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El dedo que escogió un destino

Robinson Díaz. Foto: Felipe Marino
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María José Aranguren

Universidad del Rosario

Hace muchos años, en los días en que Envigado aún conservaba su encanto rural, Robinson Díaz corría descalzo por veredas cubiertas de guayabos y pasto fresco, con los tobillos sumergidos en las quebradas que bajaban entre guaduas, silbando al contacto con las piedras pulidas y los verdes helechos. Vivía en una casa inundada por el olor a leche caliente recién ordeñada y al fresco aroma de los mangos que colmaban de amarillo el paisaje. Pasaba las horas a la intemperie, bajo el sol que espejeaba en las hojas, desbaratando ramas, pescando con las manos, inventando una infinidad de juegos y escenarios imaginarios. Aprender era apenas otra forma de mirar. Lo embelesaban los colores, el agua, las texturas y el aire fragante del amanecer. No existían fronteras entre su cuerpo y el entorno, pues la vida se trataba de entregarse al descubrimiento, al sobresalto y a la celebración.

En medio de ese relieve de quebradas y arreboles se dedicó enteramente al contacto con la naturaleza y a la formación de un espíritu atento a la belleza y a la verdad, inmune a las vanidades y falsedades del mundo. Allí fue germinando, con tímida insistencia, el deseo de representar; de capturar la esencia de la vida en una serie de gestos e historias. Ese impulso, nacido de los juegos, las risas y las impresiones de la infancia, fue el que lo llevó años más tarde a levantar la mano en el colegio para ofrecerse a desempeñar un papel en una obra sobre el descubrimiento de América. El dedo —no él, sino el dedo— se levantó solo, por inercia. Se quedó mirándolo, incrédulo, pensando: “¿qué hace este dedo mío ahí arriba sin que yo lo mande?”. Pero ya estaba hecho. Sin sospecharlo, en ese acto mínimo, lo guiaba la fuerza implacable de un destino que lo empujaba, sin remedio, hacia el teatro, su verdadera vocación.

Así, lo que venía gestándose por aquel tiempo encontró resonancia definitiva una noche, en la sala del Teatro Pablo Tobón Uribe, cuando vio La tras escena del Teatro La Candelaria. La historia lo envolvió, lo atrapó, le caló hasta los huesos, y, en el lento avance de los actos, fue acumulándose en su interior una presión que terminó por estallar en un fervor irreprimible. Las lágrimas le brotaron entonces, dulces y tibias, desde lo más hondo de su ser, revelándole de golpe una verdad íntima e inapelable. Esa fue la constatación definitiva de que no quería otra vida que la de ser actor; de que ese —y no otro— era su lugar en el mundo.

Impulsado por esa realización que le consumía cualquier otro pensamiento, Jaime Rojas, amigo y cómplice de andanzas, lo llevó al Matacandelas, su primera escuela. En la Casa de la Cultura de Envigado conoció a Cristóbal Peláez, fundador del grupo, quien lo arrojó sin contemplaciones a la disciplina y a la audacia irreductible del oficio. A sus ojos, el Matacandelas era una cueva sagrada para hacer teatro; un hervidero con tambores, títeres, gritos, y carcajadas. Se dejó atrapar por el vaivén de los ensayos y la algarabía del grupo, entre amistades entrañables, risas inagotables y noches de bohemia, cultivando una admiración profunda por quienes compartían con él el escenario e impregnándose del humor desbordante de su director, a quien siempre reconocería como uno de sus primeros maestros. Ahí entendió de una vez y para siempre que un actor no se forma leyendo teorías sino mirando y absorbiendo, copiando y desgastándose, entregando el cuerpo entero y la mente a ese oficio que desde entonces ya no lo soltaría.

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Robinson Díaz en la obra Vía Pública. Foto: Teatro Matacandelas

Pero Antioquia, su cuna hermosa, pronto se le quedó pequeña, ensimismada en su doble moral, en la solemnidad hipócrita, en el parroquialismo de siempre. El virus del arte, que ya lo devoraba por dentro, pedía más espacio para crecer. Y como todo 一o casi todo一 en este país centralista y miope, la cultura se amontona en su capital. Entendió entonces que en aquel lugar no había sitio para su ambición, que el horizonte se le estaba cerrando en la cara. Había un mundo entero aguardándolo, y Bogotá parecía la puerta más cercana para empezar a descubrirlo.

Con la urgencia de aprender más, de exigirse hasta el límite, de buscar experiencias nuevas y pulirse como artista, recogió lo que le cupo en una maleta y en una caja de cartón. Subió a un bus rumbo a Bogotá con su novia de entonces, Ana María Sánchez, quien lo convenció de no mirar atrás y lanzarse al ruedo. Llegó con lo justo, casi nada, pero con la determinación de un hombre dispuesto a tragarse las adversidades con tal de seguir en el camino que había elegido para sí mismo.

Y claro, los infortunios de la vida foránea no tardaron en aparecer, pero su obsesión era una sola: estudiar, estudiar, estudiar, repetido como letanía. La Escuela Nacional de Arte Dramático le abrió las puertas tras una buena audición, y ahí encontró a sus pares, compañeros igual de apasionados, profesores exigentes y tareas que requerían de toda su atención. El día era luz para estudiar y la noche quietud para seguir estudiando, pues entraba a las ocho de la mañana, salía a las nueve de la noche, y, si lo dejaban, se quedaba más tiempo practicando cada línea hasta memorizarla, proyectando su voz hacia un público imaginario, repitiendo cada movimiento con precisión milimétrica, o perdido en la Biblioteca Luis Ángel Arango, desarmando las obras acto por acto, personaje por personaje, hasta entender la mecánica interna del manuscrito.

Y así pasó ese primer año, una miseria alegre —si tal cosa existe—, estirando los veinte mil pesos que su papá le mandaba y que apenas alcanzaban para una empanada y una Coca-Cola; lo demás era cuidar carros, cargar cajas o servir mesas. Y aun con el estómago vacío y el frío apático que lo perseguía hasta la cama prestada, se olvidaba de todo, menos de estudiar, estudiar y estudiar. Lo movía la disciplina y la obsesión, porque ese dedito que se le levantó solo a los catorce años seguía acechándolo constantemente para recordarle que todo el esfuerzo valdría la pena.

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Robinson Díaz en la obra La Dama de Negro

Comenzaron a llamarlo para hacer papeles pequeños en televisión, personajes secundarios como en Garzas al amanecer o La casa de las dos palmas, que lo expusieron de golpe a las cámaras y a un público más amplio que el del teatro; un público anónimo, invisible, pero multitudinario. Un escenario distinto donde descubrió que la televisión le demandaba un ritmo y un rigor intempestivos y que, lejos de socavar su pasión por las tablas, la reafirmaba, la anclaba profundamente en su alma. Porque el teatro es del actor, el cine del director y la televisión de los productores. Y en esa compaginación entre los mundos, esa fricción de ritmos complementarios, fue lo que poco a poco le dio confianza, soltura para asumir nuevos retos, y lo salvó también del hambre que lo rondaba, porque al menos con eso podía cubrir sus gastos, llenar el estómago con algo más y seguir entregado a su obsesión de actuar hasta desfallecer.

No tardó en hacerse un nombre propio con producciones que lo dejaron marcado en la memoria del público —La mujer del presidente, Pecados capitales, La Saga, El Cartel de los Sapos, Vecinos— y con ellas llegó también el reconocimiento de la crítica. Fue actor exclusivo de Caracol durante dos décadas, protagonista de historias que marcaron a toda una generación, y más tarde firmó con Telemundo, donde terminó de afianzar su lugar como uno de los intérpretes más reconocibles de la televisión latinoamericana. Esa proyección se extendió con naturalidad hacia el cine —Bolívar soy yo, La pena máxima, Te amo Ana Elisa—, sin que por ello se desprendiera del teatro, raíz honda de lo que es hoy y donde sigue trabajando con La Tropa, la compañía que fundó junto a Adriana Arango y su hijo, prolongación íntima de su vocación por contar historias.

Por eso defiende todavía con vehemencia que un actor no se “prostituye” por actuar en pantallas, que todo escenario es válido si en él se transmite la verdad. Sabe que muchos injurian a quienes cruzan a la televisión o al cine, como si se tratara de un envilecimiento del oficio, un sacrilegio al intrincado rito de la actuación. Pero así como un médico alterna la consulta con las urgencias, también el actor puede alternar formatos, transitar de un lenguaje a otro sin perder la esencia. Se trata simplemente de otros escenarios, con reglas distintas pero igual de exigentes.

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Foto: KyenyKe

Y de esa obstinación por no dejarse encasillar, de esa defensa a ultranza del artista en todas sus formas, fue brotando una trayectoria que lo consolidó como uno de los actores más versátiles de su generación, hasta colmar con personajes memorables —cínicos, entrañables, procaces, sombríos— el imaginario colectivo de un país que lo vio crecer en los teatros y lo aprendió a querer en la pantalla, dejando tras de sí una impronta tan variada y recalcitrante como su propia vida. Así, experimentó el vértigo de la consagración; probó el elixir de una fama que al principio se insinuaba como un espejismo y que, con el tiempo, se volvió tangible, aunque a veces desbordante, como un torrente imposible de contener.

Entendió que este trabajo está anclado en la ansiedad, en la incertidumbre permanente, en la presión de sostener una carrera en un medio tan inestable como frágil, a merced de una ruleta que no deja de girar. Hoy el papel que te lleva a la cima, mañana el que te precipita a la sombra, pasado el silencio que amenaza con borrarte. Pero con los años aprendió que no había que temerle ni rendirle culto, que la fama es una esfera inevitable que rodea al actor. Que la permanencia no se alcanza evitando esas oscilaciones, sino enfrentándolas, eligiendo con cuidado cada personaje y cada historia. Entregándose a ellos como si fueran el primero y el último, jugándose la vida entera en cada función.

Eso es lo que lo ha mantenido vigente mientras tantos otros quedan en el camino. Fue entendiendo que el “maldito afán de agradar” —del que hablaba Molière— era una trampa mezquina, que la única fidelidad verdadera es hacia uno mismo. Ya no se desvive por gustarle a todos ni se obsesiona con la aprobación, se busca a sí mismo en cada papel, se mide solo con su propia vara. Y como en aquella canción de Serrat, a Robinson Díaz lo sostiene la certeza de lo esencial: el milagro de existir, la fortuna de encontrar, el placer de coincidir, el alivio de estallar… y el amor, el amor, el amor, la fuerza que lo acompañará hasta el final.

ISSN: 3028-385X

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