. Pero apenas la vi, me arrepentí de haberle hecho caso y no sabía qué hacer. La abracé hasta la noche y la vestí con esa blusa de flores que tanto le encantaba, para que fuera bonita, como siempre. Unos chismosos me vieron enterrándola y fueron a decir lo que les vino en gana.


Aquellas palabras, a pesar de no ser consuelo para tan penosa situación, de alguna manera hicieron que pudiese volver a sentir el corazón en mi pecho. Intenté hacer a un lado la tristeza que sentía por pensar en doña Norma y ver a don Julio en este estado, para saber ¿qué haría para sacarlo de su casa antes del allanamiento? Intenté proponer un sinfín de alternativas en el poco tiempo que nos quedaba.


—Me lo merezco, mijo, déjeme aquí.

—Vamos, don Julio, la gente viene loca subiendo — dije, intentando jalar una de las mangas de su desvaída pijama - usted no hizo nada malo, eso era lo que la señora Norma quería.

—No. Déjeme aquí y váyase usted. Yo me lo merezco.

—¡Vamos don Julio!...

—¡Que se vaya! ¿No entiende? Yo ya no quiero vivir sin mi Norma, menos después de que yo mismo la maté, no puedo cargar con eso, ellos tienen razón. ¡Déjeme en paz y váyase!


Me había quedado sin opciones. Aquella noche, en que la montaña parecía temblar bajo los pies y el viento, que, en su furia, azotaba la copa de los árboles como si quisiera arrancar la tierra: ya se escuchaba la turba enardecida subiendo acompasada por la senda del caserío. Don Julio, estaba prendido a una de las botellas del suelo como un niño que abraza por primera vez a su madre, y llevado por el alcohol que le subió a la cabeza, concilió muy rápidamente la que sería la última de sus siestas. Yo no quería dejarlo, pero en vista de sus deseos, mis pies, fatigados, sólo sabían un camino.


Con un último vistazo a la casa, pedaleé cuesta abajo, dejando atrás los sollozos de don Julio como un eco lejano, mientras me sumergía en la oscuridad.


Mis manos temblaban al asir el manillar de la bicicleta; el frío me calaba los ojos mientras reverberaban en mi mente los más sombríos pensamientos. Era mi culpa, yo había matado a doña Norma por dejarlos solos y ahora también a don Julio. Era un cobarde, y por eso llevaría en el peso de mi memoria aquella noche en que don Julio fue asesinado injustamente, en medio de la soledad, a manos de la ignorancia de mi propio pueblo.


Pude haber subido la leche para visitar a doña Norma mientras estaba enferma, pude haberme quedado a defender a don Julio, pude esperar a que se durmiera y arrastrarlo fuera de la casa, pude haber interrumpido la conversación entre Doña Rosa y Álvaro y decirles lo equivocados que estaban. Estallé en llanto.


Ya alejado de la casa, susurraba para consolarme las únicas palabras que podía pronunciar:


¿Por qué me dejas marchar?

Sin ti yo no viviré

No sabes qué pena tengo en el alma

Me voy, pero volveré,

Tú nunca dudes de mí

Así te lo prometí, Norma mía.

ISSN: 3028-385X

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