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El paraíso oculto de Uribe

Foto: Maribel Jaimes
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Maribel Jaimes

Universidad Javeriana

Después de desayunar el regional caldo de costilla en un pequeño restaurante del municipio de Mesetas, ubicado en los llanos orientales del departamento colombiano del Meta, recibimos la instrucción de subir en dos camionetas tipo van para embarcarnos en un recorrido de 55 km aproximadamente hacia nuestro siguiente destino: Uribe, un territorio que renace en el turismo. 

 

En la carretera de dos horas algunos dormían —en un intento por recuperar las horas de sueño que no alcanzaron por tener que madrugar—, otros escuchaban música observando por la ventana, otros iban repasando sus apuntes para lograr una buena reportería, en el intento por ejercer el hermoso oficio del periodismo. Sin duda todos volteaban a admirar el paisaje cada vez que el conductor detenía la camioneta. Pues el entorno era una espesura de árboles majestuosos que acompañaban un manantial de aguas transparentes, donde se sentía la calma y se escuchaba nada más el rugir de la naturaleza. 

 

A nuestra llegada nos recibieron unos muchachos simpáticos y carialegres, encargados de conducirnos por una caminata ecoturística en medio de la serranía. Junto con el dueño de la finca: un viejito amable, con sonrisa de pocos dientes, gorra azul marino marcada con un “Uribe, Meta” que denota orgullo por el territorio y un pañuelo de cuadros rodeándole la nuca como acostumbran a llevar los trabajadores del campo y de la tierra. 

 

Don José —“Sirepa” por su sobrenombre— es un colono boyacense que, como tantos otros campesinos de aquel territorio frío en la región andina, fue obligado a dejar su pueblo natal de Maripí por la “Guerra verde”. Este conflicto originado en la década de los sesenta fue un enfrentamiento entre bandoleros y mineros, en una disputa por obtener mayor control sobre las minas de esmeraldas. 

 

La primera guerra verde, de 1965 a 1975, fue el resultado de la muerte del bandolero conservador Efraín González, quien se había hecho con el control de una mina en Muzo. Luego de que esto ocurriese, Humberto Ariza tomaría el mando y se enfrentaría con sus empleadores por la inseguridad que les generaba tener a un bandolero a cargo del mercado. 

 

La Pesada, un grupo de esmeralderos con control de la mina de Peñas Blancas, lograron la legalización del negocio y la formalización de ellos como colectivo. Víctor Carranza, llamado el “Zar de las esmeraldas”, quien conformó este grupo como líder de las minas de Muzo, y Luis Murcia, “el pequinés”, como líder de las minas de Coscuez, firmaron hasta 1990 un acuerdo de paz con el compromiso de completo perdón y olvido, no sin antes haber desatado el caos y la violencia en el territorio.

 

Aquella piedra preciosa, que ahora recordaría el mismo verde de las aguas del río Duda —a donde nos adentraríamos después— fue la causante de 3.500 a 6.000 muertes entre 1970 a 1989, por el control de las minas de los municipios de Coscuez, Muzo, Peñas Blancas y Maripi. En la “Cuna y Taller de la Libertad”, como denominó al departamento de Boyacá el libertador Simón Bolívar. 

 

“Yo estuve en las minas echando pala y estaba buenamente trabajando cuando se formaban unas plomaceras… pero terribles”. Don José relata el miedo que sentía en ese entonces, cuando al trabajar, los bandoleros se enfrentaban a pistola y a algunos no les quedaba más opción si no tirarse en el hueco que habían cavado y cubrirse la cabeza con la misma pala, para no recibir un impacto de bala que les arrebatara la vida. 

 

Luego de que transcurrieran lo que parecían horas interminables de una balacera, los trabajadores, decididos a regresar a sus respectivos ranchos, iban encontrando en el camino docenas de cadáveres dejados en combate. Algunos descansaban, quizás otros no podían, para repetir la misma rutina tarde tras tarde. Paradójicamente, sin descanso. 

 

El conflicto esmeraldero ocasionó que los campesinos y mineros de la zona temieran trasladarse entre la región. Tal como lo narra Don José, aquellos que pertenecían a Maripi, como él mismo, no podían ni siquiera poner un pie en otros municipios como Muzo. Pues quien se atreviera a romper esa regla, terminaba asesinado. 

 

Asediado por la sangre de los trabajadores de la tierra, un joven Sirepa tomó la decisión de abandonar esa extensión de montaña dulce, en donde se cultiva la miel de caña, la fresa, la mora, la pitaya y la uchuva. Y donde los suelos esconden un tesoro de piedras preciosas que, según su calidad, podrían llegar a costar hasta 50 millones de pesos por quilate. 

 

Sin conocer completamente el contexto en el que se desarrollaba el lugar al que Don José se estaba dirigiendo, emprendió camino hacia La Julia, un pueblo en Uribe hacia las profundidades del Meta, en la región de la Orinoquía. Un territorio que combina selva, bosque, páramo y montaña y que posee más de 17.000 especies de flores, animales y fungis. Anteriormente llamado “La casa de las FARC”.

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Foto: Maribel Jaimes

“Me metí en otra guerra, la hijueputa, guerrilla y ejército, todos los días peleaban”, relató el noble campesino que nos recibió en su hogar. Desesperanzado al darse cuenta de que en La Julia a donde primero había llegado se había desatado una guerra peor que no solo involucraba a mineros y campesinos, sino a la guerrilla, a los paramilitares, al Estado y a bandas narcotraficantes, no llegó a imaginar que su viaje, que al inicio lo había dejado por un mes entero llorando desconsolado en un rancho con techo de paja y deseando estar otra vez con su mamá —“¿Usted sabe qué es mamitis?”, dice—, sería en un futuro la posibilidad de salir adelante, lejos de la sangre derramada por el conflicto armado y el recuerdo de cómo había encontrado un lugar parecido al cielo en la tierra, que estaba todo a su alcance. 

 

Hace 27 años aproximadamente, durante las negociaciones de paz del gobierno de Pastrana, 24.735 km cuadrados que conforman los municipios de La Macarena, Mesetas, Uribe y Vista Hermosa, al sur occidente del departamento, fueron desprovistos de las fuerzas de seguridad estatales. En un intento por que la guerrilla considerara el proceso de dejación de armas, las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia tomaron control del territorio, lo que se declaró como la “Zona de Distensión”, que separaba a la población del resto del país y lo mantenía sumido en el desasosiego entre denuncias de asesinatos, violaciones, secuestros, robos, allanamientos y extorsiones. 

 

Hoy en día todavía quedan vestigios de aquella época en que reinaba el desamparo, las noches silenciosas y oscuras en las que solo se escuchan los insectos cantando desde sus ocultos nidos. Las pequeñas casas de un solo piso y paredes pintadas de verde, azul, amarillo, o fachada solo de ladrillo cerraban sus puertas desde mucho antes de las nueve, y entonces Mesetas se convertía en un pueblo fantasma y desolado. 

 

Tiempo después vino lo peor, con el Plan Colombia, el Plan Patriota, el Plan Consolidación, Plan Espada de Honor I y Plan Espada de Honor II, llevados a cabo durante los gobiernos de Pastrana, Uribe y Santos. Se intentaba que las fuerzas públicas retomaran el control del territorio de la zona de distensión. Lo que causó la continuidad de la guerra durante 14 años más.

 

De aquel capítulo oscuro resurgiría un nuevo miedo para los campesinos: ser perseguidos por el ejército y los paramilitares, quienes iban creciendo a la par que se desarrollaba el Plan Colombia, al ser estigmatizados como integrantes de las FARC. De modo que los habitantes quedaron otra vez desprotegidos, no se sentían seguros con ninguno de los bandos y se acentuaron las amenazas de asesinato pintadas en las puertas de las casas o dejadas en una lista que era pasada de voz a voz. 

 

Don José, junto con 86.232 víctimas de desplazamiento forzado en la zona de distensión, no tuvieron otra opción que volver a huir del conflicto. Intentó durante un tiempo hacer vida en Granada, otro municipio del Meta ubicado en la región del Ariari, justo en medio del Río Ariari y la cordillera de los Andes. Granada es el segundo municipio más turístico del departamento y el que recibe mayor número de población desplazada forzosamente después de Villavicencio. 

 

Sin embargo Granada no fue un refugio solo para víctimas del desplazamiento sino que también asentó a guerrilleros que eran perseguidos desde el Huila y el Tolima tras operaciones como Marquetalia —en 1964 la república de Marquetalia era un territorio independiente de campesinos guerrilleros sin control del Estado, que al ser tomado por el ejército incitó el nacimiento de las FARC— y llevaron a cabo el proceso de colonización armada. Por lo tanto, Sirepa se trasladó de un lado a otro pasando por Bogotá y de regreso a Boyacá, ya cuando la “Guerra verde” había culminado su peor momento.

 

Años después, como por un golpe de suerte o una casualidad del destino, a Sirepa lo volvió a invadir la necesidad de volver a ese lugar en el que había sufrido su mayor descontento y en el que había llorado todas las tardes sin falta por extrañar a su madre y a sus hermanos y entonces logró resignificarlo de uno triste a uno mágico. Un día en que decidió salir de pesca con un primo suyo, fue descubriendo los paraísos ocultos que hoy está orgulloso de poder mostrar al mundo, con ayuda de una amiga suya —quien una tarde lo alentó a abrir las puertas de su finca a más personas—, Marcelino Chacón, alcalde de Uribe durante el 2012 y 2015 y Anderson Tapiero en sociedad con Blanca Helena Soler, pioneros del turismo en el municipio. 

 

Luego de escuchar la historia de Don José, iniciamos nuestra travesía abajo por una colina. Entre tropiezos por el barro, con zancudos de alas brillantes y radioactivas merodeando cada dulce piel y las gotas de humedad de la selva resbalándose por el camino, se encuentran suspendidas en el vacío unas pequeñas tablas de madera que conectan con la tierra para cruzar al otro lado del río. Aquel puente travieso e inestable representa el inicio del camino al paraíso. 

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Foto: Maribel Jaimes

En una ruta por los llanos orientales, donde las aguas cristalinas son del color del cuarzo jadeíta y las ramas lisas tienen criaturas miniatura que pican, se ubica un escondite separado de todo el ruido y el temor de la civilización. Un lugar que los habitantes nombraron “La Cascada del Amor”, por ser una fuente de enamoramiento para las parejas que lo visitan. En el escondite que se forma detrás de la caída de agua, los amantes se sienten en total libertad para expresar su ternura, razón por la cual la pasión aflora. 

 

Seguido de este manantial de vida y agua cristalina, el mismo camino que nos adentra en la selva nos conduce por un rastro de ríos y cascadas. Como en una búsqueda del tesoro, los enamorados pueden continuar su camino hacia un siguiente edén. En este, la caída de agua se extiende lateralmente, de modo que se forman “Las cortinas del diamante”, por las que recibe su nombre. La cascada de aproximadamente siete metros de altura forma varias piscinas naturales, en las que algunos nadan, otros meditan flotando, otros saltan y se sumergen. 

 

Para finalizar el circuito, llegamos a la “Cascada del Ángel”, donde las ligeras gotas que rompen con las rocas protegidas por el musgo del color del ámbar, forman una pequeña llovizna que se siente como una suave caricia de la madre tierra y refresca de la sensación térmica de casi 30 grados cuando al bosque lo acompaña el sol. Este sendero natural, que en total conforman 6 km de distancia, fue un descubrimiento para Sirepa, que con valentía y la intención de compartirlo al mundo, hace 7 años decidió convertirlo en un atractivo turístico. 

 

Resulta difícil de aceptar que un lugar así, poderoso y casi celestial, fuera alguna vez llamado “La casa de las FARC”. El río Duda, ubicado en el municipio de Uribe, en el departamento del Meta, tiene su surgimiento desde la Cordillera Oriental y crece hasta alcanzar la Serranía de La Macarena. Este nacimiento de agua, relacionado a los poderes del amor por los habitantes, sería asociado con la guerra por los extranjeros. 

 

La estigmatización hacia el territorio nace de los abusos de la guerrilla que se refugiaban y usaban la región como centro de operaciones militares. De manera que el miedo no había permitido que otras personas lo pudieran apreciar. La apuesta por el turismo en el departamento del Meta empezó a tomar fuerza tras la firma del Acuerdo de Paz en 2016. Fue entonces cuando personas de la región como Don José y Blanca Helena Soler iniciaron su proyecto para el desarrollo económico desde la naturaleza, el deporte y la creatividad.

 

Actualmente, Helena es una de las precursoras del ecoturismo en el Meta. Con su empresa Cristales, Travel and Adventure se ha encargado de, poco a poco, alentar a los habitantes de lo que era antes la “Zona de Distensión” a que se alejen de la cárcel que representa hacer parte de la guerra y el narcotráfico. Y en cambio que se unan a la alternativa de lo que para muchos visitantes es una experiencia inolvidable, con la oportunidad de sanar, amar y conectar con la naturaleza. 

 

Hoy por fin después de tanto tiempo el Acuerdo de Paz firmado el 26 de septiembre de 2016 por el entonces presidente Juan Manuel Santos y el jefe negociador de las FARC Iván Márquez, le ha devuelto a la comunidad la fe por algo en lo que luchar. Jóvenes y adolescentes con la mirada de la paz ya están optando por el resurgimiento de la economía a través del disfrute del medio ambiente.

 

Vivir una experiencia tan surreal y ser bautizado por las lágrimas de lo que es, sino el pulmón, la tráquea de Colombia, es como tener un baño de esperanzas en el que es posible la libertad, el amor y la armonía. En el que las comunidades se unen para resignificar su territorio y sus costumbres. La paz les ha permitido construir una familia basada en el apoyo mutuo y un mejor futuro. Solo con el acuerdo los habitantes del departamento del Meta fueron capaces de demostrar la fuerza por la que pudieron resistir en el territorio. 

ISSN: 3028-385X

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