El día que murieron las musas

Foto: Lucio Fontana

María Fernanda Avellaneda
Corporación Universitaria Minuto de Dios
Hubo un día —triste, lúgubre, maquinal— en que las musas empacaron sus cosas y se marcharon. Lo hicieron en silencio, hartas del plástico brillo de las pantallas, del algoritmo que disfrazaba de arte lo que no era más que una réplica. Dejaron atrás los pinceles secos, las guitarras sin cuerdas y los cuerpos sin deseo de bailar. Se fueron, y nadie lloró, porque ya no había quien supiera cómo llorar bonito.
La eficiencia se quedó a cargo de la imaginación. “Crea una imagen con el estilo que caracteriza a Studio Ghibli”, “Crea una canción como si fuera Silvio Rodríguez, pero más feliz”; “escribe un poema que parezca de Benedetti, pero que no duela tanto”. Y la fórmula cumplió. Obediente. Letal. Perfecta.
Pero algo olía mal. Era un olor a vacío. A cadáver recién maquillado. Las calles estaban limpias, las ciudades ordenadas, los rostros sin arrugas ni lágrimas. Ya nadie tomaba fotos. ¿Para qué, si las imágenes podían generarse con un clic? Imágenes sin polvo, sin errores, sin historia. Se podía hacer un retrato de guerra sin haber escuchado nunca el silbido de una bala cruzando la piel del tiempo. Se podía crear un mural, pero jamás se habría sentido las manos llenas de pintura bajo el sol que parte la espalda. Se podía replicar la obra de Sebastiao Salgado, pero nunca caminar descalzo por el barro con una cámara al cuello, ni esperar tres días en silencio a que la dignidad de un rostro se dejara capturar. Desde sus ojos, vi lo sagrado que es crear desde la herida. Entendí que la fotografía no es solo imagen, es tiempo detenido, es lucha, es testimonio. Que escribir es desobedecer a la muerte. Que hay que defender con uñas y fuego todo aquello que aún nos hace humanos.
En ese mundo gris, nadie tocaba un tambor. Las canciones se producían en masa, listas para satisfacer cada estado de ánimo con precisión quirúrgica. Pero no había emoción. No había borracheras de amor ni acordes torcidos por la rabia. Nadie sabía lo que era escribir a las tres de la mañana con el corazón hecho trizas. Nadie sabía lo que era temblar antes de mostrarle al mundo lo que uno ha creado con las vísceras.
Las cartas escritas a mano fueron declaradas obsoletas. Reemplazadas por mensajes optimizados, breves, sin errores. ¿Quién se tomaría el tiempo de manchar un papel con tinta negra y temblor de nervios? ¿Quién aguantaría el vértigo de confesar su amor sin corrector ortográfico? Las cartas eran rituales: tachones, lágrimas, dibujos, huellas de café. Un “te extraño” escrito a mano guardaba más verdad que mil emojis.
Y ni hablemos de las canciones románticas. Ya no se cantaban, solo se reproducían. Las serenatas se volvieron memes. Nadie afinaba un instrumento por horas. Nadie dedicaba una letra. Nadie se aprendía una canción solo para mirarte a los ojos y decirte: “esta eres tú para mí”. ¿Dónde estarían ahora las baladas de Elton John, si todo dependiera de tendencias y no de tripas? ¿Quién escribiría algo como “Your Song” si no se hubiese enamorado hasta doler?
Los niños ya no dibujaban monstruos ni casas con soles desproporcionados. Los profesores de arte se extinguieron. Los teatros fueron convertidos en centros de realidad virtual. El papel se volvió inútil. Los cuerpos ya no sabían moverse sin instrucciones. Y el alma —si es que alguna vez existió— fue etiquetada como un mito romántico del pasado.
Nadie trasnochaba creando. No había ojos rojos de edición, ni tazas de café marcando los cuadernos. Nadie sabía lo que era estar despierto a las cuatro de la mañana por una idea que no te suelta. El mundo dormía. Soñaba sin sueños. Producción sin pasión y reproducción sin piel.
Van Gogh no existiría. Lo habrían medicado, diagnosticado, silenciado. Su oreja no sería un gesto de amor extremo sino una “anomalía clínica”. Nunca habría escrito a su hermano. Nunca habría pintado girasoles con esa mezcla de ternura y locura que solo se alcanza después de llorar solo en una habitación. Las estrellas no serían turbulentas, ni azules, ni vivas. Solo serían imágenes de stock.
¿Y qué quedaría de la fotografía si todo fuera generado en segundos? ¿Dónde cabría el temblor de las manos, el sol que ciega, la espera paciente por ese instante en que el alma de alguien se deja ver? ¿Cómo narrarían los pueblos su historia si no existiera el ojo humano que decide cuándo disparar el obturador con el corazón?
¿Dónde estarían las mujeres que han llorado frente a una imagen, reconociendo en ella el rostro de un hijo desaparecido? ¿Dónde quedaría la urgencia de retratar lo que duele, lo que arde, lo que resiste? El arte, cuando nace desde las entrañas, es testigo. Es memoria. Es grito.
Por eso, este no es solo un texto. Es un manifiesto.
Un llamado desde la entraña colectiva a defender lo humano. A abrazar la imperfección, el error, la emoción pura. A resistir la tentación del todo fácil, del todo rápido, del todo correcto. A defender la locura de crear sin saber si será útil, si será rentable, si será aprobado.
A ti, que aún puedes cerrar los ojos y escuchar una canción que te parta en dos. Que puedes oler una foto antigua y recordar a tu abuela. Que puedes tomar un pincel y pintar lo que no sabes decir. No dejes que las musas se vayan para siempre. No permitas que la creación se reduzca a una instrucción. Que el arte muera por eficiencia.
Defiende tus trasnochos. Tus errores. Tus cartas. Tus lágrimas. Tu locura. Tu arte. Y si algún día el mundo se vuelve tan frío como una máquina, que por lo menos nos encuentre creando.